Anchoas y Tigretones

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La mejor foto

Para Ignacio, desde un muro reservado a Banksy.

Foto de Dan Cristian Pădureț en Unsplash

Recuerdo una canción de hace unos años sobre el dolor del miembro fantasma, ese retorcido relámpago que acecha en las extremidades para recordarnos que, de perderlos, somos seres incompletos. Estoy, desde hace días, notando ese dolor, esa ampliación del eco de una voz en el vacío en el que antes conversábamos. No sé cómo van a ser los días sin recibir tus whatsapps sobre lo más diverso, enviándome temas de jazz, haciendo tus comentarios sobre este bloc de notas, disperso y sin periodicidad, que tú tanto valorabas. No éramos tan amigos como hermanos, ni siquiera teníamos esa amistad constante en su equilibrio que suele venir de la juventud compartida: nos conocimos en mundos digitales, nos desvirtualizamos pronto gracias a la cercanía de nuestras ciudades y eran nuestros encuentros esa divertida y genial fiesta de no cumpleaños de comidas loquísimas y detalles de cariño. Recuerdo, qué delgado eras, cómo corriste un día hacia tu coche bajo la lluvia porque habías olvidado un libro que me traías, un libro gastado y personal, aquel Olvidado rey Gudú de Ana María Matute en una edición de Círculo de Lectores. La lluvia no nos dio tregua mientras yo desempaquetaba rápidamente aquel tomo por el que habían pasado ya varios inviernos y que iba a cambiar de estantería. Otra vez, apartando los periódicos que leías cuando esperabas en cafeterías, yo correspondí con el de Bowie de Simon Critchley, ese ensayo delicado y certero sobre la pérdida, sobre las coincidencias, sobre la fascinación, sobre ser fan y devoto. Hablamos tanto de ese libro que lo gastamos, y te recuerdo en la terraza del Dársena fumando y diciendo, tanto te parecías a veces a Sebastian Flyte, que el dandysmo era saber llevar una americana sobre los hombros con clase y estilo como había hecho alguna vez Brian Ferry. Hablamos de Meisel, de aquella inolvidable exposición de Norman Parkinson en la Barrié, de la madre de Uma Thurman. Pocas personas he conocido tan generosas en su modo de escucharme, yo, que siempre invado y abro tantas conversaciones a la vez. Reías mucho y asentías, recomendando lecturas y discos, hablando de Federer, al que adorabas, de aquel vecino con síndrome de Diógenes que te obligó a cambiarte de casa, tú tan territorial y apegado a lo familiar. Describías la nueva casa, como una plaza soleada con una cafetería con terraza y un kiosko cerca, «es lo básico, Lorena, tomar un café con los periódicos y revistas, intimar con los kioskeros, tan importante». Fui contigo a algún concierto donde lloramos de risa con los divertidísimos Antílopez, conocí a tu pandilla en un día ferrolano lleno de sol y risas. Envidiaba mucho esa familia paralela que tenías, además de la tuya, a la que adorabas: esos amigos siempre dispuestos, siempre los unos para los otros (aquel whatsapp en el que contabas que «llevabas un año de rosmón, sin cuidar de mi gente, eso no tiene perdón de Dios»). Cómo te hacías querer a pesar de aquellos silencios en los que respetábamos las pausas, la intensidad pequeña, la delicadeza. Por eso no me extrañó no saber de ti en un tiempo, pero sí cuando dejaste de responder, cuando vi que no tenías ya actividad en ningún lado. Y me lo contó tu hermana, a la que escribí, entre sollozos (nunca me perdonaré el mal rato que le hice pasar, perdóname, Montse): te habías ido sin hacer ruido, durmiendo, en esos incomprensibles puntos y finales, tú, siempre preocupado por el paso del tiempo, por llegar a la vejez con dignidad, qué pasó que no hemos podido saber cómo seríamos los dos de viejos, si viviríamos en esas comunas para mayores cuidándonos todos, viendo películas, hablando siempre de todo lo pasado como si fuese un patrimonio de otros, algo magnificado y un poco ridículo. Como seríamos, quién sabe, nosotros que nos hemos reído tanto, que nos hemos también tragado tantas lágrimas, cómo sería esa vejez de amigos y paseos, ya no lo sabremos, ese vértigo que da la ignorancia de no poder contar con otros, con la bondad, con la escucha.

Aquel día de sol ferrolano, en las Meninas, me hiciste una foto frente al mural de los guardias civiles besándose, en el hueco reservado para Banksy. Me las enviaste de noche, yo las vi y pensé que una de ellas era de las mejores fotos que tenía, en la que yo era más yo. Te lo dije: «Creo que es mi mejor foto, o si no, de las mejores». Y puedo y quiero recordar todo ese sol y cómo preparabas las tomas con mimo, como ese instante que siempre ha pasado ya y no puede capturarse, que ya es otro. Nos hicimos selfies tontos que borramos, sacando la lengua, haciendo el bobo. Los borramos, qué lástima. Yo seré siempre, en la memoria de una cámara de fotos, en un álbum tan liviano como ese Instagram en el que envidiamos vidas y decoramos la nuestra, aquella que sonreía, que se apoyaba levemente en un muro, que no pensaba en muertes ni en ausencias, que todo, ese día.y siempre, estaba por hacer. La vida, desde este pasado miércoles, es ya y será siempre otra. Pero la memoria, «esa fuente de dolor» me trae fogonazos de instantes hermosos, del último agosto y los cócteles en Miss Maruja, de la promesa de llevarte Agua y jabón de Marta Riezu, de hablar de Pollock y de Leonor Watling, de tanto, de nada. Mientras tenga memoria habrá siempre un hueco para recordarte enfocando, para recordarme yo también a mí misma, en esa amistad delicada y breve que tuve contigo. Gracias por tanto, gracias también por hacerme, un día de verano, mi mejor foto.

Jugar al parchís

Qué candor tienen los aniversarios. Me avisa WordPress, este cuaderno de prestado digital en versión básica y gratuita, que hoy hace once años que estoy con ellos, huyendo de una posible hecatombe en otra plataforma. Con mi escasa, aún hoy once años después, experiencia digital, me sentía como empezando una nueva partida de parchís, avergonzada del atrevimiento, sin comerme las fichas de nadie y la cabeza gacha, igual que cuando las niñas mayores te invitaban a fumar y tenías que encontrar el fiel de la balanza: ni chula y sabihonda ni tampoco bebé que tose y que no sabe nada. Estar de prestado con las mayores es igual a ser una escritora de juguete: es aprender a pasar desapercibida pero dejando un recuerdo de agua de colonia al pasar. Escribir de prestado y gratis es como poco práctico, de promocionarse poco, en esta épocas en las que recibimos tantas invitaciones al like que acabamos perdidas en un bosque de súplicas digitales. Siguiendo con el parchís, he esperado muchas veces tener un seis para salir a contar algo, también he pasado turno, algo habitual en aquellas que habitamos o rondamos los territorios de lo descreído. Es posible que ya no se vendan juegos de parchís en casi ningún sitio y que los que sobreviven sean carne de webs de segunda mano, cosa que sucede con muchos libros infantiles que nadie quiere conservar. Hay algo de perverso en eliminar esos vestigios de la primera infancia, de la lectura a trompicones, de todo lo que es maravillosamente imperfecto y dulce. Pobres libros de Wallapop, seríais más felices criando polvo encima de una estantería donde alguna vez, años, muchos años más tarde, podría rescataros la nostalgia. Pero eso, como solemos decir, es ya otro asunto.

Comencé hablando de lo que pasó hace once años, cuando parecía que aquella plataforma que albergaba estas redacciones de fin de semana se iba al guano. Qué poco sabíamos de apocalipsis en 2011. Lo que sí recuerdo es que tenía el corazón algo encogido por si algo desaparecía en esa madriguera de Alicia, poblada de amenazadores píxeles y otros monstruos, que es el ciberespacio, esa palabra tan antigua. Pero no: cambiamos y recuerdo hablar de mudanzas y acarreos, sin mayores consecuencias. Y todo siguió así, en un cuaderno prestado, lleno de anotaciones. Este cuaderno tuvo grandes compañeros de viaje, fue abandonado en ocasiones, a veces observaba como quien escribía despotricaba, se abría en canal, aporreaba teclas, no sabía muy bien por donde salir. Lo bueno, lo mejor de todos los espacios de libertad, es que no obligan a nada, pero no están menos expuestos que otros. No llevas una libreta en el bolsillo, estás en ese «mundo líquido» (qué espanto de expresión) que permite retorcer, cortar y pegar (esto hay algunos que lo hacen de maravilla, qué cara tienen), crear un estereotipo ajustado o no a la realidad de la persona, real, muy real, que está detrás. Sean cuales sean las máscaras que exhibas, haya más o menos verdad, estás siempre ahí asomando, de una manera más obvia o menos, como un maquillaje de Carnaval a las tres de la mañana. Creo que las ficciones de identidad, y más aquí, son muy difíciles de mantener, es más, a mí no me interesan: jugar entre esos dos mundos es lo que me gusta de este espacio.

Por eso, y solo por eso lo mantengo. Porque no espero nada más que escribir aquí sin ningún tipo de vergüenza. Algunas redes sociales han sustituido espacios como este porque, se supone, hay que evolucionar. A mí la evolución me la sopla bastante, qué queréis que os diga. No creo que sea más efectivo (¿qué quiere decir esa palabra?) ni más visible (eso me importa también muy poco), ni, lo más importante, mejor. La plataforma me da igual, es más, me parece un coñazo leer en Instagram, no digamos en Facebook y los hilos de Twitter, a partir de cinco posts, son ya directamente invitación al abandono.. A mí, tengo que deciros que me agota la falta de autenticidad, la displicencia de quien decide qué es o no es moderno, es que me da igual. Es más, me la sopla también mucho si ser moderna es leer en diagonal. Me hace gracia cuando a veces me dicen, con un punto de compasión, «es increíble que sigas manteniendo un blog cuando ya nadie los lee». Es posible. Pero no me paro a defender nada, solamente a recordar que todo aquello que escribimos puede pasarse a limpio. Que ser columnista o escritora de juguete (para mucha gente esto es ser escritora de juguete) no le quita capacidad a lo que escribas. Que sí, que todo esto es refilón y notas desapercibidas, pero también mucho de lo que va en papel a veces acaba, sin leer, en el cajón del reciclado. Y eso sí que es tristeza.

Por lo tanto, y si a alguien le apetece, seguimos iniciando partidas de parchís. Contando diez, intentando no comer a nadie, recorriendo casillas para pasar el rato. Y llegando a un final, solo por divertirnos.

La verdad es que ir contra corriente es ser moderna. Aunque ser modernas nos la sople.

Leo:

El amor, violento, desigual, en La parcela (Caballo de Troya) de Alejandro Simón Partal. El amor que se sitúa en el centro de cualquier abismo, como un aprendizaje de uno mismo en el otro: y un aprendizaje en un contexto desequilibrado, donde el tedio es normalidad para unos y aspiración para otros. Mundos en tensión que se observan desde lejos, se aproximan y alejan, un lenguaje poético superior en una novela extraña y maravillosa.

A pesar de tensarme muchísimo cada vez que se baraja el posible género «maternidades», tengo que decir que Os seres queridos (Xerais) de Berta Dávila es una novela extraordinaria sobre diversos aspectos minimizados y poco tratados como son la depresión post parto y, sobre todo,los planteamientos taxativos y excluyentes acerca de la maternidad: ¿es ser madre aquí y ahora lo que realmente quiero, ser madre por encima de todo, no serlo por encima de todo? ¿Puedo querer no serlo si ya lo he sido, es ese instinto o necesidad lo que sobrevive siempre o no?

Tenéis que leer las Notas de suicidio de Marc Caellas. Es necesario hablar sobre el suicidio, sobre la posibilidad y esta recopilación de notas de despedida es cualquier cosa menos una frivolidad. En la presentación en Berbiriana, con el autor conversando con Julián Hernández, faltó tiempo para terminar el coloquio, para hablar de muertes avisadas y otras inesperadas. Impecable.

Acabo de leer este artículo sobre Molly Ringwald y por qué desapareció de la comedia adolescente de los ochenta, su particular cruzada contra los «otros Weinstein» y me parece de lo más apropiado para señalar la existencia de una violencia machista estructural. Ya, es de perogrullo lo que digo, pero creo que nos olvidamos a veces (o nos lo intentan quitar de la cabeza, como el señoro que me dijo que por culpa del Metoo un amigo suyo ya no trabajaba, que el pobre, blablabla).

Podcast: El episodio de «Buenas maneras» de Deforme semanal y, sobre todo, la exquisita entrevista en «Hotel Jorge Juan» a Martín Torres (¡qué hombre, qué hombre!), director de la editorial Superflua.No hay nada más natural y elegante que su relajado cosmopolitismo. Maravilloso.

Y las Ginebras, siempre:

«Yo sigo siendo la misma y tú
Sigues siendo un gilipollas
Quieres parecer Alex Turner
Porque sabes que me mola».

Tarjetas de visita

1960s Two Women Sitting Together Gossiping Under Hairdresser Hair Dryer

Creo que ya lo he contado, pero las teclas dormidas y las tardes de domingo son para repetir historias. Hace tiempo, en esa tarea que ojalá nunca debiésemos hacer, vaciando cajones ajenos para dar paso a un nuevo momento en la vida, empaquetando o tirando sabe qué a la basura, eencontré una pequeña cajita con el logo de una imprenta. Dentro, aquellas tarjetas de visita que hoy ni son casi un recuerdo. Las tarjetas eran del año 66, lo deduje por el texto, y en impecable letra inglesa los nombres de mis padres, la dirección y teléfono, sin código postal ni prefijo, eran los años sin códigos postales ni prefijos, sin terapias contra la soledad porque todo brillaba menos porque, quizá y tan solo quizá, se necesitase menos porque había mucho menos. Aquellas tarjetas tenían esa melancolía anidada que desprenden los objetos fuera de su espacio y de su tiempo, esos objetos que quieren abandonar una orfandad acumulada y lanzarse a nuestros brazos. Los nombres de mis padres, la dirección en la que yo viví tantos años-donde subí escaleras llegando tarde o con un mediocre boletín de notas, donde guardé tabaco en un agujero del pasamanos aunque eso ya es otra historia- eran ajenos a mí porque yo, sencillamente ahí no existía. Y debajo, la leyenda hermosa por antigua y rara: «ofrecen a vd. su casa». Imagino su ilusión volviendo, recién casados de la imprenta, viendo a través del plástico transparente de aquella caja sus nombres normales investidos de la solemnidad que dan las publicaciones, sean como sean, estén donde estén. Quienes serían esos «ustedes «, habrían tomado café en unas tazas que guardo ahora empaquetadas, admirado las fotografías en marcos recién estrenados, la impoluta limpieza de la moqueta, las plantas trepadoras de la galería. Qué violento es el tiempo sobre los objetos y sus recuerdos inventados.

Las tarjetas de visita eran un anclaje algo mentiroso al mundo. Zanjaban en una línea quién eras, dónde vivías, a qué te dedicabas. No tenía una tarjeta quien no tuviese algo que ofrecer, fuese casa, un servicio laboral, una amistad algo tímida, un puente entre soledades. Las echo de menos, tuve unas de juguete de niña y las agoté en ese propio cumpleaños, pisoteadas en el suelo con restos de serpentina y confetti, aunque quizá confunda el fin de año con el cumpleaños, que casi es lo mismo. Una fantasía infantil era la impostura de inventarse una ocupación para ponerla en aquellas tarjetas color de rosa. Los viejos chistes de ser modelo y actriz no habían aún cuajado en las presentaciones, pero yo, que quería ser monja e indio de mayor (profesiones bastante complementarias por otro lado), nunca encontré una palabra que definiese mi dispersión. Yo era un poco profesora, aspirante a escritora y astronauta, me imaginaba la mar de mona en un laboratorio rodeada de probetas, jamás en un hospital, eso nunca. Pero también plantando cosas- utilizo la palabra «cosas» on purpose, no he tenido aldea y sé poco de sachar y plantar- parando al mediodía para descansar y darme al descanso o a la oración (Jesuitinas made me, u know) como en el cuadro de Millet. Pensaba también en ser conferenciante, catedrática, taxista (esto me duró mucho tiempo), amiga del panadero de Barrio Sésamo (era una profesión, no hacían nada, pero estaban) y un millón de cosas más. Si las pulsiones infantiles sobreviven un poco, quizá ese sea el motivo de ser dispersa, de que me interesen muchas cosas pero sea poco ducha en casi todo. Esa idea de probar- del lettering al club de teatro, del bordado a la meditación- se complica precisamente en el marco de actividades pretendidamente abiertas. Ojo, que cada vez que veo una actividad que me apetece me pregunto cuánto van a tardar en preguntarme qué hace una bibliotecaria allí: desde gestión cultural a redes sociales, la sonrisita sardónica que no falte, claro. Prescindiendo del viejo estereotipo que, personalmente, me la sopla- igual que el sacar pecho con listados de películas donde salen bibliotecas, la constante disposición al agravio de una profesión minorizada y, sobre todo, el orgullo librarian que es bastante vaya por Dios- ser bibliotecaria, y no cualquier otra cosa, es casi seguro recibir una mezcla entre extrañeza, lástima y falsa solidaridad (a no ser que manejen referentes de cultura pulp, en cuyo caso les perdono todo).

Pero en realidad yo venía a hablar de otra cosa, además de nostalgias y cajas recién encontrades. Existen en todas las comunidades, grandes o pequeñas, pero fundamentalmente en las pequeñas, los y las repartidores de carnets de legitimidad. A mí una escritora local, subrayo el adjetivo, me preguntó que qué hacía yo en la presentación de un libro. Imagino que lo mismo que ella, o quizá no exactamente: el hecho de que te la sople completamente hacer la pelota te da la libertad de ir a donde te dé la gana. A mi querida P., una señora algo paleta y seguramente con un ego inaudito e innecesario, le recriminó estar en un jurado porque «quién eres tú para estar aquí». Una persona que me pidió ayuda para difundir un librito me pidió que destacase algún aspecto de mi trayectoria, porque no la entendía (WTF!) y «tenemos que poner algo en la nota que enviaremos a la prensa». El «¿y tú que haces aquí?», primo hermano del «¿Y tú de quién vienes siendo?» es una constante en el mundo cultureta revenido, pero también en algunos bares con filtro de modernez, en espacios ya domesticados por élites endógenas y displicentes que son, a fin de cuentas, lo que son las élites. La idea de que una pertenece a un cardume, a un ecosistema cerrado, es bastante provinciano y excluyente. La frase ahí es muchas veces «Pero, cómo no vas a conocer a Menganito». Pues llevo 55 años sin conocerlo y tampoco me ha ido tan mal, mulleriña. Porque ya hablamos de los síndromes de la impostora, pero poco de las impulsoras del síndrome.

Por eso, casi miro y acaricio con nostalgia estas tarjetas de visita que he rescatado. No pretendían ser nada más que cortesía, un modo bonito y algo historiado de situarse en el mundo. La diferencia es que tú las creabas y tú las repartías a quien te parecía, nadie las cuestionaba, eran un agradecimiento y una invitación. Que alguien reparta esos carnets de legitimidad de los que hablaba antes, no es más que un favor para ahorrarte la terapia o el venirte abajo como posible impostora: decid que sí. Cada vez que os ofrezcan algo, presentar un libro, participar en un foro, en un debate, decid que sí. Porque, por supuesto, siempre habrá quien lo pueda hacer mejor, a quien no le gustes tú ni tu pelo azul ni que sepas más o menos del tema. Incluso, y es muy posible, que lo hagas rematadamente mal, vaya como el orto: no pasa nada, no te has tatuado una falta de ortografía en la cara ni has matado a Kennedy. Lo importante es no ceder milímetros ante quien quiere quitarnos, porque sí, todo el espacio: pasar de todo eso es la mejor tarjeta de visita.

Leo/veo/escucho

Leed Literary World de Posy Simmonds, ahora que lo han traducido al español. Es estupenda la casi hagiografía, pero llena de salseo del bueno, Carmen Balcells, traficante de palabras de Carme Riera. Leed también Cauterio de Lucía Lijtmaer y Los sentimientos del príncipe Carlos de Liv Stromqvist. Y cómo no: esa fantasía maravillosa que es Cocido y violonchelo de Mercedes Cebrián. Esperan muchas cosas en la mesilla, pero vamos lentas últimamente.

He visto dos series que me han gustado mucho, por razones diferentes. Una es A sort of, donde encuentro el que creo que es el personaje que más me ha interesado en una serie en mucho tiempo: Sabi Mehboob, paquistaní-canadiense, de género fluido que lidia con convenciones, libertad y la responsabilidad de ser el único interlocutor de los niños a los que cuida. Ojalá una segunda temporada pronto: mitiquísima la conversación en el desayuno con su amiga trans. Está en Movistar. La otra es Single drunk female (traducida, madre mía, como Vaya tela, Sam!). El recorrido por la neosobriedad, la vuelta a vivir con una madre (que es Ally Sheedy, la freak de El club de los cinco) a tu pequeña ciudad porque, borracha como una cuba, has agredido a tu jefe en una revista de modernitos pija, por lo que, como es natural, te despiden. Está en Disney.

En podcasts, sigo recomendando los que ya recomendé hace tiempo : en Reina del grito, me encantaron las conversaciones con Laura Fernández y Bárbara Lennie. Me gustó mucho el episodio «Rompiendo tabús y prejuicios»que llevaron Lucía Lijtmaer e Isa Calderón en Otra españolada, ya que, entre otras cosas, hablan de dos de mis películas fav en el mundo, que son El desencanto (guiño guiño a Dama de Sorrento) y Función de noche. Y, claro, mis queridas Hijas de Felipe con sus barrocos estigmas y genuflexiones, sus monjas salidorras, Juan Rana y una petición que les hago desde aquí: por favor, un episodio dedicado a Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana.

Y no paro de escuchar a Rosalía ni a Natalia Lacunza.

Memorabilia

«Musei Wormiani Historia», tFrontis del  from the Museum Wormianum que representa el gabinete de curiosidades de Ole Worm
Wellcome Collection gallery (2018-03-31): https://wellcomecollection.org/works/mzvgyzbt CC-BY-4.0

La vida de una persona, y hablo con rotundidad porque ya tengo una «atalaya respetable desde la que contemplar el devenir» tiene hitos gloriosos, trágicos, incoherentes, aventureros, injustos y despiadados, banales y excitantes, divertidos, todo lo que queráis. Pero hay uno, que en mi caso se ha repetido varias veces, que conjuga todo lo anterior y es la mudanza. No hablo únicamente del hecho de que todo aquello que parece caber en cuatro cajas de Gadis es geomética y matemáticamente imposible que así suceda cuando empezamos a llenarlas. Llenar cajas es un cruce entre Sísifo y Prometeo, una delgada línea roja entre la locura y la sensatez, entre la imposible idea (para mí) de deshacerme de todo y vivir a lo minimal y la asunción, cabizbaja y humillada, de que guardo todo tipo de recuedos, objetos, inutilidades que forman parte de mí y se vienen a donde yo vaya dentro del caparazón de caracol. Que luego me horrorice cargar con recortes de artículos de prensa (!), con postales viejas y cartas como signos de otra época, con cajas de posavasos y bolígrafos que ya no pintan, pero que cogí en hoteles en los que fui feliz un fin de semana, con servilletas donde hicimos dibujos, con pequeños apuntes y notas de algún teléfono que daba igual apuntarlo porque no iba a olvidarlo en la vida, eso, digo, es parte de la incoherencia que generan los buenos propósitos, esas manchas en una agenda por estrenar, tan impoluta que da miedo en su blancura. Me he llevado, en sucesivos cambios de casa, un paraguas que nunca abrió bien pero que lleva en casa toda la vida y no voy a abandonarlo, esas tazas preciosas para té a mí que no me gusta el té, una bufanda llena de enganches que me ponía en inviernos de Compostela, unas sombrillas hawaianas para un cóctel que tomé en mis años angelinos, sintiéndome sofisticada y cool, antes de comprender que ser sofisticado y cool no tenía nada que ver con tomar cócteles con sombrillas hawaianas en miniatura. Todo esto, que hay que abandonar alguna vez por el bien de nuestras espaldas y porque no nos alcanza la vida para contener tanta melancolía, es un mantra que no se cumple y del que ya he hablado por aquí. Quizá los objetos de los que nos deshacemos, y también aquellos que conservamos, formen parte de un orden paralelo de las cosas, de una especie de poética absurda que los relaciona entre sí. Como en las etiquetas que ponemos en las redes sociales, en las localizaciones que usamos, todo va alineándose y mostrando una similitud de espacios pero no de personajes, de extrañezas increíbles de personas y acontecimientos: si pulso sobre un lugar en el que estuve me devuelven imágenes sin fin de personas desconocidas, sonrientes o en actitudes para mí desconcertantes, todo eso está dentro de una etiqueta somera en una red social, mil mundos en un solo lugar, desconocidas las unas para las otras. Esta hermandad en lo desconocido me provoca algo de angustia y también de habitar quizá un espacio y tiempo inadecuados, de ser una especie de recorte de corta y pega en un paisaje acartonado. No sé si pertenecemos a los lugares o somos, quizá, una creación de nosotros en esos lugares, en cualquier caso, da lo mismo: seguiremos pensando que ser parte de ese lugar y ese momento no nos hace esencialmente únicos, no nos nombra. Pero esa es otra historia y yo vengo a hablar de memorabilia.

La definición de memorabilia es algo vaga, por eso me gusta. Puede referirse a esas colecciones de objetos relacionados con alguien, sea esto coleccionismo fan o simplemente fetichismo. La memorabilia pueden ser esos souvenirs espantosos que se venden en las calles de las ciudades con casco histórico bellísimo y tiendas de recuerdos horripilantes, es casi un binomio sin disociación posible. Pero la memorabilia es también, o quizá yo me lo invento porque tengo mucha fe en mi capacidad neologista, ese afán de crear el propio recuerdo, de dotarlo de significado, de registrarlo de un modo breve, sin que tenga un cartel de algún lugar. Hay olores y sabores de infancia, vaya por Dios, que siempre hay que hablar de la puta magdalena. Pero también hay olor a lejía y garrapiñadas, a la colonia Atkinsons de mi padre y al betún de los zapatos que se limpiaban los domingos. En lo doméstico hay una construcción personal y algo poética del recuerdo; otras, las fijamos nosotros porque sí. Decía María Cousillas el otro día que cada vez que comprásemos un libro,tendríamos que registrar dónde lo hicimos, con quién estábamos, una cápsula de memoria de aquel día en aquel lugar. Asentí con cierta complicidad, pero lo cierto es que dejé de hacerlo hace tiempo. Fui a las revueltas estanterías y empecé a buscar. Sí, en 2002 compré El sueño más dulce, de Doris Lessing en Follas Novas, Compostela. Y debajo añadí: «Estoy con Jorge Domonte». Y me había olvidado de aquel día, era junio también, en que paseamos por el campus sur hablando de amores imposibles y de pianistas favoritos. Puedo recordar la luz preciosa delante de la Facultad de Químicas, la voz pausada de Jorge en aquella conversación, fue desenredar un hilo de forma sencilla. Busqué más y siempre encontré pautas que me hicieron reencontrarme con viejas hojas de calendario: las cartas de Silvia Plath a su madre que compré en un catálogo de librería de segunda mano, por correspondencia y que me entregaron en Iria Flavia,donde yo trabajaba entonces. Fue en 1996, un día de otoño. Aquellas cartas me acompañaron en mis solitarias comidas al mediodía y volaron a otras manos antes de volver a casa. Compré un libro sobre Girlzzzz en comic en la librería de la Secession de Viena que registré al momento, tanta ilusión me hacía comprar allí un libro que desconocía: From girls to grlzz ; un un tebeo de Dylan Dog en Bologna (apunté que el librero me alabó el gusto, un señor muy encorvadito que envolvió los libros pulcramente) y un calendario irreverente y divertido que, desde la estantería de mi casa en Montealto, me recuerda una sofocante tarde de julio en Nueva York, muerta de risa con Virginia, espiando a un librero guapísimo entre las baldas de Strand Bookstore, la madre de todas las librerías. Otras memorabilia en libros me recordaron a quien ya no está- ¡existen tantas formas de no estar!- pero que me acompañaron días de lluvia o de invierno (mis favoritos para comprar y regalar libros) en otras ciudades, asi en otras vidas. Pepa, Carlos, Toño, fuisteis escuderos en aquellos días apresurados.

He vuelto a crear memorabilia de libro: cuando llega a mí, a veces regalado, me sirve también para prolongar el momento de sorpresa. Hay que poner siempre quién nos lo regala, dónde estábamos, buscar un bolígrafo rápidamente para, como Perec, ejercer una tentativa de agotar un espacio, un momento en la vida que puede ser descongelado más adelante. Y, sobre todo, servir como llamadas de atención hacia el futuro, como pequeños post-it qu nos ayuden a dejar la melancolía en su sitio, domesticada y formal, sin desbocarse, que ni de coña los tiempos pasados fueron mejores. La memorabilia es, para mí, el cambio de mi caligrafía a lo largo de los años, pero lo es también la recopilación de las ajenas. Libros dedicados por quienes los escribieron, en la prosa apurada y reglamentaria de la Feria del Libro, otras veces con la temblona letra que nos dan las cervezas, cuando te hacen un regalo de cumpleaños para marcar el futuro. Pienso, también, que un cuaderno digital es una forma algo rara de memorabilia, porque no todo puede, ni debe, guardarse en estanterías. Hay cosas que para siempre te llevas puestas.

Leo:

Quemar libros: una destrucción deliberada del conocimiento de Richard Ovenden (Crítica, 2021) De por qué la apropiación de bibliotecas como botín, la quema de libros y el borrado de identidad siguen siendo, a día de hoy, vigentes. Ovenden es, entre otras muchas cosas, director de la Bodleian de Oxford.

As malas mulleres de Marilar Aleixandre (Galaxia, 2021). Concepción Arenal y Juana de Vega eran amigas y se reunían en el 56 de la calle Real, lugar que conozco muy bien. En esa amistad, en esas reuniones, surge el interés de dignificar la vida de las presas de la Galera, cárcel de mujeres de Coruña. Y, sobre todo, conocer sus historias y comprender que la pobreza es siempre una pauta de vulnerabilidad ante la justicia.

Veo:

Halston en Netflix. Excéntrico y egocéntrico, creador genial y vanidoso insufrible. Gasta en orquídeas porque las necesita y en coca porque le gusta. Solo por ver a Ewan Mc Gregor y la recreación de los locos años de Studio 54 vale la pena.

Escucho:

Muchos podcasts. Necesito conversaciones y ahora se van de vacaciones Estirando el chicle, pero sigo con los de Radio3 y Radio Nacional (Café del sur, Efecto Doppler, La estación azul…)

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