Caballos y sabuesos
Esta mañana de domingo entre domingos, escucho una entrevista a Carolina Sarmiento en Efecto Doppler hablando de su última novela, de su trayectoria, de cómo encontrar títulos adecuados. En esos ramales que van abriendo las conversaciones, se refiere a una novela anterior y a esa fantasía de cambio, de huida, que nos sugieren a muchas los aeropuertos, las estaciones de tren. Si viajas a diario, a veces absorta en lo riguroso de los horarios, en la botella de agua olvidada en casa o en no haber descongelado el pollo para la cena, ese glamour de desaparecer, marcharse a la aventura, se evapora un poco, pero solamente un poco. Creo que lo conté alguna vez, mi sentido de la impostura gobierna mucho más y mi fantasía es otra: fingir que soy la persona reclamada con un cartel en la sala de espera de un aeropuerto. Llegas de cualquier sitio y ves a un hombre trajeado, con gorra de plato y un cartel en el que dice» Louise Smith» o «Jane Carrington» o, mucho más punk, uno escrito en coreano o chino, y sonríes, con gran seguridad te diriges a él y te conviertes en un cruce de Zelig, Orlando, Ripley. La nueva identidad, que habría que irse currando sobre la marcha absorbiendo cualquier pequeño dato, detalle o minúscula migaja, es ese reto que pone en mayúsculas la mayor aventura. ¿Hasta dónde llegaría la posibilidad de ser otra antes de ser descubierta? ¿Cómo saber a quién conoces, qué sabe de ti, hilvanar anécdotas o afinidades en una conversación? Qué tarea tan divertida y tan imposible. Hay, ya lo hemos dicho, infinidad de impostores en la ficción, pero mis favoritos son los que no planean, los que han de hacerlo en un pispás, rápidamente, por pura supervivencia o por aceptar de forma precipitada una mano de cartas en una partida de póker imaginaria. No sé por qué, pero tengo en la cabeza a la Carmen Maura de Volver, una rusa manchega que observa todo con sonrisa silenciosa, al Hugh Grant redactor de la imposible Caballos y sabuesos, a quienes usaron una máscara con peor o mejor fortuna debido a un gigantesco malentendido, como aquella película cursi que hemos visto tantas veces, Mientras dormías, con Sandra Bullock (conste que estaba claro que no podía quedarse con el panoli que tenía amnesia). Yo digo esto muy de boquilla, creo que no podría sobrevivir ni cinco minutos a esa incertidumbre, a ese permanente sobresalto de representar un personaje sin fisuras ¿Os acordáis cuando Gerard Depardieu metía la pata en Matrimonio de conveniencia y dejaba escapar un «siempre se me olvida esa respuesta» en aquella decisiva entrevista con los servicios de inmigración? Esa sería yo, la que confesaba haberse fumado una clase al llegar a casa, casi antes de que la amenazadora mirada de mi madre asomase desde el fondo del pasillo. No poder mantener mentiras durante mucho tiempo no me convierte en alguien que exhibe una una honestidad balzaquiana sino, más bien, una muy bartlebyana desidia, una mezcla de pánico y cobardía, un «esto va a salir mal desde el principio», una pesimista predestinación al fracaso, a la ruptura de las pautas establecidas de antemano. Por eso, creo, me fascinan las historias de espías y timos ¿dónde empieza la habilidad del timador, dónde se sitúa la codicia del timado? Y con los espías ¿cómo se consigue esa sangre fría que hace que caigan fronteras sin problema, transportar microfilms (qué maravilla de palabra) y conocer todos los secretos, sin que te impidan dormir o ligarte a treinta churris, de una democracia quebrada?
Sin ser otra, sin asumir los riesgos ni la grandeza del Tinker, tailor, soldier, spy, todas hemos pensado alguna vez, o muchas veces, en la posibilidad de dar un cambio radical, alentadas por esas historias edificantes que pueblan los recovecos de las revistas o redes sociales. Daniel Day-Lewis dejó las mieles del cine para aprender el arte de hacer zapatos a medida, hay ingenieras, diseñadores, políticos incluso que deciden que todo eso del capitalismo fetén como que no, y abrazan las campiñas, las conservas ecológicas, los cultivos sostenibles o los collares de macarrones. Hay una opción a medio camino que es la de las bodegas, que aúnan la llamada campestre y cierto glam decadente. Pero hay otras también mucho más punk, como es darle portazo a todo sin dejar rastro, como en The fall and rise of Reginald Perrin. Creo que no conozco ningún caso, pero está bien siempre tirar de referentes para dar ideas. Quizá no haya que ir tan lejos y pensar en la posibilidad de rellenar todas esas opciones de nuestro propio crucigrama, de dar la vuelta en la carretera (o acelerar y pasar de largo), entendiéndolo como lo más humano del mundo. Soñar con otra actividad, con esa mínima inquietud que puede llegar a definirnos, es casi un asidero y no necesariamente fuente de frustración. En el deseo de ser piel roja hay también una pequeña parcela que reivindica lo propio. ¿Conformismo? Puede ser, a mí me recuerda a lo maravilloso que me resulta siempre volver de los viajes: traigo un bagaje íntimo y soleado de paisajes y vivencias que son hermosas porque las he tenido tan solo un rato, un instante, han sido mías y se han marchado para que yo vuelva a lo prosaico y doméstico, a reconocer las habitaciones de una casa que han sobrevivido a mi ausencia, a reencontrarme con quien se ha quedado y quiera escuchar historias. Creo que es difícil vivir sin soñar con otras posibilidades, incluso las más tangibles: de las casi imposibles ya se ocupa nuestra particular loca de la casa.
¿A que viene todo esto? Bueno, yo iba a escribir sobre la lealtad y la conciencia de grupo y quedará para otra ocasión. Las teclas se han ido por otro lado porque, como no puede ser de otro modo, los apuntes de aquí tienen que ser leves y domingueros, muy de fin de pequeñas vacaciones, algo para pasar la tarde sin mucho pensar. Eso sí, no creo que se nos vaya de la cabeza ahora que hemos vuelto a traerla la imagen de Hugh Grant siendo otro. Desde luego, no sé por qué no estamos todas suscritas a Caballos y sabuesos: ¿hay mayor impostura que leer una revista de la que no entiendes absolutamente nada?
LEO
De mis recomendaciones favoritas de estos días es Fago o que podo de Afra Torrado (Rodolfo e Priscila). Es genial: divertida, original, con un trazo estupendo y que juega con cuestiones tan serias como el síndrome de la impostora o las reglas dolorosas como con fantasías de señoras que se despiertan un día con barba y todo lo que viene a partir de ahí. De verdad, de lo más estupendo que he leído este año. Por necesidades del guion de la vida, y de ser jurado de un premio literario, estoy ahora inmersa en una espiral de lectura de la que hablaré cuando se fallen los premios. De momento, y siguiendo la línea bibliográfica para una charla que dimos en la biblioteca de Os Rosales sobre cultura de la cancelación, recomiendo dos ensayos: Monstruos de Claire Dederer (separación obra y artista) y La cultura de la cancelación en Estados Unidos, de Costanza Rizzacasa d’Orsogna.
VEO
Pues, como muchas otras espectadoras, me ha conmovido El maestro que prometió el mar y me dejó descolocada Un amor. Esto si queréis lo discutimos con café de por medio.
ESCUCHO
Sigo fiel a mis podcasts de cabecera (Punzadas, Deforme..) y acabo de descubrir Historias de café y cafés con historia (gracias a una recomendación de Ivoox). Gracias a María Cousillas llegué a esto: