Anchoas y Tigretones

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Tarjetas de visita

1960s Two Women Sitting Together Gossiping Under Hairdresser Hair Dryer

Creo que ya lo he contado, pero las teclas dormidas y las tardes de domingo son para repetir historias. Hace tiempo, en esa tarea que ojalá nunca debiésemos hacer, vaciando cajones ajenos para dar paso a un nuevo momento en la vida, empaquetando o tirando sabe qué a la basura, eencontré una pequeña cajita con el logo de una imprenta. Dentro, aquellas tarjetas de visita que hoy ni son casi un recuerdo. Las tarjetas eran del año 66, lo deduje por el texto, y en impecable letra inglesa los nombres de mis padres, la dirección y teléfono, sin código postal ni prefijo, eran los años sin códigos postales ni prefijos, sin terapias contra la soledad porque todo brillaba menos porque, quizá y tan solo quizá, se necesitase menos porque había mucho menos. Aquellas tarjetas tenían esa melancolía anidada que desprenden los objetos fuera de su espacio y de su tiempo, esos objetos que quieren abandonar una orfandad acumulada y lanzarse a nuestros brazos. Los nombres de mis padres, la dirección en la que yo viví tantos años-donde subí escaleras llegando tarde o con un mediocre boletín de notas, donde guardé tabaco en un agujero del pasamanos aunque eso ya es otra historia- eran ajenos a mí porque yo, sencillamente ahí no existía. Y debajo, la leyenda hermosa por antigua y rara: «ofrecen a vd. su casa». Imagino su ilusión volviendo, recién casados de la imprenta, viendo a través del plástico transparente de aquella caja sus nombres normales investidos de la solemnidad que dan las publicaciones, sean como sean, estén donde estén. Quienes serían esos «ustedes «, habrían tomado café en unas tazas que guardo ahora empaquetadas, admirado las fotografías en marcos recién estrenados, la impoluta limpieza de la moqueta, las plantas trepadoras de la galería. Qué violento es el tiempo sobre los objetos y sus recuerdos inventados.

Las tarjetas de visita eran un anclaje algo mentiroso al mundo. Zanjaban en una línea quién eras, dónde vivías, a qué te dedicabas. No tenía una tarjeta quien no tuviese algo que ofrecer, fuese casa, un servicio laboral, una amistad algo tímida, un puente entre soledades. Las echo de menos, tuve unas de juguete de niña y las agoté en ese propio cumpleaños, pisoteadas en el suelo con restos de serpentina y confetti, aunque quizá confunda el fin de año con el cumpleaños, que casi es lo mismo. Una fantasía infantil era la impostura de inventarse una ocupación para ponerla en aquellas tarjetas color de rosa. Los viejos chistes de ser modelo y actriz no habían aún cuajado en las presentaciones, pero yo, que quería ser monja e indio de mayor (profesiones bastante complementarias por otro lado), nunca encontré una palabra que definiese mi dispersión. Yo era un poco profesora, aspirante a escritora y astronauta, me imaginaba la mar de mona en un laboratorio rodeada de probetas, jamás en un hospital, eso nunca. Pero también plantando cosas- utilizo la palabra «cosas» on purpose, no he tenido aldea y sé poco de sachar y plantar- parando al mediodía para descansar y darme al descanso o a la oración (Jesuitinas made me, u know) como en el cuadro de Millet. Pensaba también en ser conferenciante, catedrática, taxista (esto me duró mucho tiempo), amiga del panadero de Barrio Sésamo (era una profesión, no hacían nada, pero estaban) y un millón de cosas más. Si las pulsiones infantiles sobreviven un poco, quizá ese sea el motivo de ser dispersa, de que me interesen muchas cosas pero sea poco ducha en casi todo. Esa idea de probar- del lettering al club de teatro, del bordado a la meditación- se complica precisamente en el marco de actividades pretendidamente abiertas. Ojo, que cada vez que veo una actividad que me apetece me pregunto cuánto van a tardar en preguntarme qué hace una bibliotecaria allí: desde gestión cultural a redes sociales, la sonrisita sardónica que no falte, claro. Prescindiendo del viejo estereotipo que, personalmente, me la sopla- igual que el sacar pecho con listados de películas donde salen bibliotecas, la constante disposición al agravio de una profesión minorizada y, sobre todo, el orgullo librarian que es bastante vaya por Dios- ser bibliotecaria, y no cualquier otra cosa, es casi seguro recibir una mezcla entre extrañeza, lástima y falsa solidaridad (a no ser que manejen referentes de cultura pulp, en cuyo caso les perdono todo).

Pero en realidad yo venía a hablar de otra cosa, además de nostalgias y cajas recién encontrades. Existen en todas las comunidades, grandes o pequeñas, pero fundamentalmente en las pequeñas, los y las repartidores de carnets de legitimidad. A mí una escritora local, subrayo el adjetivo, me preguntó que qué hacía yo en la presentación de un libro. Imagino que lo mismo que ella, o quizá no exactamente: el hecho de que te la sople completamente hacer la pelota te da la libertad de ir a donde te dé la gana. A mi querida P., una señora algo paleta y seguramente con un ego inaudito e innecesario, le recriminó estar en un jurado porque «quién eres tú para estar aquí». Una persona que me pidió ayuda para difundir un librito me pidió que destacase algún aspecto de mi trayectoria, porque no la entendía (WTF!) y «tenemos que poner algo en la nota que enviaremos a la prensa». El «¿y tú que haces aquí?», primo hermano del «¿Y tú de quién vienes siendo?» es una constante en el mundo cultureta revenido, pero también en algunos bares con filtro de modernez, en espacios ya domesticados por élites endógenas y displicentes que son, a fin de cuentas, lo que son las élites. La idea de que una pertenece a un cardume, a un ecosistema cerrado, es bastante provinciano y excluyente. La frase ahí es muchas veces «Pero, cómo no vas a conocer a Menganito». Pues llevo 55 años sin conocerlo y tampoco me ha ido tan mal, mulleriña. Porque ya hablamos de los síndromes de la impostora, pero poco de las impulsoras del síndrome.

Por eso, casi miro y acaricio con nostalgia estas tarjetas de visita que he rescatado. No pretendían ser nada más que cortesía, un modo bonito y algo historiado de situarse en el mundo. La diferencia es que tú las creabas y tú las repartías a quien te parecía, nadie las cuestionaba, eran un agradecimiento y una invitación. Que alguien reparta esos carnets de legitimidad de los que hablaba antes, no es más que un favor para ahorrarte la terapia o el venirte abajo como posible impostora: decid que sí. Cada vez que os ofrezcan algo, presentar un libro, participar en un foro, en un debate, decid que sí. Porque, por supuesto, siempre habrá quien lo pueda hacer mejor, a quien no le gustes tú ni tu pelo azul ni que sepas más o menos del tema. Incluso, y es muy posible, que lo hagas rematadamente mal, vaya como el orto: no pasa nada, no te has tatuado una falta de ortografía en la cara ni has matado a Kennedy. Lo importante es no ceder milímetros ante quien quiere quitarnos, porque sí, todo el espacio: pasar de todo eso es la mejor tarjeta de visita.

Leo/veo/escucho

Leed Literary World de Posy Simmonds, ahora que lo han traducido al español. Es estupenda la casi hagiografía, pero llena de salseo del bueno, Carmen Balcells, traficante de palabras de Carme Riera. Leed también Cauterio de Lucía Lijtmaer y Los sentimientos del príncipe Carlos de Liv Stromqvist. Y cómo no: esa fantasía maravillosa que es Cocido y violonchelo de Mercedes Cebrián. Esperan muchas cosas en la mesilla, pero vamos lentas últimamente.

He visto dos series que me han gustado mucho, por razones diferentes. Una es A sort of, donde encuentro el que creo que es el personaje que más me ha interesado en una serie en mucho tiempo: Sabi Mehboob, paquistaní-canadiense, de género fluido que lidia con convenciones, libertad y la responsabilidad de ser el único interlocutor de los niños a los que cuida. Ojalá una segunda temporada pronto: mitiquísima la conversación en el desayuno con su amiga trans. Está en Movistar. La otra es Single drunk female (traducida, madre mía, como Vaya tela, Sam!). El recorrido por la neosobriedad, la vuelta a vivir con una madre (que es Ally Sheedy, la freak de El club de los cinco) a tu pequeña ciudad porque, borracha como una cuba, has agredido a tu jefe en una revista de modernitos pija, por lo que, como es natural, te despiden. Está en Disney.

En podcasts, sigo recomendando los que ya recomendé hace tiempo : en Reina del grito, me encantaron las conversaciones con Laura Fernández y Bárbara Lennie. Me gustó mucho el episodio «Rompiendo tabús y prejuicios»que llevaron Lucía Lijtmaer e Isa Calderón en Otra españolada, ya que, entre otras cosas, hablan de dos de mis películas fav en el mundo, que son El desencanto (guiño guiño a Dama de Sorrento) y Función de noche. Y, claro, mis queridas Hijas de Felipe con sus barrocos estigmas y genuflexiones, sus monjas salidorras, Juan Rana y una petición que les hago desde aquí: por favor, un episodio dedicado a Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana.

Y no paro de escuchar a Rosalía ni a Natalia Lacunza.

Memorabilia

«Musei Wormiani Historia», tFrontis del  from the Museum Wormianum que representa el gabinete de curiosidades de Ole Worm
Wellcome Collection gallery (2018-03-31): https://wellcomecollection.org/works/mzvgyzbt CC-BY-4.0

La vida de una persona, y hablo con rotundidad porque ya tengo una «atalaya respetable desde la que contemplar el devenir» tiene hitos gloriosos, trágicos, incoherentes, aventureros, injustos y despiadados, banales y excitantes, divertidos, todo lo que queráis. Pero hay uno, que en mi caso se ha repetido varias veces, que conjuga todo lo anterior y es la mudanza. No hablo únicamente del hecho de que todo aquello que parece caber en cuatro cajas de Gadis es geomética y matemáticamente imposible que así suceda cuando empezamos a llenarlas. Llenar cajas es un cruce entre Sísifo y Prometeo, una delgada línea roja entre la locura y la sensatez, entre la imposible idea (para mí) de deshacerme de todo y vivir a lo minimal y la asunción, cabizbaja y humillada, de que guardo todo tipo de recuedos, objetos, inutilidades que forman parte de mí y se vienen a donde yo vaya dentro del caparazón de caracol. Que luego me horrorice cargar con recortes de artículos de prensa (!), con postales viejas y cartas como signos de otra época, con cajas de posavasos y bolígrafos que ya no pintan, pero que cogí en hoteles en los que fui feliz un fin de semana, con servilletas donde hicimos dibujos, con pequeños apuntes y notas de algún teléfono que daba igual apuntarlo porque no iba a olvidarlo en la vida, eso, digo, es parte de la incoherencia que generan los buenos propósitos, esas manchas en una agenda por estrenar, tan impoluta que da miedo en su blancura. Me he llevado, en sucesivos cambios de casa, un paraguas que nunca abrió bien pero que lleva en casa toda la vida y no voy a abandonarlo, esas tazas preciosas para té a mí que no me gusta el té, una bufanda llena de enganches que me ponía en inviernos de Compostela, unas sombrillas hawaianas para un cóctel que tomé en mis años angelinos, sintiéndome sofisticada y cool, antes de comprender que ser sofisticado y cool no tenía nada que ver con tomar cócteles con sombrillas hawaianas en miniatura. Todo esto, que hay que abandonar alguna vez por el bien de nuestras espaldas y porque no nos alcanza la vida para contener tanta melancolía, es un mantra que no se cumple y del que ya he hablado por aquí. Quizá los objetos de los que nos deshacemos, y también aquellos que conservamos, formen parte de un orden paralelo de las cosas, de una especie de poética absurda que los relaciona entre sí. Como en las etiquetas que ponemos en las redes sociales, en las localizaciones que usamos, todo va alineándose y mostrando una similitud de espacios pero no de personajes, de extrañezas increíbles de personas y acontecimientos: si pulso sobre un lugar en el que estuve me devuelven imágenes sin fin de personas desconocidas, sonrientes o en actitudes para mí desconcertantes, todo eso está dentro de una etiqueta somera en una red social, mil mundos en un solo lugar, desconocidas las unas para las otras. Esta hermandad en lo desconocido me provoca algo de angustia y también de habitar quizá un espacio y tiempo inadecuados, de ser una especie de recorte de corta y pega en un paisaje acartonado. No sé si pertenecemos a los lugares o somos, quizá, una creación de nosotros en esos lugares, en cualquier caso, da lo mismo: seguiremos pensando que ser parte de ese lugar y ese momento no nos hace esencialmente únicos, no nos nombra. Pero esa es otra historia y yo vengo a hablar de memorabilia.

La definición de memorabilia es algo vaga, por eso me gusta. Puede referirse a esas colecciones de objetos relacionados con alguien, sea esto coleccionismo fan o simplemente fetichismo. La memorabilia pueden ser esos souvenirs espantosos que se venden en las calles de las ciudades con casco histórico bellísimo y tiendas de recuerdos horripilantes, es casi un binomio sin disociación posible. Pero la memorabilia es también, o quizá yo me lo invento porque tengo mucha fe en mi capacidad neologista, ese afán de crear el propio recuerdo, de dotarlo de significado, de registrarlo de un modo breve, sin que tenga un cartel de algún lugar. Hay olores y sabores de infancia, vaya por Dios, que siempre hay que hablar de la puta magdalena. Pero también hay olor a lejía y garrapiñadas, a la colonia Atkinsons de mi padre y al betún de los zapatos que se limpiaban los domingos. En lo doméstico hay una construcción personal y algo poética del recuerdo; otras, las fijamos nosotros porque sí. Decía María Cousillas el otro día que cada vez que comprásemos un libro,tendríamos que registrar dónde lo hicimos, con quién estábamos, una cápsula de memoria de aquel día en aquel lugar. Asentí con cierta complicidad, pero lo cierto es que dejé de hacerlo hace tiempo. Fui a las revueltas estanterías y empecé a buscar. Sí, en 2002 compré El sueño más dulce, de Doris Lessing en Follas Novas, Compostela. Y debajo añadí: «Estoy con Jorge Domonte». Y me había olvidado de aquel día, era junio también, en que paseamos por el campus sur hablando de amores imposibles y de pianistas favoritos. Puedo recordar la luz preciosa delante de la Facultad de Químicas, la voz pausada de Jorge en aquella conversación, fue desenredar un hilo de forma sencilla. Busqué más y siempre encontré pautas que me hicieron reencontrarme con viejas hojas de calendario: las cartas de Silvia Plath a su madre que compré en un catálogo de librería de segunda mano, por correspondencia y que me entregaron en Iria Flavia,donde yo trabajaba entonces. Fue en 1996, un día de otoño. Aquellas cartas me acompañaron en mis solitarias comidas al mediodía y volaron a otras manos antes de volver a casa. Compré un libro sobre Girlzzzz en comic en la librería de la Secession de Viena que registré al momento, tanta ilusión me hacía comprar allí un libro que desconocía: From girls to grlzz ; un un tebeo de Dylan Dog en Bologna (apunté que el librero me alabó el gusto, un señor muy encorvadito que envolvió los libros pulcramente) y un calendario irreverente y divertido que, desde la estantería de mi casa en Montealto, me recuerda una sofocante tarde de julio en Nueva York, muerta de risa con Virginia, espiando a un librero guapísimo entre las baldas de Strand Bookstore, la madre de todas las librerías. Otras memorabilia en libros me recordaron a quien ya no está- ¡existen tantas formas de no estar!- pero que me acompañaron días de lluvia o de invierno (mis favoritos para comprar y regalar libros) en otras ciudades, asi en otras vidas. Pepa, Carlos, Toño, fuisteis escuderos en aquellos días apresurados.

He vuelto a crear memorabilia de libro: cuando llega a mí, a veces regalado, me sirve también para prolongar el momento de sorpresa. Hay que poner siempre quién nos lo regala, dónde estábamos, buscar un bolígrafo rápidamente para, como Perec, ejercer una tentativa de agotar un espacio, un momento en la vida que puede ser descongelado más adelante. Y, sobre todo, servir como llamadas de atención hacia el futuro, como pequeños post-it qu nos ayuden a dejar la melancolía en su sitio, domesticada y formal, sin desbocarse, que ni de coña los tiempos pasados fueron mejores. La memorabilia es, para mí, el cambio de mi caligrafía a lo largo de los años, pero lo es también la recopilación de las ajenas. Libros dedicados por quienes los escribieron, en la prosa apurada y reglamentaria de la Feria del Libro, otras veces con la temblona letra que nos dan las cervezas, cuando te hacen un regalo de cumpleaños para marcar el futuro. Pienso, también, que un cuaderno digital es una forma algo rara de memorabilia, porque no todo puede, ni debe, guardarse en estanterías. Hay cosas que para siempre te llevas puestas.

Leo:

Quemar libros: una destrucción deliberada del conocimiento de Richard Ovenden (Crítica, 2021) De por qué la apropiación de bibliotecas como botín, la quema de libros y el borrado de identidad siguen siendo, a día de hoy, vigentes. Ovenden es, entre otras muchas cosas, director de la Bodleian de Oxford.

As malas mulleres de Marilar Aleixandre (Galaxia, 2021). Concepción Arenal y Juana de Vega eran amigas y se reunían en el 56 de la calle Real, lugar que conozco muy bien. En esa amistad, en esas reuniones, surge el interés de dignificar la vida de las presas de la Galera, cárcel de mujeres de Coruña. Y, sobre todo, conocer sus historias y comprender que la pobreza es siempre una pauta de vulnerabilidad ante la justicia.

Veo:

Halston en Netflix. Excéntrico y egocéntrico, creador genial y vanidoso insufrible. Gasta en orquídeas porque las necesita y en coca porque le gusta. Solo por ver a Ewan Mc Gregor y la recreación de los locos años de Studio 54 vale la pena.

Escucho:

Muchos podcasts. Necesito conversaciones y ahora se van de vacaciones Estirando el chicle, pero sigo con los de Radio3 y Radio Nacional (Café del sur, Efecto Doppler, La estación azul…)

Paseantas

Two ladies in tight-skirted suits by Whitley Tailleurs Inc, 500 Seventh Ave New York.
Foto de Jupe en Flickr con licencia CC BY- NC-SA 2.0)

Acumulo libros. No, no solamente en casa, en las estanterías. Acumulo porque compro o pido en préstamo interbibliotecario (gracias, BUSC, qué gran servicio) varios ejemplares a la vez. Dicen que hay una palabra japonesa para esta manía que no es bibliofilia, es angustia del vacío o, más bien, consumismo, cultiño y tal, pero consumismo. La palabra es tsundoku, pero, como digo, es otra cosa : hay a quien tranquiliza ver en casa libros largamente deseados, comprados en las librerías que tanto nos gustan. Libros que se han movido de una estantería a otra sin que aún los hayamos abierto, incluso los olvidamos, abandonados por la presión constante de la novedad. No hago propósitos de ningún tipo para corregirme: encontrarme libros nuevecitos, que compré en algún momento con lo que en aquel momento era ilusión apremiante es un consuelo en días en que te pones a ordenar. Es una dinámica, la del orden, que en mi caso me hermana con Sísifo. Para qué, algún día podré saberlo.

Una de esas joyitas que me he encontrado es La revolución de las flâneuses de Anna María Iglesia, publicado por Wunderkammer, esa editorial que es una pequeña cámara de maravillas (ay, esa edición de Los bellos y los dandys, cuánta vista he perdido ahí). Otro día hablaremos del recuerdo al reencontrar un libro del momento en que lo hiciste tuyo, de cuando te lo llevaste de una mesa de novedades, si ya era de noche y las farolas se reflejaban en algún lugar, si yo me hacía un lío con la bufanda o, por el contrario, si llegué a la librería reventada de calor, sorteando los cantos de sirena de las heladerías. No recuerdo cuándo llegó a casa este tomito, pero sí que podría haber sido mi mantra estos meses de paseos como único ocio, de añadir al lujo del aire libre el casi nuevo inédito de la tierra bajo los pies. Habla Anna María Iglesia de la conquista de los espacios públicos y de ocio por parte de las mujeres, tomando como portavoces a algunas mujeres personajes de la literatura, a algunas que dejaron de ser objeto y fueron sujeto del propio paseo. El espacio urbano no solamente era hostil, era terreno vedado: el paseo como descubrimiento, como placer, estaba reservado a los hombres. El habitar el espacio común, efectuar ese «ejercicio de poder» según Foucault, era una actividad puramente masculina, vinculada a la reflexión creativa. Y sí que existieron, en la literatura y en la historia, grandes flaneuses, paseantas como personajes de Virginia Woolf y de Pardo Bazán.

De niña odiaba los paseos. Los odiaba porque siempre he sido de caminar rápido, nervioso. Pasear me resultaba agotador por su lentitud, no disfrutaba del entorno, de los paisajes, de esos stickers que nos ofrece el día a día para adornar el recuerdo. Pasear al ritmo lento era, sigue siendo a veces para mí, un auténtico suplicio, lo es en general acomodar el paso, pero eso ya es otra historia. Me gustaba recorrer de punta a punta, sentir los pasos unos encima de otros, ir acumulando cansancio de forma rápida y, como digo, nerviosa. Los sábados por la tarde mis padres tenían el ritual de recorrer el Dique de Abrigo. Las últimas veces que fui con ellos fui porque estaba castigada (alguna mala contestación, discusiones algo cartesianas por mi parte apelando a esa lógica inexistente en la relación madre-hija). El Dique me resultaba un lugar triste, exento de glamour, me avergonzaba esa idea de ser aún niña que sale con sus padres un sábado por la tarde. Veía aquellos adoquines, el faro al final, todo se me caía encima como un manto provinciano algo «Calle mayor»: los saludos, las inevitables referencias a lo alta que yo era, las conversaciones que no me interesaban. Aquellos días se fueron, quedaron cubiertos de olvido, también se marchó mi soberbia, llegó mi añoranza, mi tristeza de no haber recorrido de la mano de mis padres aquella línea recta que entonces se me antojaba interminable, de no haber aceptado el helado de «La italiana» que mi padre ofrecía, siempre solícito, solo para intentar mi sonrisa. Hoy, en esa casi soledad que va construyendo el paso del tiempo, miro hacia el dique con la rabia de las oportunidades perdidas.

El año pasado podemos decir que aprendí a caminar y aprendí mi ciudad. Pasear se convirtió no solamente en el único ejercicio, sino también en una oportunidad de mirar, de parar un poco y subrayar ese tiempo tan elástico y tan pobre, tan agarrado aún a las restricciones horarias, a las aperturas de mano en poder o no poder hacer. He caminado en estos meses kilómetros y kilómetros en soledad, escuchando el mar o la lluvia fina encima de mi capucha o amparada por mi reciente afición a los podcast. Y,sobre todo, he compartido paseos y diseñado itinerarios. María Jove y yo volvimos a un paisaje que desconocíamos haber tenido en común: el parque de Santa Margarita, la plaza del Comercio, el Agra del Orzán. Allí vivían mis tías, en la calle Francisco Añón, en un cuarto piso sin ascensor donde hemos celebrado días de Reyes e inicios de año, donde me dejaron, por primera vez estirar la masa de unas orejas de Carnaval con una botella de vidrio en aquella cocina pequeña y llena de amor, en una tarde de granizo en la que merendamos en la sala de estar y vimos en la tele La mitad de seis peniques. Tuve dudas al pasar ante el portal, tan distinto era todo ya. Mi paseo de ese día fue melancólico y algo triste, no fui yo una mujer que conquistase espacios : volvimos a casa cabizbajas, el paseo nos devolvió una ciudad que ya no era o que, quizá, habíamos abandonado por otra con plazas de la Ciudad Vieja, con menhires en el Paseo Marítimo, con carril bici. También por una ciudad silenciosa y vacía en algunas zonas, una ciudad casi en la rara siesta sin fin de un pseudoconfinamiento. Caminar es una reflexión, pero también es, en tu propia ciudad, reencuentros de juegos perdidos, de casas de amigos de la infancia en las que comiste chocolate Dolca y aprendiste a jugar al tute cabrón. Ahora allí ya no vive nadie, nadie que tú puedas reconocer como compañero de chocolate Dolca y tute cabrón. Esos espacios cerrados los habitará quien desconozca todo ese ADN sesentero y setentero que se paseó por las habitaciones.

Quizá el pasear, el caminar, tenga más que ver con una búsqueda que sabemos de antemano no va a culminarse, que es como aquellos problemas de matemáticas que abandonabas por imposibles. Sigo yendo a pasear casi todos los días y repito itinerarios, no me importa lo aprendidos que estén, lo repetidos, me sigue gustando recorrerlos. Y no creo que sea nunca una flâneuse, seré más bien, una señora que aprendió a caminar algo más despacio. Y no es poco, creo yo.

(Este post está dedicado a todas las personas que me acompañaron en mis paseos: Vero Lorenzo, Pitu Fraga, Jose Marquez, Luis Cao, Carlos Portela, María Jove, Marimeli Gallego, Alba María. A papá, claro. Todo lo que hemos hablado es parte de mí).

Lo que leo: La anomalía de Hervé Le Tellier (Seix Barral) es una barbaridad (os he hablado algo en Instagram).

Intempestiva : unha biografía (literaria) de Xela Arias de Montse Pena Presas (Galaxia) e porque non pode ser doutro xeito, hai que ler o que diga Montse e xa.

Luces de varietés de Manuela Partearroyo, (La uÑa rota) es un brillante ensayo sobre la conexión Valle-Inclán// Fellini aka la España felliniana y la Italia valleinclanesca, con un estudio de los precedentes de la comedia como denuncia, la presencia de Berlanga y Azcona, Monicelli…

Lo que he visto

Druk (Otra ronda) es una aproximación al alcohol como celebración, tolerado socialmente y del que se puede extraer un carácter festivo y también un oscuro vitalismo. Ese señor de pómulos insultantes y ojeras sexis se tiene que llevar todos los premios que haya en el mundo: Mads Mikkelsen, qué guapo eres, condenao.

O sabor das margaridas Bueno, me había gustado tanto la primera que, creo que en buena lógica, la segunda se me está haciendo menos interesante, pero no está mal.

También veo «series señoriles» y algunos grandes éxitos refrendados por la crítica que son un maldito bodrio insufrible, pero, como Jaime Peñafiel, valgo más por lo que callo que por lo que cuento. (Y si no te importa mi opinión no sé por qué has llegado hasta aquí).

Amigos de toda la vida

Four women drinking wine, talking in living room (B&W)

La memoria, el recuerdo, tiene parte de inventiva, de construcción. Quiero escribir sobre amigos- la estructura de la confianza, la pérdida, el desinterés, la recuperación- y me vienen a la cabeza dos títulos que no tienen nada que ver entre sí a excepción de que comparten la palabra «amigos»: Amigos que no he vuelto a ver y Los amigos que perdí. Si tuviese que escribir una historia de la literatura a partir del tema de la amistad,no creo que compartiesen ni párrafo, ni página ni siquiera capítulo; que autores tan diferentes como Bayly y Vidal-Folch naveguen por sus títulos sobre el mismo tema y con el mismo trasfondo (la orfandad del vacío o de la ausencia, sea o no buscada) es una de esas coincidencias como que yo, ahora mismo, en lugar de centrarme en la amistad, esté pensando en escribir una historia apócrifa de la literatura a partir de las grandes enemistades literarias, o una totalmente inventada, como esa maravilla que es La literatura nazi en América (que, dicen, generó también enemistades. La vida, que es muy rara).

Yo recuerdo la primera amiga que hice en el colegio. Esa sensación gregaria y a la vez poderosa que te hacía no desear nada más que llegase el día siguiente para verla,para sentarnos juntas en el bus del cole, para mirarnos con algo de arrobo en las clases de párvulos. Esa es la primera amistad : infantil, exigente y comprendida con exclusividad, con entrega absoluta, con  ese neón brillante que poporciona la novedad. La vida, por desgracia o fortuna, te lleva por una infancia con primeras decepciones, alguna que otra traición (que si fulanita y que si menganita dijeron), sufrimientos estos como puñales con cursillo para aprender a curtirse incorporado, pero en nivel A1. La adolescencia es mucho más jodida, caramba, que ahí las confidencias las carga el demonio y los préstamos de jerseys o faldas son cuestiones de estado. No sé cómo habría sido yo a principios de los ochenta con redes sociales, imagino que tendría un Instagram algo nerdie y pedante, pero con su público. Las películas de los ochenta nos enseñaron muchas cosas, entre ellas que el frikismo es muy cool, que las chaponas se acaban convirtiendo en tías buenas (esa es la parte más innecesaria, joder con las vueltas que le damos al mito del patito feo) y que aunque tengas un perfil picassiano como Jennifer Grey puedes ligarte a un malote que no lo es y, de paso, marcarte una reflexión sobre el derecho al aborto, todo ello entre sudores y camisas reprietas, justicia poética y se baja el telón.

Algo que nunca he entendido es por qué aplicamos esos parámetros de la amistad, los aprendidos en la infancia, a la edad adulta; esa exigencia de presencialidad, de atención constante; de que si incorporas a alguien a tu vida en calidad de amigo ya le debes un vasallaje absoluto. Ay, mira, no. La vida, entre universidades y mudanzas, entre primeros trabajos precarios y círculos de expatriados en ciudades carísimas, va estableciendo sus complicidades; a veces duraderas, otras, producto de la casualidad. Y no pasa nada: los momentos son magníficos o no tanto, pero eso es lo que cuenta. He vivido en varias ciudades, me he llevado amigos de casi todas. Muchos de ellos forman una especie de limbo invisible que me acompaña: se activa cuando podemos vernos, muy de uvas a peras. Tengo, también, necesidad y morriña constante del humor de algunos que alimentábamos a diario, de las afiladas respuestas de otros, de las reflexiones disparatadas de aquel.  Echo de menos cierta cotidianeidad, pero también me beneficia la distancia. Porque quizá, y solo quizá, lo que llega a unirte en un momento es la reconstrucción de un pasado común, mitificado por lejano, algo que se reactiva con beneficios mutuos de vez en cuando ante una buena cena o un café. No es mi intención hablar de esa nostalgia impostada  (las redes sociales, amigas, las redes sociales) de exalumnos de tal o cual cole a los que te puede apetecer ver una vez, pero que, quizá,no te apetezca repetir porque, y esto es una cruel realidad, no tenéis nada que ver. No hablemos tampoco, claro, de los equipajes que venían con algunas parejas y se convirtieron en un halo de silencio y humo cuando se rompió el amor (ojalá que de tanto usarlo, aunque no suele ser el caso). A veces, y me siento afortunada, de esos naufragios sí han quedado supervivientes con los que has estrechado lazos, has construido otro tipo de relación de autonomía. Otras personas- por desinterés o por realismo: no les interesabas- desaparecieron, como ya he dicho,  por los sumideros de la vida. Y tampoco pasa nada, claro. Otra cosa es cuando dando un portazo o haciéndose el avión (el ghosting del que tanto se habla ahora) desaparece quien sí era lo que tú creías un asidero firme. De eso sí una tarda en recuperarse.

¿Y qué de los amigos que sí has vuelto a ver? ¿De los que, aunque no veas a diario (las parejas, los hijos, la vida laboral) sí son ese equipaje enriquecedor, solidario y firme, que necesitas y sabes que están ahí? Pues a lo mejor, tú, que también tienes tu vida, deberías levantar más el teléfono, organizar más para veros, hablar más. Y también entender, y esto es para mí muy importante, que el silencio puede reforzar los lazos. No comparto esa idea de que los buenos amigos son para toda la vida, lo son para los buenos momentos : la vida es larga y llena de baches y mucha gente, por diferencias de cualquier tipo, se queda en el camino. No, no tengo los mismos amigos de cuando tenía cuatro años; algunos sí, pero no todos, empezando porque no soy la misma persona, y siguiendo porque he vivido, no me he quedado plantada en un bancal. He ido incorporando, enriqueciendo mi mundo, a veces llevándome palos gordos que me he llevado también con amigos de mucho tiempo. ¿Nos está diciendo, señora, que la amistad es algo sobrevalorado? No. Lo es la idea, impostada y absurda, de que la amistad es indestructible y que la lealtad no se tambalea : por cuestiones ideológicas, por diferencias vitales, por enfoques opuestos, que sí ponen a prueba la tolerancia. Y, a fin de cuentas, vamos a ver:¿ si tú conocieses hoy a esos amigos que dices conservar de la infancia serían, de verdad, tus amigos?

 

Al hilo de lo que hablaba antes de entender la intimidad como un privilegio, me interesó mucho este artículo de Héctor Barnés. No, no pienso tomarme un café contigo: a favor de las relaciones superficiales

 

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