Anchoas y Tigretones

Hijos (7) : la geometría rara y las tartas de cereza

housewife

Vintage Housewife. Sin créditos, vía Penny T en Pinterest

Hay en el mundo  un afán exacerbado por la geometría. Vidas paralelas, triángulos amorosos, mundos cuadriculados.  Hay también el ansia por lo recíproco y por los espejos, por reconocer en el reflejo a  ese otro que era yo mismo desde una perspectiva impropia. Una construcción de autobiografías ajenas, de plagios personales, de usurpar los terrenos que  no son nuestros, pero en los que queremos plantar la bandera de nuestra conquista. La geometría asoma en las proyecciones que tenemos de otras vidas y que nos recuerdan ese patio trasero de la casa de la infancia, donde hemos tirado alguna vez un papel comprometedor o hemos, casi, volado una cometa. Donde aprendimos a patinar apretando los dientes para no sentirnos ridículos frente a otros.  O donde hemos visto volar, «ingrávidas y gentiles» las pompas de jabón que Berta y yo conseguíamos gigantes, después de robar el Mistol a mi madre en la cocina.  Patio de luces, le llaman también. Incluso, como cuando son, como casi siempre, oscuros y llenos de lluvia.

Todos pensamos que somos los únicos números raros de la tabla de multiplicar, esos que no te aprendes ni a la de tres o ni a la de cuatro. Los únicos que vamos al patio trasero de casa a pasear nuestras cosas, los que salimos ranas y echamos sapos por la boca, aquellos que no podemos dejar pasar la ocasión de manifestar nuestro descontento o de recibir el de los demás, el de los que deciden.  Las ovejas negras, los mirlos blancos, los raros. Unos, porque pasamos la vida pensando que no hemos cumplido las expectativas de otros. No hemos estudiado Derecho, por ejemplo, o hemos malgastado (sí, la palabra es fuerte) nuestro tiempo vital en empresas absurdas como hacer lo que nos daba la real gana o rindiéndonos al romanticismo de la república de las letras. O, también, que somos  menos  orgullosos, que agachamos más la cabeza, que los reproches- a veces muy envenenados- de los padres, no nos hieren cuando vamos a finalizar la cuarentena. Que volvemos a ser pequeños de nuevo y miramos cabizbajos el plato sopero, que colgamos airados el teléfono, incluso cuando hablamos desde un despacho al que hemos llegado después de mucho tiempo. ¿Por qué todo esto nos afecta tanto, a nosotros, adultos hechos y derechos, a los que ya no somos niños sin temor a primeros errores o primeras citas? Pensábamos, quizás, que aquellos títulos enmarcados en el comedor o en la consulta, aquellos con tu nombre en letras de molde y que expedía el rey de un país llamado España, era, en realidad, un salvoconducto hacia ese respeto por el que clamamos, hacia esa adultez que nos haría mirarnos de frente y de igual a igual frente a otros. O el hecho de que tener recibos de la luz a tu nombre, un buzón al que llegan requerimientos, una cuna que meces, te ayudarían en tales menesteres.

Y de repente, de nuevo la geometría: las espirales inesperadas, los círculos concéntricos. Intentas cuidar a quien te cuidó, arropar a quien tantas sábanas planchó para ti, aprendes de nuevo las rutinas de hogares que habías olvidado.  Pones en otro lugar algunos rencores, aparcas conversaciones en las que querrías dejar sentado, de una vez, lo que eres y cómo sientes. Lo que eres. Como si eso, solamente eso, fuese posible. Aunque esto, al menos hoy, es otra historia.

Veo una película a la que le sobra drama y le falta eso, película. En la que la presencia de la madre debilitada es un recuerdo terrible y hambriento de un ser implacable. Madres que desean moldear a sus hijas, hijas que sufrirán toda la vida el sarcasmo desdeñoso de quien las ha parido, pero que nunca se molestó en conocerlas. Nunca he entendido ese refrán «conocer a alguien como si lo hubieses parido». La de destrozos que cometen esos supuestos lazos inapelables.  Madre que ejerce como la memoria infalible de todos los resbalones, de todos los fracasos, de todo lo que hubiese deseado para sí misma.  En «Agosto, reunirse alrededor de una mesa para comer es desatar  todas las furias, es establecer el catálogo de las imperfecciones, de las medias verdades, de lo oculto porque es un preciado tesoro, de lo sabido y maldito. Madres que permanecerán solas por haber exhibido su falsa autosuficiencia, su falta de empatía, su necesidad de apoyarse en la sordidez del pasado e imponerlo como una justificación ante sus hijos.  Que levantan un castillo sin puentes levadizos, que son las guardianas de su propia habitación de Barba Azul. Y ahí se terminan los cuentos.

La geometría está llena de formas duras, severas, casi altivas. Los trazos firmes de los cuadrados, la obligada imaginación de la que hay que echar mano para ver un gorro de payaso en un cono, los pentágonos de reminiscencias bélicas.  A veces queremos dibujar una línea entre ficciones y realidades,  encuadrar historias para que se parezcan a las nuestras, establecer simetrías con cualquier ficción que nos muestren. No me gusta la madre de «Agosto».  No me gustan sus hijas atemorizadas y a la defensiva, no me gusta la crueldad de su discurso, el uso de la enfermedad como parapeto de una mal entendida franqueza. No puedo establecer ningún paralelismo, no tengo una  perspectiva empática, ninguna compasión por estos personajes tan dispares e histéricos, tan cargados de una infelicidad autoconstruida, que culpan a una enfermedad ajena de la causa de su cobardía y su falta de felicidad. Vayan a ver «Agosto» si esperan un exorcismo familiar, pero no  a lo Bergman, no son esos desayunos en los que se debate sobre el ser y la nada mascando cereales (suecos) a dos carrillos. Vayan, desde luego, si les gustan los guiones salpicados de ironía elaborada, de certeros momentos de comedia  amarga, pero donde, al menos para esta humilde espectadora, el mal sabor de boca es constante. Y donde todo es concéntrico y huidizo. Donde, vamos a decirlo, creo que hay poca verdad. Esa verdad necesaria para recorrer líneas paralelas, al menos para esta espectadora y lectora ausente.

Hijos, geometría, rarezas. Salirse del plano inclinado de la ficción y volver al mundo acotado de la realidad. Donde hay padres que no se parecen a los de mentira o madres que han sido una mezcla de mamma italiana y  altiva dueña de Downton Abbey.  Los que sí apoyaron locuras en forma de saltar sobre la cama un domingo o permitir que creyeras que Meteoro, el de los dibujos animados, era de verdad y podrías conocerlo, viviendo con él aventuras sin par. O padres ausentes, en fondo y en forma, que, como en esas sombrías novelas japonesas, son un referente velado en las silenciosas cenas en familia.  Niños que han pasado tardes de marzo jugando solos y que se tomaban ellos solos el Cola-Cao sin que nadie tuviese que insistir, simplemente, porque no había nadie para decírselo.

Yo no sé si aquí se descubren paralelismos, círculos concéntricos, o, incluso, triángulos amorosos.  Cada vez que hablamos de familias, de hijos, de padres y todo este mondongo me acuerdo de mi tía Tere y su fascinación por Michael Landon, el abnegado y cachondón padre de «La casa de la pradera». Cualquiera que creciese en los 70 sabría lo que era escuchar en casa la cantinela de virtudes de este buen hombre, te llevaba a pensar que todas las madres de esa generación habrían estado secretamente enamoradas de este galán un poco redneck y de pelo rizado,  que lo mismo tocaba un violín que diseñaba una bota ortopédica para la niña cojita. Eso sí, reconocíamos siempre el incondicional apoyo de Caroline que, en medio de la nada, llevaba a esas dos niñas como dos pinceles a aquella escuela blanca y de campana cantarina, por no hablar de su extraordinario don de encontrar cerezas para una tarta cuando la nieve llegaba al nivel de las ventanas de la cabaña. Esto era lo que más nos exasperaba: ¿de dónde saca esta imbécil las cerezas? ¿Somos nosotros una familia disfuncional y problemática-empezaban a ponerse de moda los psicólogos-que no nos pasamos el día dando gracias por nada, que no nos abrazamos y sobeteamos tanto como estas familias de la pequeña pantalla? Qué raros, qué impares, qué secos.

Mi afán por la geometría hace que la escritura siempre se me vaya por la tangente.

Más sobre hijos en este blog: aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí.

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10 pensamientos en “Hijos (7) : la geometría rara y las tartas de cereza

  1. De Tasmania. Las cerezas en pleno invierno vienen de Tasmania, y seguro que también de otros lugares de nuestras antípodas (¿quizá Chile?). El El Corte Inglés las compró ¡mi madre ! (claro) a 27 euros el kilo en Navidades, para echárselas a un pobre pato que esperaba en el horno. (Perdón por la intromisión frívola: ese detalle de tu post también me andaba a mí en la cabeza, hasta que lo dejé solucionado hace un mes)

    • Me encantan las intromisiones frívolas. Bueno, una de las consecuencias de la globalización es poder encontrar casi de todo en cualquier momento del año, lo que a mí me entristece y sorprende a partes iguales. Las naranjas son de invierno, espero las picotas y el melón en verano … De todas formas ¿se imagina usted a la buena de Caroline encargando cerezas a nuestras antípodas? 🙂 Gracias por venir, visito su casa virtual.

  2. Nunca hay que subestimar a los pioneros: de Minnesota a Chile, ¿qué es eso para Charles Ingalls…?. A carreiriña dun can!
    No, en serio. Una de tantas incongruencias de las series de aquellos tiempos. Respecto a las cerezas «globalizadas», le eché una buena bronca a mi madre (en invierno yo no compro ni tomates), bronca que a ella la dejó tan fresca, como si oyera llover; y después me arrepentí de haberle gritado, como siempre, y me comí el pato sin chistar (creo que tu post va más por este camino: mi madre, aunque consiga cerezas en invierno, tampoco «se parece a las de mentira»)

    • Las madres son un género literario en sí mismas, ya lo creo. La mía, al menos. Si se le metiese en la cabeza, estoy segura de que nos convencería de que las cerezas eran de aquí al lado en pleno diciembre. Y yo también creo, sigo creyendo, en los superpoderes de Charles Ingalls, ese sí que era multitarea. 🙂

  3. Leí y me cayo una gran ironía, puede que la vida tenga una orden y geometría mas allá de lo que pensamos, mientras nos ahogamos en el pensamiento de una existencia de caos sin causalidad… ni casualidades

  4. Jake Finn en dijo:

    Me miro al espejo antes de salir de casa y, en un primer vistazo fugaz, constato que no me parezco en nada a mi padre. No tengo su pelo negro y rizado, sus labios finos, su nariz afilada. Secretamente eso me satisface, aunque me inquieta no parecerme tampoco a mi madre. A nadie de mi familia inmediata en realidad. Luego, en el ascensor, descubro con el rabillo del ojo su mirada seria reflejada en mí, el surco que le cruza el rostro desde la mejilla hasta la mandíbula, la postura inadvertidamente altiva. Y, aunque me da cien patadas, acaba por reconfortarme y por hacerme sonreír. Por la calle juego a sorprenderme a mí mismo embozado en el abrigo y la bufanda a ver si es mi padre el que me devuelve el gesto desde los cristales de los escaparates. Le cuento esto mientras acabamos de comer justo en el momento en que los dos rechazamos el postre. Y entonces hablamos de las series americanas y de cómo castigaban a los niños sin postre, y de lo insensato que nos parecía eso. ¿Qué tenían de especial la puñetera manzana, la naranja de temporada que nos daban de colofón, cuando ya estabas saciado y no te cabía nada más? “Cómetela, que es digestiva”, decía mamá usando el dativo ético. Los niños de las series americanas tomaban invariablemente exóticas tartas de cereza después de la comida, poco sabíamos entonces que la fruta que tanto nos abundaba aquí era en aquellos pagos un lujo. Pero, qué demonios, tampoco nos gustan tanto las tartas. Ni a mi padre ni a mí.

    • De mis padres he heredado poquísimos rasgos físicos, al menos aparentemente. Con los años, las cosas que me exasperaban en la adolescencia (las cantinelas de mi madre, la afición de mi padre a cantar por la calle) las he reconocido en mi comportamiento. Gestos que descubro, facetas de mí misma que, incluso, yo desconocía. Mi padre y yo adoramos las patatas y la música; mi madre y yo adoramos la lectura y nadar. De mi padre he ido heredando cierta paciencia y tolerancia ante algunos errores ajenos, de mi madre la autoexigencia. Y creo que sí, que soy en un diez por ciento al menos, un compendio de ambos.
      Me encantan los postres y la tarta de cerezas. Es magnífico que no seamos hermanos, Jake Finn.

  5. una paradoja abrumadora!

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