La mejor foto
Para Ignacio, desde un muro reservado a Banksy.

Foto de Dan Cristian Pădureț en Unsplash
Recuerdo una canción de hace unos años sobre el dolor del miembro fantasma, ese retorcido relámpago que acecha en las extremidades para recordarnos que, de perderlos, somos seres incompletos. Estoy, desde hace días, notando ese dolor, esa ampliación del eco de una voz en el vacío en el que antes conversábamos. No sé cómo van a ser los días sin recibir tus whatsapps sobre lo más diverso, enviándome temas de jazz, haciendo tus comentarios sobre este bloc de notas, disperso y sin periodicidad, que tú tanto valorabas. No éramos tan amigos como hermanos, ni siquiera teníamos esa amistad constante en su equilibrio que suele venir de la juventud compartida: nos conocimos en mundos digitales, nos desvirtualizamos pronto gracias a la cercanía de nuestras ciudades y eran nuestros encuentros esa divertida y genial fiesta de no cumpleaños de comidas loquísimas y detalles de cariño. Recuerdo, qué delgado eras, cómo corriste un día hacia tu coche bajo la lluvia porque habías olvidado un libro que me traías, un libro gastado y personal, aquel Olvidado rey Gudú de Ana María Matute en una edición de Círculo de Lectores. La lluvia no nos dio tregua mientras yo desempaquetaba rápidamente aquel tomo por el que habían pasado ya varios inviernos y que iba a cambiar de estantería. Otra vez, apartando los periódicos que leías cuando esperabas en cafeterías, yo correspondí con el de Bowie de Simon Critchley, ese ensayo delicado y certero sobre la pérdida, sobre las coincidencias, sobre la fascinación, sobre ser fan y devoto. Hablamos tanto de ese libro que lo gastamos, y te recuerdo en la terraza del Dársena fumando y diciendo, tanto te parecías a veces a Sebastian Flyte, que el dandysmo era saber llevar una americana sobre los hombros con clase y estilo como había hecho alguna vez Brian Ferry. Hablamos de Meisel, de aquella inolvidable exposición de Norman Parkinson en la Barrié, de la madre de Uma Thurman. Pocas personas he conocido tan generosas en su modo de escucharme, yo, que siempre invado y abro tantas conversaciones a la vez. Reías mucho y asentías, recomendando lecturas y discos, hablando de Federer, al que adorabas, de aquel vecino con síndrome de Diógenes que te obligó a cambiarte de casa, tú tan territorial y apegado a lo familiar. Describías la nueva casa, como una plaza soleada con una cafetería con terraza y un kiosko cerca, «es lo básico, Lorena, tomar un café con los periódicos y revistas, intimar con los kioskeros, tan importante». Fui contigo a algún concierto donde lloramos de risa con los divertidísimos Antílopez, conocí a tu pandilla en un día ferrolano lleno de sol y risas. Envidiaba mucho esa familia paralela que tenías, además de la tuya, a la que adorabas: esos amigos siempre dispuestos, siempre los unos para los otros (aquel whatsapp en el que contabas que «llevabas un año de rosmón, sin cuidar de mi gente, eso no tiene perdón de Dios»). Cómo te hacías querer a pesar de aquellos silencios en los que respetábamos las pausas, la intensidad pequeña, la delicadeza. Por eso no me extrañó no saber de ti en un tiempo, pero sí cuando dejaste de responder, cuando vi que no tenías ya actividad en ningún lado. Y me lo contó tu hermana, a la que escribí, entre sollozos (nunca me perdonaré el mal rato que le hice pasar, perdóname, Montse): te habías ido sin hacer ruido, durmiendo, en esos incomprensibles puntos y finales, tú, siempre preocupado por el paso del tiempo, por llegar a la vejez con dignidad, qué pasó que no hemos podido saber cómo seríamos los dos de viejos, si viviríamos en esas comunas para mayores cuidándonos todos, viendo películas, hablando siempre de todo lo pasado como si fuese un patrimonio de otros, algo magnificado y un poco ridículo. Como seríamos, quién sabe, nosotros que nos hemos reído tanto, que nos hemos también tragado tantas lágrimas, cómo sería esa vejez de amigos y paseos, ya no lo sabremos, ese vértigo que da la ignorancia de no poder contar con otros, con la bondad, con la escucha.
Aquel día de sol ferrolano, en las Meninas, me hiciste una foto frente al mural de los guardias civiles besándose, en el hueco reservado para Banksy. Me las enviaste de noche, yo las vi y pensé que una de ellas era de las mejores fotos que tenía, en la que yo era más yo. Te lo dije: «Creo que es mi mejor foto, o si no, de las mejores». Y puedo y quiero recordar todo ese sol y cómo preparabas las tomas con mimo, como ese instante que siempre ha pasado ya y no puede capturarse, que ya es otro. Nos hicimos selfies tontos que borramos, sacando la lengua, haciendo el bobo. Los borramos, qué lástima. Yo seré siempre, en la memoria de una cámara de fotos, en un álbum tan liviano como ese Instagram en el que envidiamos vidas y decoramos la nuestra, aquella que sonreía, que se apoyaba levemente en un muro, que no pensaba en muertes ni en ausencias, que todo, ese día.y siempre, estaba por hacer. La vida, desde este pasado miércoles, es ya y será siempre otra. Pero la memoria, «esa fuente de dolor» me trae fogonazos de instantes hermosos, del último agosto y los cócteles en Miss Maruja, de la promesa de llevarte Agua y jabón de Marta Riezu, de hablar de Pollock y de Leonor Watling, de tanto, de nada. Mientras tenga memoria habrá siempre un hueco para recordarte enfocando, para recordarme yo también a mí misma, en esa amistad delicada y breve que tuve contigo. Gracias por tanto, gracias también por hacerme, un día de verano, mi mejor foto.