Anchoas y Tigretones

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Tu vida al revés

Después de unas semanas hablando de vejez, cuidados y ver la vida que se escapa. Ojalá alguien cuidase a quien cuida.

Imagen de The vintage workshop en Pinterest, sin créditos

Existen, siempre han existido pero ahora quizá más, algunas fronteras que deberían seguir siéndolo. Hasta el momento en que no cambias un pañal (de adulto), recoges un vómito (de padre o madre), observas una desnudez jamás imaginada, quizá no hayas llegado a algún límite donde hay dragones que tendrás que domesticar. Porque ves la piel vulnerable, la piel vencida, la piel distinta, no has conocido, porque quizá no recuerdas, esa piel joven que amó, deseó, se cuarteó de frío esperando autobuses y de sueño esperando a que tú te durmieses. Esa piel, esas manos ya últimas, que tanto trabajaron para que tú tuvieses sopa y pasteles los domingos, algo de juego de tabas y Coca-Colas con hielo y limón en alguna cafetería del centro, los zapatos de hebilla que dolían, el calor de la estufa Garza con sus parpadeo en la noche de tu habitación, en tu mundo de habitación, en aquel mundo recogido y perfecto en el que diste portazos de ira y al que juraste no volver y siempre ha estado ahí, esperando. Y los ojos. Esos ojos que te miraban con recriminación, que supervisaban tu caligrafía y los boletines de notas, que se llenaron de lágrimas ante tus dolores, los ojos, ahí siguen, con sus gafitas pequeñas con las que se lee silabeando el periódico quizá ya sin entender el mundo (¿alguna vez hemos entendido el mundo?) se teclea con admiración y algo de miedo en un móvil muy básico. La vejez es un temblor que no cesa: tiembla el mayor y el que cuida, observando ese tiempo de descuento, la cuenta atrás, el cansancio a veces de vivir, también de cuidar, la vida, qué compleja. Cuidar pone, casi siempre, una vida en suspenso: las horas son más lentas, menos horas, más difíciles. Te acuerdas de aquel amigo que tenía que vigilar a su madre constantemente y que sentía que era el sheriff de una niña que nunca iba a crecer, nunca iba a darle una alegría. Y una no deja de pensar en todas las que asumen a diario una carga no escogida, la que te cae porque sí, porque es tu obligación y te gustaría no tenerla pero te sientes mal diciendo eso, así es, no es de otra forma. Y quizá, a lo mejor, encuentres agradecimiento o un chispazo pequeño en la mirada, un asirte la mano en un modo de agradecimiento parco, pero mucho más grande que los carteles de neón. Ahí empieza esa contradicción desesperada de ser responsable de quien se responsabilizó de ti, de que te pese, pero, a la vez te reconforte saber que es lo que necesita, lo que puedes darle. Y eso, amiga, es lo que te deja seguir.

De las cosas que se pueden hacer para mitigar la preocupación por la guerra o por la vida en general:

Hay que seguir leyendo siempre para que el mundo no se haga más pequeño. Leed a Laura Fernández y su La señora Potter no es exactamente santa Claus : imagínense un western dirigido por Wes Anderson en una ciudad helada, llena de cotillas profesionales, dedicados en cuerpo y alma a honrar (y vivir de) un personaje literario. Un cruce entre Wisteria Lane in the middle of nowhere con toques de Pynchon, Richard Ford y una descacharrante aventura de aspirantes a agentes inmobiliarios, vendedoras de rifles, bibliotecarias hurañas y madres ausentes o no tanto. Y, reitero lo que le dije a la autora, es como si David Lynch se fuese de Erasmus.

Y el viaje a Trebisonda de Rose Macaulay, en el que estoy ahora (gracias a la recomendación de Flavia Company) con camellos casi parlanchines, tronchantes guerras religiosas e ingleses excéntricos y circunspectos descubriendo Oriente Medio, desprendiéndose de prejuicios y adquiriendo otros. Estoy empezando, pero quiero ser amiga de la tía Dot. Las torres de Trebisonda está en Minúscula y tiene un prefacio de Jan Morris (sí, la maravillosa y valiente Jan Morris, que nos explicó Trieste como nadie).

Y se pueden escuchar, a pesar de todo, cosas bonitas. Como esto de Guitarricadelafuente.

¿Dónde está el despiporre, amigas?

Señora harta de que no la inviten a nada con su estoico marido al lado.
(Imagen de Pinterest, sin créditos visibles).

No sé si será uno de los efectos de no poner, de un modo totalmente definitivo, un «the end»a todo lo malo, como decía Lisbeth Salander, a todo aquello que comenzó mucho antes de marzo de 2020. Quizá lamentarse o sentirse triste ahora sea mucho más transgresor—una transgresión no buscada, algo que viene dado casi de regalo o sorpresa, como un niño que grita «hostia» en una cena familiar sin saber lo que es—que refunfuñar, subirse por las paredes o dar coces al aire durante el confinamiento. Hablar desde el privilegio y de cierta comodidad económica, de haberse zafado (creo que milagrosamente, trenes y transportes públicos mediante) del contagio tampoco, parece y con los datos de ERTES y paros en la mano, da como mucha autoridad moral para hilvanar quejas como letanías. Vaya por delante que arrojar culpabilidad sobre la tristeza, venga de donde venga, es algo terriblemente humano, pero también poco legítimo y a veces incluso despiadado.

No sé si tristeza o desconcierto: a mí me habían prometido un Eldorado de felicidad, de locura sin fin una vez acabase la pandemia, un derroche de rocanrol (me chifla poner rocanrol) en cuanto todo estuviese terminado, cuando dejásemos de subir selfis vacunándonos o con esas mascarillas de cucurucho que ya no sé si sois Carmen Mola o asesinas en serie de peli cutre. Pensaba tener una agenda rechea de planes (madre mía, la de gente que me dijo «cuando acabe todo esto vamos a ir a todo» y no he vuelto a saber de ellas), No, de verdad, vaya timo la nueva normaduvalidad, como decían Esnórquel y Perra de Satán. Un timo que tiene que ver también con que todos hayamos hecho ajustes personales durante estos meses, para bien y para mal. Yo no he sentido en ningún momento ese vacío terrible de soledad que sintieron algunas: yo he hablado por teléfono, he hecho zooms y zarandajas digitales, he escrito correos. Más o menos como antes del confinamiento: las personas que tenemos un sentido de la independencia acusado, pero somos sociables, ojo, y no solitarias, sabemos que todo va por rachas: épocas de más planes, de menos, de mayor o menor introspección. Por eso también sabíamos, y eso es lo más interesante, que había bastante ficción en la riquiñez del enclaustramiento, en gente que había desaparecido y reapareció, en lazos algo endebles, en focos de atención algo sorprendentes, de una solidaridad edulcorada. Pero… era inevitable ver la casilla final de ese parchís que ha sido, o sigue siendo, la pandemia, como una invitación al despiporre, como el final de los exámenes de junio o el día de la licenciatura. Yo, al menos, así lo creía. Por eso me siento algo decepcionada: no ha sido para tanto, al menos para mí. Ni humea la agenda ni tampoco veo yo a mi alrededor, a excepción de los bares a reventar, la alegría, si es que en los bares ha habido alguna vez alegría. Pero no sé si, en el fondo, hay un poco de miedo por parte de algunas a mirar hacia atrás. Se hablaba hace tiempo del «síndrome de la cabaña» (me encantó el artículo de Isaac Rosa negando tal), una especie de «miedo a la libertad». Yo lo veo, con mi sentido de lo prosaico activado, como el niño que, con flotador y bañadorcito, da vueltas alrededor de la piscina: sabe que le va a encantar, pero le da miedo el proceso. ¿Y si realmente la vida no nos depara ese despiporre, esos felices veinte (tampoco lo fueron en Weimar, ojito, me lo recordaba Juanjo Seixas ayer), porque volver a la vida es volver a la nula magia de lo cotidiano, de recuperar algo que necesitaba ya de antemano ser otra cosa? Me decía una amiga hace tiempo que a ella el tiempo en casa la había reconfortado muchísimo: previo al encierro lo estaba pasando mal porque se sentía sola, pensaba que quería tener pareja y no la encontraba, y que, al estar todos jodidos y en casa, se había sentido igual que todo el mundo y no en inferioridad de condiciones. Yo no lo he sentido, pero es interesante: una especie de «danza macabra» donde el encierro iguala a todos los vivientes, sea cual sea su situación sentimental. Yo sí creo que algunas personas que estaban solas en el confinamiento sí estuvieron especialmente castigadas: mi padre, mayor de ochenta, haciéndose listas de tareas y sin tener con quien hablar en todo el día, por ejemplo. Evidentemente no creo que él espere un despiporre como yo, o eso quiero creer, pero sí me reconforta que el tramo final de la vida de alguien sea ya de apertura, de paseos libres, de poder hacer su vida con cierta naturalidad. Pero yo, como soy una lercha, en realidad pienso en qué mentira tan grande son las expectativas sobre el futuro y todas las motos que nos han vendido a lo largo de la vida: estudia mucho, aprende idiomas, haz esto, lo otro, el puto máster, trabaja gratis que te da visibilidad (y un huevo),c onfínate que luego viene el despiporre. U-lo despiporre? ¿Será que nos hemos vuelto más egoístas o selectivos, que nos impresiona ya menos cualquier cosa o será que yo me leí mal las instrucciones del final del confinamiento? A lo mejor es que el tiempo en casa nos ha dado por recuperar viejos rencores por tener demasiado tiempo para darle a la cabeza, por encabronarnos infinito con meteduras de pata humanas que no son para tanto, que hemos ido borrando posibilidades, maximizando agravios y extremando una dignidad algo hidalga y quijotesca, un poco redicha. Y sí, es bastante esnob estar pensando en vida social cuando parece que el mundo se tambalea entre volcanes, llamadas a la acumulación de velas, posibles colapsos. Es verdad: ya he dicho que mi atalaya es relativamente confortable; la del mundo que me rodea no lo es en absoluto. Pero antes de mirar hacia abajo, de coger aire para saltar, pues mira, prefiero mirar a mi alrededor. Es una forma de banal escapismo, es posible.

La verdad es que yo no he llamado a nadie para organizar nada, de momento me he dejado querer. Seguimos siendo la misma mierda, o la misma maravilla, de personas.

Recomendaciones:

Estoy impresionada, muchísimo, con Los galgos, los galgos de Sara Gallardo. Me queda un buen trozo de novela, pero qué escritoraza. Una escritura abrupta en la narración, deslumbrante de lirismo y con mucha ironía, melancólica, dulce y afilada a la vez. Mis días en la finca Las Zanjas me están dando más másteres de escritura que todas las escuelas de letras del mundo. Me ha gustado mucho El asesino tímido de Clara Usón (grazas, Inma López Silva pola recomendación)

La mentira por delante de Lorenzo Montatore (Astiberri). Un collage de pensamientos de Umbral, fragmentos de sus obras, declaraciones en prensa, su amor por los gatos, el duelo por Pincho, su hijo fallecido en plena infancia, su pareja, las Pititas y el mundo del cuore, el dandismo y la fascinación por Valle y Valery. Un caleidoscopio para intentar entender una personalidad compleja, menos terrible y mucho más vulnerable y tierna de lo que su vozarrón y performance habitual dejaban ver. Luego se puede completar con el visionado de Anatomía de un dandy (que está en Filmin) de Ortega y Arnaiz. A mí me sobra toda la parte de Jabois con que si la paternidad, tal y cual porque creo que desvirtúa por completo el sentido del documental, unpopular opinion, of course.

Estoy viendo pocas series o las que empiezo se quedan a la mitad. No creo que la cojáis ya en cine, pero es maravillosa Chavalas, de Carol Rodríguez Colás. La conciencia de clase, el no pertenecer a ningún sitio (o de cómo una chica de barrio nunca va a tener los contactos que tienen otras compañeras de máster con apellido de muchas sílabas, cómo no va a ser nunca tan cool en ese inflado mundo vacío deldiseño) o que no te sientas ya parte del tuyo. El darle la vuelta al volver a casa: sacar pecho, aprovechar la experiencia y saber quién eres por de dónde vienes, lo que no significa necesariamente claudicar. Una buena bofetada a las modernitas de tres al cuarto y, sobre todo, mucha frescura. Y, por supuesto, la de Wes Anderson y su caleidoscopio de locuras, una cámara de maravillas parisina, unas miniaturas engarzadas tan extrañas como fascinantes. The french dispatch, eso sí que es un despiporre.

Sigo escuchando los podcast que ya me gustaban, aunque estoy un poco agotada de algunas fórmulas. Por eso me encantó encontrarme Reina del grito de Desirée de Fez (si os va el terror y lo gotiquísimo no os perdáis la charla con Mariana Enríquez) y Otra españolada de los hermanos Podcast (me salté el capítulo con las de Deforme Semanal, eso sí).

Agosto es un invento

Photo by Nathan Anderson on Unsplash

Hemos empezado a odiar agosto. Es un sentimiento sordo, basado en un determinismo trágico. «Va a llegar agosto y al final no vamos a hacer nada». Y fue así, así está siendo, durante dos años seguidos, pandémicos y de esquivas perseidas. Agosto era un anillo tolkieniano, un lugar donde depositar esas siempre exageradas expectativas que adjudicamos al verano, al tiempo de vacaciones, víctima de unas esperanzas basadas no sabemos muy bien en qué. Las vacaciones de verano son como ese nuevo amante que nos deslumbra en su posibilidad y caemos en una idealización banal, impostada y mentirosa. Lo llenamos, nada más conocerlo, de unas cualidades que solo están en nuestra imaginación, en nuestra agenda irreal de posibilidades y futuribles: cosificado, es un contenedor, una plantilla, al la que dotar de todos esos dones que nos gustaría que tuviese. Claro, no es así. No funciona como receta: tiene otras virtudes (y misterios, perdona, Xesús Fraga por usar tu título), pero no son las que hemos elaborado y pretendemos adaptar, como en aquellos recortables de la infancia en el que escogíamos vestidos y complementos a nuestro gusto, hacíamos y deshacíamos, verano e invierno, impermeable de rayas y pantalones de campana. Nada sale bien con recetas exactas, puede que falten ingredientes o que el tiempo de cocción no sea adecuado.

Estos últimos veranos de reposo casi obligatorio, de medir kilómetros y distancias, he pensado mucho en los otros veranos. Intentando ser rigurosa. Como niña que fui sin aldea ni veraneos fuera de la ciudad, mis veranos tenían las mismas geografías que los inviernos, pero una inmensa alegría. Nunca tuve pandilla de bicicletas ni conocí a Chanquete, chupaba más piscina que playa y lo bueno era leer hasta las tantas y jugar en el jardín hasta que nos daba la gana. Me encantaba, me sigue gustando, la fruta de verano y sus colores, el olor de la crema bronceadora y la música de mañana en toda la casa. No, no viajé en familia más que en alguna ocasión en aquel Seiscientos naranja, que fue el único coche que hubo en casa, para pasar algunas veladas familiares en los lugares de verano de los otros, en «fincas», como decíamos entonces. Nunca tuve la sensación de perderme nada, incluso cuando setiembre nos devolvía a los lápices y los horarios, mis compañeras hablaban de las primeras discotecas en Sada, los chicos a los que espiar furtivamente o los cigarros fumados a escondidas en Inglaterra, adonde las niñas pudientes iban a aprender a besar y pasar el verano, subiéndose a aviones y trayendo de vuelta chocolatinas deliciosas, algún llavero de Snoopy y poca gramática entre los jerseys comprados al peso. Ahí sí hubo un momento en el que empecé a pensar que, quizá, el verano era otra cosa. Lo seguí pensando cuando estudiaba la carrera y podía ir de acampada a algunos sitios y poco más, cuando vinieron mal dadas y empalmaba dos trabajos de verano para hacer granero para el invierno. Cero lágrimas con la precariedad y más combate contra quien la fomenta, amigas: hasta una señora como yo la ha vivido. Agosto fue, después y ya en otros tiempos, un proyecto para ir a Moscú y a la verde Irlanda. Yo, que adoro las ciudades en invierno, tuve grupo de viaje veraniego por imposiciones laborales. Y me gustaban, a pesar del caos, esos aeropuertos en sandalias, no entender un carallo en algunos sitios, las avalanchas o los chaparrones inesperados cuando se anunciaban temperaturas de 27 grados o poder disfrutar de la hospitalidad de amigas que residían en otras latitudes y nos mostraban «lo que nadie ve».

Agosto ha sido hermoso, pero también es un invento. Es una promesa, un futuro perfecto sobre el que hacer presupuestos, diseñar itinerarios, pensar en llenarnos la cabeza de todo aquello que es diferente en una espiral de preparativos, de ilusiones, de deseos. Todo eso, más y menos, es el octavo mes del año. Pero también puede ser un eterno domingo. Ahora, más que nunca, una desilusión: agosto es ese regalo útil que te hacían de niña y que era siempre el peor de los regalos, en el jersey verde cuando te gustaba el rojo. Y ese invento, ese lugar donde depositar esperanzas, ya nos ha fallado dos años. Como señora que adora que las ciudades se queden vacías, escribo estas líneas en un Ferragosto con menos éxodo playero o campestre que otros años, con mucho paseo como los confinados, con «pocos pero doctos libros juntos», con la idea de que lo bueno vendrá cuando seamos un rebaño, si no lo éramos antes, o una inmunidad nos convierta en ovejas. O, quizá también, tengamos que recuperar esa idea del descanso como un exilio interior, como esa pereza infinita, indolente y algo culpable que da el no planear, el no tener que hacer nada porque no te da la gana, sin esclavitudes de redes sociales y de mostrar lo felices que somos. Y dejemos los calendarios, las ilusiones para algo más de andar por casa, para todo lo básico y fundamental.

La verdad es que los que nunca tuvimos esa idea de los veranos azules no los echamos de menos.

LEO

No sé por qué, pero en verano siempre me apetece leer novelas de misterio, góticas o de terror, géneros que no se me ocurre abordar en febrero o noviembre. Acabo de terminar Amar y ser sabio de Josephine Tey (editado primorosamente por Hoja de Lata en traducción de Pablo González Nuevo) y me espera Daphne de Maurier en la mesilla con El chivo expiatorio, traducido por Concha Cardeñoso, lo que es garantía de éxito y editado por una de mis favoritas, Alba. Tengo pendiente, ay, la vida, Quemar libros de Richard Ovenden (jefazo de los bibliotecariosde la Universidad de Cambridge) porque he prometido una reseña para un fantástico proyecto que tienen los bibliotecarios de la Universidad de Vigo. Y, bueno, si queréis unas poquitas recomendaciones cruzadas, he colaborado con un pequeño texto en Tempos Novos, que tenéis disponible en vuestra biblioteca, quiosco de prensa o librería favorita.

VEO

Es una temporada maravillosa para ir al cine. Mis fieles escuderos María y Tony me llevaron a ver El médico de Budapest, con un Brandauer irreconocible, yo que siempre lo recuerdo como Fausto. Sobre convenciones e intereses creados, bullying, miedo a lo desconocido y los desmanes del poder. También sobre la independencia y la amistad, algo tan valioso como difícil de mantener en estos tiempos de difamación constante. Y estoy viendo Los Durrell, porque ,si hay un verano, ese es el eterno verano de Corfú, espiando a las nutrias aparearse, deseando como Margo la llegada del amor o de las musas, como Larry. Los quiero como a una familia propia, me hacen compañía en este solitario verano.

ESCUCHO

Estoy escuchando mucha ópera: mis amigos músicos y melómanos clásicos se ríen de mi cuando digo que la ópera mata al teatro. Suelen ser actores y actrices reguleros, y yo no me centro en las representaciones (tampoco he visto tantas, invitadme a la Scala o a La Fenice y veremos). Pero hoy me lo he pasado teta escuchando Le nozze di Figaro. Este tiempo lento de verano ayuda también a escuchar episodios de mis podcasts favoritos que se me pasaron en su momento. De una de mis habitaciones de hotel preferidas y virtuales, la del Hotel Jorge Juan, recomiendo las conversaciones con Marius Carol y con Fernando Trueba, que me han parecido sensacionales.

El (mal) deshumor

Reñir, constantemente: pulsad imagen para fuente.

No sé si es consecuencia del confinamiento del año pasado, de abrir y cerrar las ventanitas de las desescaladas, de pasmar tanto o, pensando en positivo, de haber hecho una limpieza de fondos, agendas o reestructuras de nudos (los gordianos, siempre los más complicados). No sé si es, como digo, el resultado de todo el agotamiento de escalar y desescalar, de los encuentros y la vuelta a los olvidos en esa versión, sardónica, y muy desencantada del mito de Sísifo. 2020 fue Sísifo y un poco Apolo y Dafne, un maremágnum de cosas raras y claro, como todas sabemos, los actos tienen consecuencias. Las consecuencia de las que hablo son el estado en el que habitamos los humanos: un permanente resquemor, cabreo, agotamiento, un constante deshumor.

El privilegio es siempre una atalaya con la pata coja. Estoy hablando de Zooms y de imágenes enmarcadas en pantallas durante días y días porque soy de las que me he zafado sin haber pasado el bicho. Ni yo ni nadie muy cercano, soy una suertuda. Puede parecer obsceno hablar de la necesidad de la risa cuando la realidad es aún dramática y no tiene visos de mejorar, lo siento, soy una optimista bien informada. Y claro que hay derecho a la queja, al despotrique y al desahogo. Veo too much caras de perro en todas partes y no digamos ahora que se puede/no se debe ir sin mascarilla en espacios abiertos: los que antes vigilaban por las ventanas, vigilan ahora que la máscara no te cuelgue de más por debajo de la barbilla. Si estás en una cola, la distancia de seguridad es, en muchas ocasiones, objeto de recriminación o comentario ajeno. ¿Recordáis cuando éramos como la niña Pollyanna y jugábamos a aquel juego de la alegría de aplausos y sonrisas a vecinos desconocidos en ventanitas desconocidas? De cómo hemos pasado de la, a veces, empalagosa beatitud al gruñido constante es un tratado de poco recorrido: estamos cansados, perdiendo la capacidad de asombro, rodeados de realidades violentas y que nos están haciendo retroceder un mundo. Aquí sí que somos más Sísifos que otra cosa, y no solamente en la maldita pandemia. Y lo dice una señora borde de campeonato, que ha escrito breves ensayos sobre el pollyanismo y el exceso de azúcar.

Creo que el año pasado la política creo extraños compañeros de cama: si todo lo personal es político, la política de obligaciones confinadas, ese año de paredes resabidas hizo que recibiésemos llamadas raras, whatsapps de personas que ya no estaban en tu vida y que no van a volver a estar porque no ha lugar, porque son yogures caducados: esa constante promesa de que algún día te lo comerás porque total no pasa nada, esa visión en la nevera tantos días y como tales, acaban en la basura porque en realidad ya no son nada. Pese a esto, decían en un episodio del podcast ¿Puedo hablar? que fue la mejor época de Tinder, que con la poca presión para quedar y desestimando esa rapidez obstinada del mundo digital, todo era mucho más reposado y dado a la conversación. Aquella época yo la enlazaba con mis primeros días en un país ajeno que sabes que has de hacer tuyo aunque no puedas al principio, donde recibías afectos a distancia y de regalos de despedida que te acompañaban en tu maleta nueva de nuevas aventuras. Estrechabas más lazos con los afectos que dejabas a 10000 km por eso mismo, porque estaban lejos y porque eran ya recuerdo magnificado. Quizá todos somos más nosotros mismos cuando no hay compromiso de crear un lazo real, cuando la confianza que surge como una explosión tiene puesto un cronómetro. ¿O es que no eran los dos protagonistas de Antes del amanecer mucho más auténticos el uno con el otro porque todo se desvanecería con la llegada del sol? La idea de lo efímero nos ayudó en los primeros días, de ahí a hacerlo todo más azucarado: nos meten en casa un par de semanas y a otra cosa, mariposa. Ja. Ahí ya empezamos con Apolo y Dafne, con Prometeo, hubo quien fue la desdichada Casandra y todos los mitos más que se nos ocurran. En esa doméstica Odisea, en ese postergado volver a nuestra Ítaca de normalidad, perdimos el humor, el principal patrimonio de la supervivencia. A lo mejor muchas no éramos ya la alegría de la huerta antes o, como dije en otra ocasión, veníamos cucú de casa. El problema es que la mala hostia se convierta en patrimonial, en el modo de estar en el mundo. Y eso sí es preocupante. Insisto: hablo desde el privilegio que da el tener una estructura medianamente estable pero, incluso en mi trabajo en redes en el que he visto mucho y mucha violencia, detecto una mala baba, un cabreo mucho más enconado, una actitud de espadas en alto más acusada. Y una caída libre del sentido del humor, de la trivialidad porque sí. He visto agarradas brutales en la calle, en el barrio pretendidamente megaguay en el que vivo, por las mascarillas. Follones por la distancia de seguridad. En otro contexto, acusaciones por parte de mala gente sobre la pertinencia o no del teletrabajo (yo pagaría por no tener que ver a algunas personas, de verdad). El buen humor, el intentar exhibir algo de pequeñita felicidad en el día a día empieza a estar mal visto: falta de compromiso (¿con qué?), banalidad, poca enjundia y seriedad para encarar la vida. Pues claro, afortunadamente.

Es fácil creerse en un ecosistema de verdades inamovibles, de apacible tranquilidad o de dramas que podemos embotellar. A veces, en el despacho que comparto con tres compañeras más, recordamos con sorna cuando nuestra máxima preocupación eran las radiaciones de radón. Todo ha cambiado de sitio y la maleza que cubre el futuro se ha hecho más y más espesa. Si no achicamos los ojos para ver algo más allá, si no oteamos el futuro descojonándonos vivas, mal andamos. Luego ya viene la segunda parte: que si te ríes eres muy tonta y todo eso. Pero eso ya lo dejamos para otro día, que se nos agota el cartucho de optimismo.

Y siempre, gracias a las diosas, vienen Los Punsetes

Leed:

Rápido, tu vida Sylvie Schenk (Errata naturae, 2021). Maravilloso: de esos libros que pasarán, seguro, desapercibidos, pero que esconden una humilde grandeza. Dos países, dos lenguas, el lugar de la culpa (de los otros): una reflexión diferente sobre la identidad y el hogar que creamos cuando llevamos nuestros pobres huesos a otros países (saldrá un comentario mío sobre esta novela algo más extenso en Tempos Novos, ya os lo traeré aquí).

Leo también a Ivy Compton-Burnett, pero me descorazona la traducción, sorry, Anagrama. Tengo Papel, el inmenso ensayo de Mark Kurlansky en Ático de los Libros, Quemar libros (saldrá pronto una reseñita mía sobre este librazo) de Marc Ovenden en Crítica e Irmandiñas de Aurora Marco, en Laiovento cortesía de GaliciaLe.

Ved:

La batalla por Britney de Mobeen Azhar es un documental en el que se aborda la curatela que la familia de la cantante lleva ejerciendo un montón de años y que le impiden tomar las riendas de su vida. El movimiento #freeBritney de los fans de la cantante es algo mucho más que una frikada: es poner encima de la mesa por qué a unos se les considera sencillamente excéntricos y a otras, sencillamente desequilibradas e incapaces de controlar su vida. Detrás, un padre posiblemente codicioso y un enjambre de abogados y asesores que se están forrando.

Manolita, la Chen de Arcos es un cuidadoso documental-entrevista a Manuela Saborido Muñoz, la primera transexual española en cambiarse el nombre en el DNI y en adoptar una niña. Si pensáis que Alaska es transgresora después de ver este docu, pues os lo hacéis mirar. Dirige la maravillosa Valeria Vegas.

He visto también Maricón Perdido (qué suerte tenemos de contar en el mundo con Bob Pop), Una danza para la música del tiempo (gracias, Filmin, por traerme a Anthony Powell en serie) y ahora, como buena dama brit, me estoy viendo TODAS las adaptaciones de las novelas de Agatha Christie que encuentro por doquier.

Escuchad:

El podcast La vida sigue igual es tan sugestivo como poco pretencioso ¡y me encanta!: las conversaciones son fluidas, los invitados pueden hablar sin que se les interrumpa. Mario Temiño es un entrevistador pulcro, con preguntas muy adecuadas que no pretenden ser las del primero de la clase. Cero postureo, mucha verdad.

El grupo Son tías simpáticas Toni Acosta y Silvia Abril . Lo que es muy de agradecer es que se desmarquen de otros podcasts con el esquema «yo estoy muy loca y tú menos» (que a mí me encanta Estirando el chicle, vale, pero se trata de hacer algo diferente).

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