Anchoas y Tigretones

Caballos y sabuesos

Cuando vas al cine con gafas graduadas de bucear porque has perdido las tuyas. Notting Hill (Roberts&Grant). Foto, sin créditos, de ecartelera.

Esta mañana de domingo entre domingos, escucho una entrevista a Carolina Sarmiento en Efecto Doppler hablando de su última novela, de su trayectoria, de cómo encontrar títulos adecuados. En esos ramales que van abriendo las conversaciones, se refiere a una novela anterior y a esa fantasía de cambio, de huida, que nos sugieren a muchas los aeropuertos, las estaciones de tren. Si viajas a diario, a veces absorta en lo riguroso de los horarios, en la botella de agua olvidada en casa o en no haber descongelado el pollo para la cena, ese glamour de desaparecer, marcharse a la aventura, se evapora un poco, pero solamente un poco. Creo que lo conté alguna vez, mi sentido de la impostura gobierna mucho más y mi fantasía es otra: fingir que soy la persona reclamada con un cartel en la sala de espera de un aeropuerto. Llegas de cualquier sitio y ves a un hombre trajeado, con gorra de plato y un cartel en el que dice» Louise Smith» o «Jane Carrington» o, mucho más punk, uno escrito en coreano o chino, y sonríes, con gran seguridad te diriges a él y te conviertes en un cruce de Zelig, Orlando, Ripley. La nueva identidad, que habría que irse currando sobre la marcha absorbiendo cualquier pequeño dato, detalle o minúscula migaja, es ese reto que pone en mayúsculas la mayor aventura. ¿Hasta dónde llegaría la posibilidad de ser otra antes de ser descubierta? ¿Cómo saber a quién conoces, qué sabe de ti, hilvanar anécdotas o afinidades en una conversación? Qué tarea tan divertida y tan imposible. Hay, ya lo hemos dicho, infinidad de impostores en la ficción, pero mis favoritos son los que no planean, los que han de hacerlo en un pispás, rápidamente, por pura supervivencia o por aceptar de forma precipitada una mano de cartas en una partida de póker imaginaria. No sé por qué, pero tengo en la cabeza a la Carmen Maura de Volver, una rusa manchega que observa todo con sonrisa silenciosa, al Hugh Grant redactor de la imposible Caballos y sabuesos, a quienes usaron una máscara con peor o mejor fortuna debido a un gigantesco malentendido, como aquella película cursi que hemos visto tantas veces, Mientras dormías, con Sandra Bullock (conste que estaba claro que no podía quedarse con el panoli que tenía amnesia). Yo digo esto muy de boquilla, creo que no podría sobrevivir ni cinco minutos a esa incertidumbre, a ese permanente sobresalto de representar un personaje sin fisuras ¿Os acordáis cuando Gerard Depardieu metía la pata en Matrimonio de conveniencia y dejaba escapar un «siempre se me olvida esa respuesta» en aquella decisiva entrevista con los servicios de inmigración? Esa sería yo, la que confesaba haberse fumado una clase al llegar a casa, casi antes de que la amenazadora mirada de mi madre asomase desde el fondo del pasillo. No poder mantener mentiras durante mucho tiempo no me convierte en alguien que exhibe una una honestidad balzaquiana sino, más bien, una muy bartlebyana desidia, una mezcla de pánico y cobardía, un «esto va a salir mal desde el principio», una pesimista predestinación al fracaso, a la ruptura de las pautas establecidas de antemano. Por eso, creo, me fascinan las historias de espías y timos ¿dónde empieza la habilidad del timador, dónde se sitúa la codicia del timado? Y con los espías ¿cómo se consigue esa sangre fría que hace que caigan fronteras sin problema, transportar microfilms (qué maravilla de palabra) y conocer todos los secretos, sin que te impidan dormir o ligarte a treinta churris, de una democracia quebrada?

Sin ser otra, sin asumir los riesgos ni la grandeza del Tinker, tailor, soldier, spy, todas hemos pensado alguna vez, o muchas veces, en la posibilidad de dar un cambio radical, alentadas por esas historias edificantes que pueblan los recovecos de las revistas o redes sociales. Daniel Day-Lewis dejó las mieles del cine para aprender el arte de hacer zapatos a medida, hay ingenieras, diseñadores, políticos incluso que deciden que todo eso del capitalismo fetén como que no, y abrazan las campiñas, las conservas ecológicas, los cultivos sostenibles o los collares de macarrones. Hay una opción a medio camino que es la de las bodegas, que aúnan la llamada campestre y cierto glam decadente. Pero hay otras también mucho más punk, como es darle portazo a todo sin dejar rastro, como en The fall and rise of Reginald Perrin. Creo que no conozco ningún caso, pero está bien siempre tirar de referentes para dar ideas. Quizá no haya que ir tan lejos y pensar en la posibilidad de rellenar todas esas opciones de nuestro propio crucigrama, de dar la vuelta en la carretera (o acelerar y pasar de largo), entendiéndolo como lo más humano del mundo. Soñar con otra actividad, con esa mínima inquietud que puede llegar a definirnos, es casi un asidero y no necesariamente fuente de frustración. En el deseo de ser piel roja hay también una pequeña parcela que reivindica lo propio. ¿Conformismo? Puede ser, a mí me recuerda a lo maravilloso que me resulta siempre volver de los viajes: traigo un bagaje íntimo y soleado de paisajes y vivencias que son hermosas porque las he tenido tan solo un rato, un instante, han sido mías y se han marchado para que yo vuelva a lo prosaico y doméstico, a reconocer las habitaciones de una casa que han sobrevivido a mi ausencia, a reencontrarme con quien se ha quedado y quiera escuchar historias. Creo que es difícil vivir sin soñar con otras posibilidades, incluso las más tangibles: de las casi imposibles ya se ocupa nuestra particular loca de la casa.

¿A que viene todo esto? Bueno, yo iba a escribir sobre la lealtad y la conciencia de grupo y quedará para otra ocasión. Las teclas se han ido por otro lado porque, como no puede ser de otro modo, los apuntes de aquí tienen que ser leves y domingueros, muy de fin de pequeñas vacaciones, algo para pasar la tarde sin mucho pensar. Eso sí, no creo que se nos vaya de la cabeza ahora que hemos vuelto a traerla la imagen de Hugh Grant siendo otro. Desde luego, no sé por qué no estamos todas suscritas a Caballos y sabuesos: ¿hay mayor impostura que leer una revista de la que no entiendes absolutamente nada?

LEO

De mis recomendaciones favoritas de estos días es Fago o que podo de Afra Torrado (Rodolfo e Priscila). Es genial: divertida, original, con un trazo estupendo y que juega con cuestiones tan serias como el síndrome de la impostora o las reglas dolorosas como con fantasías de señoras que se despiertan un día con barba y todo lo que viene a partir de ahí. De verdad, de lo más estupendo que he leído este año. Por necesidades del guion de la vida, y de ser jurado de un premio literario, estoy ahora inmersa en una espiral de lectura de la que hablaré cuando se fallen los premios. De momento, y siguiendo la línea bibliográfica para una charla que dimos en la biblioteca de Os Rosales sobre cultura de la cancelación, recomiendo dos ensayos: Monstruos de Claire Dederer (separación obra y artista) y La cultura de la cancelación en Estados Unidos, de Costanza Rizzacasa d’Orsogna.

VEO

Pues, como muchas otras espectadoras, me ha conmovido El maestro que prometió el mar y me dejó descolocada Un amor. Esto si queréis lo discutimos con café de por medio.

ESCUCHO

Sigo fiel a mis podcasts de cabecera (Punzadas, Deforme..) y acabo de descubrir Historias de café y cafés con historia (gracias a una recomendación de Ivoox). Gracias a María Cousillas llegué a esto:

La nostalgia del momento que vives

Foto de Raimond Klavins en Unsplash

(Este año no hay cuento de Navidad, hay un post escrito a trompicones, a salto de mata entre varios días. Los cuentos y sobre Navidad se pueden recuperar en el buscador del blog si alguien se aburre y desea hacer arqueología digital).

Hoy es 26 de diciembre, san Esteban. Un día después de Navidad, dos después de Nochebuena. Todos los años lo mismo sobre si nos gusta o detestamos esta parte del año que ya va empezando su camino hacia un sumidero, el del final del calendario. Hay en el 26 un alivio para muchos, es la mañana siguiente que tiñe de normalidad, para quien no tenga vacaciones escolares, lo extraordinario. Con las luces todavía encendidas, parece que lo que resta de año ya puede ser un «no queda nada», un «ya llega el final». Las calles atestadas, la cola enorme en la tienda de Navidad de Zara, los cucuruchos de castañas. Todo eso termina con un enero que, lo siento T.S. Eliot, sí es el mes más cruel. Yo he contado muchas cosas, a veces sintiéndome culpable, sobre la Navidad. Me gusta. Y mucho. La Navidad me permite tirar de ese tirabuzón que mezcla a los Pogues (never forget el funeral de Shane MacGowan y Glen Hansard cantando Fairytale of NY en versión completa), los buzones de cartas para los Reyes Magos, esperar al día 10 o así para poner el árbol de Navidad, unos cohetes que traía mi padre de una papelería del barrio (¿era Porvén o era otra?) y que, en su corta trayectoria, dejaban un reguero de regalitos absurdos que se convertían en el centro de atención : un silbato, un diminuto tebeo de tres hojas, una horquilla para el pelo. La Navidad era también cómo nos distraían a todos los primos juntos antes de Reyes para poder comprar regalos, era lo más hermoso para una hija única: con todas las primas, en casa de las tías, celebrando el día 1 en un salón atestado, con mesas y sillas añadidas. Pero stop costumbrismo. Los recuerdos son privados y a la vez poco originales, son patrimonio generacional (muñecas de Famosa, niños de san Ildefonso en la radio, el especial de Martes y Trece). Y nada más detestable que restregar siempre lo ya conocido con nuestro expediente de EGB debajo del brazo. Caspa free, please.

Siempre, en cualquier celebración, en cualquier momento pleno, se dispara un anclaje extraño a una nostalgia futura. Un instante en el que sabes, reconoces, que todo eso es único, que tienes la inmensa fortuna de vivirlo. No es cursilería, es la construcción de un recuerdo, pero de forma consciente. No solamente en Navidad: con momentos muy felices y quizá, y solamente quizá, esa construcción tenga que ver con el «la felicidad de hoy es el dolor de mañana, ese es el trato». Cuando C.S. Lewis escribió esto en A grief observed, ya estaba tocado por la ausencia, inmerso en un duelo que ponía por escrito como un modo extraño de expiar aquella felicidad vivida que ahora sentía como culpable, como parte de una vida ya asombrosa por extraña y ajena. ¿Quiénes somos cuando observamos desde otro lugar esos momentos que ya sabíamos que nos iban a conmover, a provocar una dulzura algo hiriente, a hacernos temblar? Somos nosotros, joder, ya mayores y reconociendo que el trato es tirar de ese sedal con cautela, no es ajeno, lo llevamos en el zurrón de Papa Noel o en el oro, incienso y mirra de los Reyes Magos. Pienso en la película en super8 de Annie Ernaux, también en la Navidad galesa de Dylan Thomas, en cualquier ejercicio de memoria que se zambulla en esa melancolía dulzona para ponerla a raya: hay que domesticar toda esa nostalgia para no caer nosotros en nuestro propio sumidero de final de calendario. En ese Lego algo endeble con el que jugamos a moldear nuestra futura melancolía están también los posibles adioses, las desconocidas últimas veces, los quién sabe del año que viene. En mi lista de «debe» está aquel whatsapp hablando de un partido de tenis que yo dejé a medias por pereza, aquella tarde prometida explicándote Twitter y que se perdió también, los trabajos y los días que me fueron alejando y que hacen que ahora todo lo nimio, el mínimo rescoldo de lo compartido, aparezca como el resorte cruel de una caja de sorpresas, como la lista de la compra olvidada en la cocina antes de bajar al súper, como aquellas entradas de cine tan marchitas que aparecían en bolsillos de abrigos al año siguiente, haciéndonos sonreír y otras veces llorar. Ahora, y solamente ahora, todo lo pequeño se engrandece para usurpar las atestadas agendas, para hacernos parar y volver hacia atrás, para tirarnos un poco de las orejas. Decía Quevedo que solo lo fugitivo permanece y dura: el recuerdo que asalta tiene el poder de quedarse a vivir con nosotros, asomando de forma esporádica, siendo a medias Grinch y Papa Noel.

Y cuadrando el círculo, queda una semana para volver a esa natural rutina de los eneros, a guardar esa caja de adornos del árbol en ese lugar donde no moleste el resto del año. Ojalá poder meter ahí y no recuperar todo lo incumplido. Lo que sí guardamos es esa llama de nostalgia futura, la que avivaremos cuando, al subirnos de nuevo a lo alto del armario para recuperar adornos y memorias, vendrá como el fantasma de las Navidades pasadas, presentes y futuras a emocionarnos y también a dar un poco por saco. Porque nostalgias, melancolías y construcciones de recuerdos son eso al cincuenta por ciento: emoción y dar por saco. Como todos los Años Nuevos.

Feliz nostalgia futura y feliz 2024.

El portátil de Lip Gallagher

Lip Gallagher en la Uni (foto de Buzzfeed)

En esa comedia amarga que es Shameless, Lip, el tranquilo e inteligentísimo segundo hermano que mezcla adecuadamente sensatez, supervivencia y un lumpen algo cool, consigue llegar a la Universidad. Digo «consigue» porque todo estaba en contra para quien viene del sur de Chicago y de una familia a la que el manoseado adjetivo «desestructurada» ( a fin de cuentas: ¿qué es la estructura familiar?) le queda pequeño o grande, porque eso, la verdad, nunca se sabe. Lip llega con esa coraza de soberbia de quien ha tenido que desapegarse de afectos como de cualquier certeza o estabilidad: vives el día a día y te ganas un dinero presentándote al SAT en lugar de hipervitaminados atletas de tu high school. En una brevísima y quizá olvidable, no para mí, escena, Lip llama por teléfono desde una cabina a uno de aquellos deportistas que sueñan con animadoras y poco con medias académicas para decirle que ha conseguido un magnífico score y añade en lo que adivino un poso de tristeza: «envíame una postal desde Stanford». A diferencia de Will Hunting, al que come la rabia y la velocidad, Lip es un Segismundo que ha asumido un destino desangelado de chico de barrio que, ya lo hemos dicho, sobrevive como puede y como cree que debe, exudando sobresalientes y brillantez intelectual sin que importe a nadie, ni a él mismo. Un buen día los hados, madrinos o no, y resumo mucho para no ponerme pesada, lo sitúan ya en esa Universidad en la que estudiar Física, en la que pensar en la robótica, en la posibilidad de que todo ese talento y brillantez, beca completa mediante, ayuden en ese ascensor social, en esa meritocracia, en esa idea repugnante del «si quieres, puedes» y en pensar que compartir las mismas coordenadas de tiempo y espacio te van a situar en la misma línea de salida que quien puede pagar una completa tuition, quien viene ya de una élite que ya ha acolchado un cómodo futuro, que ha asegurado el sillón en los lugares de poder. Cuando veía en la pantalla a Lip corriendo para lavar sus únicos vaqueros o pidiendo prestado un portátil, enlazando trabajos para completar esa ansiada beca, recordé una conversación que tuve hace algunos años. Alguien que, por fortuna, eso desde luego, se había beneficiado de aquella explosión de política educativa de los 80, decía, con algo de amargura, que las becas deberían incluir un plus que se llamase «vida social». Ante mi estupor, comenzó a enumerar no solamente las carencias que había tenido en su infancia y juventud para acceder a la cultura (nulo o precario acceso al cine, por ejemplo, antes del vídeo doméstico y, desde luego, mucho antes de internet), sino el hecho de que, en las conversaciones con compañeras y compañeros, si salía, por ejemplo, La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, él daba un paso atrás. Sabía que no podría participar porque tendría que esperar a que el libro llegase a la biblioteca, a poder tener acceso, leerlo y, cuando lo hubiese hecho, seguramente ya las conversaciones de candidatos al éxito girarían en torno a otra novedad, ávidos y airados como somos en esos años, deseosos de dejar atrás muchas cosas. Esa sensación de ir de prestado a pesar de ser conscientes de la oportunidad de formarse, ese germen del síndrome de la impostora, esa cuerda floja de la aceptación y el desarraigo. La pobreza académica, Lip lo sabe, existe, y no tiene que ver solamente con tener un portátil o no. Tiene que ver con la autoexpulsión de ese pequeño paraíso de oportunidades porque todo, absolutamente todo, señala las casillas vacías, los referentes borrosos o inexistentes: la música que has escuchado, la ropa con la que te han vestido- aquel bañador que le hace a Elena su madre en L’amica geniale para ir a una hermosa playa como cuidadora de niñas y que ni ella misma sabe que es antiguo, feo y horroroso- y la elaboración de un cierto gusto, el conocer según qué protocolos. Y sí, claro, existía la radio con distintas emisoras y las revistas, pero existen, sobre todo, los referentes del día a día, de la banda sonora musical de radios y armarios, esa es la que nos conforma. Es posible, es altísimamente posible, que si en tu casa se escucha Radio 3 crezcas sabiendo quienes son The Smiths, Teenage Fan Club, Pavement. Y que si no los conoces, sientas algo de vergüenza, porque quizá hacías los deberes en una mesa camilla con brasero y en tu casa se escuchaba a Lucho Gatica. En esa genialidad que es Yeguas exhaustas de Bibiana Collado hay un momento- ¡hay tanto que decir de esta novela magnífica!- donde la soberbia musical, ese relegar a la recién llegada a un rincón, se impone por medio de algo que quienes detentan ese poder utilizan a menudo: el test musical, qué conoces, esto te suena, lo has escuchado. Y no, no sabes, sientes el desamparo de estar en un páramo social, en tu propia y única tierra de nadie. La desubicación (ojalá nos sintiésemos o fuésemos un poco Ripley ante esas humillaciones) nos puede desplazar o sentir que el suelo firme que pisamos se convierta en arenas movedizas, sobre todo cuando todo el terreno conquistado, esa colina que hemos subido con tanto esfuerzo y que creíamos haber coronado, se desmorona bajo nuestros pies y al compás de las risotadas de quien ya, de alguna manera, es verdugo y vencedor. Quizá, como decía Tancredi, demasiadas cosas tienen que cambiar para que todo siga siendo igual. Y quizá, de nuevo quizá, la conciencia de clase funcione de forma restrospectiva, cuando la apatía o la costumbre hacen que la diferencia no agreda.

¿A dónde voy con todo esto? A que la educación en nuestro país es universal, gracias a las diosas. Pero que hay techos, de cristal o cemento, para alcanzar determinados Olimpos y no todo termina con el título ni con el mejor de los expedientes. Hay escuelas elitistas donde se crean los tejidos de los futuros poderes, las alianzas de lo que llamamos triunfo, el reparto de tareas dentro del privilegio. Todo atado y bien atado desde la infancia. Saltar esa falla inmensa, abordar desde abajo, por supuesto que es posible. Pero el objetivo de la educación universal, de la democracia, de la igualdad en estado más puro es que la anécdota o lo extraordinario deje de serlo. O eso o que este país, el país que yo quiero, deje de ser, de una vez por todas, un país de señoritos, de hijos de los dueños. Porque el contexto, casi siempre, sigue superando al expediente. Y eso es en lo que hay que trabajar.

Batiburrillos de cosas que leo, escucho, veo

Yeguas exhaustas de Bibiana Collado yo la pondría de lectura obligatoria en coles privados pijos. Mucho me temo que no la entenderían, pero podría situar a los nepobabies en el filo de esa incomodidad del «R u talking to me?». Conciencia de clase, casta universitaria maltratadora y buenísima escritura a raudales. La edita Pepitas de Calabaza.

La luz difícil de Tomás González. El abismo al que nos asomamos cuando la pérdida es inevitable En ese lugar resbaladizo, cuando aferrarse al pasado ya no es un salvavidas y las decisiones son duras pero no tomarlas, mucho más, se mueve esta novela que podría leerse como dos testimonios en dos tiempos: la paternidad, la vejez y la soledad son compañeras de los recuerdos de una vida familiar y de pareja plena y original. Más Tomás González, por favor, Sexto Piso.

Damas, caballeros y planetas de Laura Fernández. Nos quedamos con la miel en los labios de poder presentar, conversar y reír a carcajadas con Laura por una inoportuna neumonía que nos hizo aplazar la presentación en Coruña. Yo creo, efectivamente, que todo mejora con dinosaurios, y que las cafeteras, la s mejores escritoras de las galaxias, lo verosímil y lo veraz son capas de una ficción gozosa donde, como decía Humpty Dumpty, lo que importa es el que manda y lo que tú creas en esta pléyade de habitantes de planetas lejanos profundamente humanos en su extrañeza, en su ridiculez, en su sarcasmo, en lo divertidos( y demoledores) que son. Un festín absoluto.

Shameless He visto la versión americana, con Jeremy Allen White que, con sus ojos de pícaro desamparo, dicen los mentideros que ha enamorado a nuestra Rosalía. Ay, ojalá, me encantan estos crossovers del salseo y me dan la vida las fotos de los dos en chándal.

Vidas pasadas Tengo sentimientos encontrados sobre esta película coreana que está teniendo tanto éxito. Me ha emocionado muchísimo (las historias a lo «yo exfuturo» que decía Henry James, me apasionan), pero me sobra el NY de postalita indie. Eso sí, el uso de los silencios, de la elipsis, es extraordinario, aunque me descorazona bastante la relación entre Nora y Arthur. Ellos son también dos islas que forman un pequeño archipiélago aislado de casi todo.

El juez Aurelio de Teresa Uriarte. Siempre me pregunto, ante casos como los de Teresa Uriarte, qué habría sucedido si sus hijas no hubiesen recopilado todos sus escritos tras su fallecimiento. La respuesta es obvia: nos habríamos perdido un libro extraordinario en su sencillez. Gracias a Tránsito editorial por darle luz.

Small things like these Claire Keegan Alguien dijo de esta novela que era un tenebroso cuento de Navidad y creo que es una buena definición. El poder de la Iglesia, el silencio cómplice de toda una sociedad ante un estado de las cosas que no solamente se da por bueno, es el que es y no se cuestiona. Hasta que alguien señala que detrás de determinados comportamientos hay víctimas. El telón de fondo son las Magdalene laundries y el régimen de semiesclavitud en el que vivían mujeres y niñas detrás de los muros de estos conventos. Y la determinación de un hombre cualquiera por cambiar la historia con un pequeño gesto.

Cada vez escucho menos podcasts, quizá estoy un poco saturada. Pero no podía terminar hoy sin recomendar que escuchéis, con emoción y cariño, el último episodio de Los Hermanos Podcast. Después de tantos episodios, de la compañía que me hicieron en el confinamiento con aquella locura que era «The Hunter», escuchar la voz de Hematocrítico, semanas después de que se fuese a mí me sigue emocionando y también desconcertando, a partes iguales. Mi cariño a Nus y Noel, compañeros de fatigas de Hemato en este podcast que siempre ha estado entre mis favoritos.

Bombones bajo la servilleta

Abrí los ojos para ver la sorpresa prometida. Yo llevaba unos guantes de manopla, aquellos que tan de moda estuvieron en los setenta y que se compraban en los puestos del callejón al lado del teatro Rosalía de Castro. Y allí, en medio de aquel cuero rematado con borreguillo grisáceo, un pequeño tren de madera. Seis vagones diminutos, en seis colores, el blanco con un «milk» destacado en el centro. Un chico, más que chico casi niño, de sonrisa abierta, esperaba mi reacción algo nervioso. «Es muy bonito», fue lo único que acerté a decir. «Muchas gracias». E inicié de nuevo aquel paseo de adolescentes pseudoenamorados con la cabeza gacha, recuperando el recorrido de piedras grises y aire húmedo, de rocas marinas y besos furtivos en la calle de los vinos, allí donde era más difícil que alguien te descubriese labio contra labio. Aquel tren, como casi todos los regalos, decía mucho de quien me lo había entregado esperando mi sorpresa, mi alegría, el pulsar un resorte de emoción que despertase un vínculo que, como casi siempre en la adolescencia, no sabes si existe o no sabes si quieres que exista, ese vértigo de lo nuevo. Yo no fui capaz de abrazar a nadie aquella tarde de noviembre, solamente guardé ese tren en el bolsillo de mi trenka. Durante años me acompañó en una aventura transatlántica y en un helado ático compostelano, volvió a casa de mis padres porque a mi madre le divertía muchísimo aquella miniatura de viajes imposibles e imaginarios. En una nueva aventura de cajas y maletas, aquella que parecía más definitiva que los demás, el tren perdió algún vagón, tuvo su espacio provisional en una estantería mal montada de Ikea y, en algún reparto de libros y discos, se cambió de lugar, lo perdí de vista, empezó a ser un recuerdo difuminado para, finalmente y en la hasta ahora última mudanza, desaparecer y permanecer como la idea del buen regalo, de los objetos diminutos que han alegrado espacios de casa con su equipaje de recuerdos y días felices.

He estado escuchando a Javier Aznar en conversación con Leticia Sala sobre muchas, muchísimas cosas que me apasionan como Nueva York, el material para la ficción y, ahí estamos, el buen regalar. El buen regalar es más que un arte y que una actitud: es rebuscar en la memoria aquello que el destinatario del regalo mencionó alguna vez como deseable, como hermoso. o, mejor, aún, encontrar aquello que el regalado desconocía necesitar y adorar. Va más allá de los objetos, de los libros o camisetas, de los bonos de masajes y de las cestas con delicatessen. A la buena regaladora, buscar lo perfecto, lo que puede provocar no tan sólo sorpresa sino entusiasmo, es el objetivo: no es el fin en sí mismo, no es tachar aniversarios, es rendir homenaje al amor y a la amistad, a ese «te conozco, te quiero y aquí está el resultado de mi búsqueda, de mi escucha, de mi cariño por ti». No hay nada más frustrante para una buena regaladora que encontrarse con una cara de póker, con la indiferencia, con esa gélida cortesía algo inglesa que lleva a bajar la vista, doblar un jersey o chal, reenvolver en el papel rasgado y musitar un desabrido «gracias». Qué espantito de gente.

Y a la buena regaladora, claro está, le apasiona que le regalen, sorprendan, mimen. He tenido paquetitos delicados que me han esperado, agazapados, en la mesa de mi despacho, al llegar a trabajar. Unos patines escondidos en un armario, a los que había que llegar siguiendo unas cuidadosas instrucciones y un mapa (gracias por aquellos días de Reyes). Un chal y una manta que llevaron su tiempo de calceta, un cumpleaños sorpresa en el spa, una camiseta verde chillón igual a una que llevó Kim Gordon en un concierto. Poco hablamos, también, de pequeñas o grandes alegrías de los bombones bajo la servilleta, de la nota escrita apresuradamente, antes de salir corriendo, en la que nos dejan un beso para sobrellevar la cuesta empinada de lo cotidiano. Esa cuesta que tiene un martes de mierda, con el fracaso de la idea de ser millonaria y hacer lo que te salga del centro de gravedad. Habría, quizá,que hablar del vacío cuando dejas de recibir ese tentempié- yo, que tanto me he quejado de aquellas llamadas de domingo a las diez de la mañana, me parecía un coñazo dar el parte de que estaba bien porque sí- pero sí es pertinente saber que ocupan un lugar no adscrito, son optativas, producto de ese cariño que, muchos años después y tan sólo a veces, no sabes por qué mereciste.

En esta homilía que me he marcado hoy, a fin de cuentas es mi espacio, no tengo jefe ni horario ni fecha en el calendario y escribo lo que me da la gana, los regalos y la alegría que proporciona hacerlos y recibirlos están en el eje central, pero he ido derivando hacia otro lugar. Hacia todo aquello diminuto, casi imperceptible, esos salvavidas del día a día que transforman lo gris en algo mucho más luminoso. Los bombones debajo de la servilleta, vaya. Con casi la certeza de caer en el olvido pronto, de no tener esa trascendencia de lo señalado, los bombones debajo de la servilleta recuerdan siempre que estamos vivas para muchas personas, para su tiempo y para lo compartido. Quienes ponen bombones bajo tu servilleta son primos hermanos, quizá, de quienes encontraron un tren diminuto de madera en un mercadillo y pensaron que te haría sonreír, que brillaría en medio de tus manoplas de cuero con borde de borreguillo grisáceo, que estarían, de algún modo, en tus lugares en el mundo, acompañándote. Esos son los grandes regalos.

LEO:

Los ignorantes : historia de una iniciación cruzada de Etienne Davodeau (La Cúpula). ¿Qué tienen en común un dibujante y guionista de cómics y un viticultor? ¿Cómo pueden retroalimentarse ambos mundos, darse caña mutuamente y deducir que ambos son imprescindibles el uno para el otro por el aprendizaje que va detrás? De enriquecerse con saberes muy ajenos, de tolerancia y de curiosidad va este tebeo, que llegó a mí en magnífico regalo, con puesta en escena incluida, de Diana Pastoriza, a quien he conseguido desvirtualizar en Coruña. Gracias por traerme a ese viaje.

Las madres no de Katixa Aguirre (Tránsito editorial). Había escuchado muchísimos elogios, pero no me había llegado el momento de leerla. Fue después del encuentro de las afinidades electivas en Berbiriana, con Ismael Ramos, que me apeteció.. ¿Es la maternidad un seguro de vida para los propios hijos o, mejor dicho, que hay más importante para una madre que sus propios hijos? ¿ Y si la creación literaria, el escribir, es una pulsión mayor y necesaria que la que va aparejada a la maternidad, no la excluye, pero la sitúa en otro plano no tan excluyente? Con el telón de fondo de una investigación sobre parricidio, la precariedad y las ideas preconcebidas sobre las bondades de dar vida, son tan solo dos de las muchas reflexiones que esta fantástica novela-ensayo plantea. Y que quizá no ofrezca respuestas.

VEO

Todo el mundo está hablando de Poquita fe, pero es que lo merece. Cuadros de Franco, besos a guardias de seguridad, hastío, banalidad y la cómica pereza de lo cotidiano. Una absoluta genialidad, un regalito 😉

ESCUCHO

Recomiendo la conversación que cité arriba entre Javier Aznar y Leticia Sala en Hotel Jorge Juan. Y si os va lo kitsch, periférico y artefactos desordenados, las cámaras de maravillas y el encanto de lo marginal, cómo no rendirse al podcast de editorial La Felguera, Brutalismo.

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