Anchoas y Tigretones

Capitalismo emocional, machirulas y redes sociales (de ligar)

Este post lleva en «borradores» más de cuatro meses. No he cambiado de opinión sobre lo que aquí cuento, más bien he cambiado de idea sobre si enseñarlo al mundo (es un decir, vaya, que lo leerán tres personas), pero ahí va.

It’s a match! 😀
Foto de Devin Avery en Unsplash

Vaya por delante que a quien esto escribe, la pareja, la vida en pareja le parece un milagro maravilloso. Recalco: milagro. Es posible que muchas de nosotras estemos agotadas de intentarlo o, sencillamente, la vida en o la posibilidad de pareja a una determinada edad, al lado de según qué mochilas, ya no apetece tanto como el «quédate en tu casa, que la convivencia es algo agotadora». Ya no se trata de quedar, conocer a alguien, intimar, es que te apetezca y no solamente eso, que ese click aparente pueda convertirse en algo más estable. Dejando atrás las épocas de conquista y depredación, dejando atrás también los años vividos en pareja- mejor o peor, esa es la verdad- los usos amorosos, el ligar en bares, en el bus, en la calle, en el trabajo, en viajes inesperados, se ha acabado. Hace poco me preguntaban dos amigas : ¿si alguien no tiene pareja y quiere conocer a alguien, dónde? No supe que responder, la verdad. Ni paseando por la kasbah viéndote envuelta en un tumulto (referencia boomer, no lo intentéis, jóvenas, no lo vais a entender), ni cordialmente en un bar o lugar de trabajo o, como sucedió a una pareja que conocí, cambiando papeleo después de un pequeño accidente de coche, sin más consecuencias que un futuro matrimonio y dos hijos. Pero en el XXI, ya no sólo es que no hablemos con nadie en el tren, en el ascensor (¿os acordáis de la escena de 500 days of summer y el «I love The Smiths»), en una cafetería de una mesa a otra, no. La idea que prevalece es que si quieres conocer a alguien tiene que ser en el contexto líquido, digital, aséptico y poco amable de las redes sociales de ligar. Y vale, ya sé que tu prima MariLoli conoció a un maromo estupendo en un club de lectura, que MariPepi lo hizo en la cola de una carnicería -todo glamour en su vida, sin duda alguna- y que tú misma te sentabas todos los días en el mismo lugar esperando una mirada, un gesto (por cierto, pocas cosas más violentas que ese esperar ser escogida, qué espanto). Pero, chica, este es mi post y va de otra cosa y volvamos al lío que nos dispersamos: las redes sociales de ligar, el tindereo y el happeneo, serían grandes inventos que, además, normalizarían en gran manera el decir «aquí estoy yo» y desestimar ese pensamiento de fracaso, de desguace, que tiene para muchos y muchas este mundo del ligue internetero. Pero hoy, amigas, pandemia por medio, ya no es sólo que haya un gran sector de la población, entre el que me encuentro, que no le pillamos el punto al flirteo digital. Nos descorazona la velocidad, las cuatro líneas de una presentación en la que no se dice nada, y que construyen la idea, trágica a mi juicio, que siempre podrás encontrar algo mejor, por lo que vas ojeando el álbum de cromos sin detenerte. En esta época de la compañía solitaria (otro oxímoron) que proporcionan (es un decir: el producto somos nosotras) las redes sociales, que gustes o no, que una foto sonriente de un maromo que hace surf o le gustan los museos y cuya prioridad son sus tres nenes (red flag, cuidadoras gratis NO), es peor que una entrevista de trabajo. Rindámonos a una evidencia: una bio de red social de ligar es una construcción del capitalismo emocional en el que se ha convertido «conocer gente». Te sale un match: apruebas o no, te llevas la plaza o no, check, check, check, siguiendo con la idea,también bastante ranciocapitalista, de que la pareja es un activo imprescindible y necesario. Tinder actúa como el gran supermercado americano en el que deslumbra la cantidad de fruta exótica, decepciona también el llegar a deshora y no ver nada o, apabullada por esas luces y esa velocidad, no podemos detenernos, leer, mostrar interés. No da tiempo. Ves rostros, desestimas, no sabes. O es más: hay quien inicia el lazo, mediante chat, intercambio de teléfonos o casi siempre Telegram por eso de exhibir (ojo al oxímoron) la privacidad, y de repente, hasta luego, Lucas. Nunca más: llega aquello que convenimos en llamar ghosting, y que no es tan contemporáneo como creemos. Desde Ariadna abandonada en la isla de Lesbos a Antoinette Cosway, apartada y empaquetada en la soledad por la consabida etiqueta de «loca», el desaparecer o desaparecerse ha sido una constante. Más clínica en el mundo digital, sin duda alguna.

Y todo esto para subrayar lo que Karelia Vázquez indica en su artículo «Insatisfacción en la era del sexo exprés» y que desarrolla en conversación con Íñigo Domínguez en el podcast de El País y su episodio ¿Por qué YA nadie te pide para salir? Uf, peliaguda y espinosa cuestión. Karelia es listísima e indaga en la llamada cultura del Hook up, el polvo de una noche, el aquí te pillo, aquí te mato, instalada ya en el mundo millennial (y también en el de boomers). ¿Por qué sucede esto? Quizá la sensación de infinito supermercado a la que me refería antes y que detectan o sienten muchos y muchas usuarias de Tinder o Happn, vaya por ahí: vive al día, aprovecha esto de hoy, no te vincules, mañana habrá más. Aclaro, para no acabar quemada en cualquier hoguera digital, que a mí me parece de puta madre que cada una haga lo que le salga del centro de gravedad, lo que me pregunto, desde hace mucho es si no estamos equiparándonos a ese comportamiento machirulo que tanto nos horroriza. Creo que la mayoría hemos tenido historias así alguna vez, muchas o casi siempre, escojan. Si no las has tenido, olé tu vida, estás en pareja, tienes amnesia o vives en el convento de clausura de Burgos donde profesan las pijas. Pero si nos convertimos todos y todas en serial fuckers ocasionales, o despreciamos y evitamos la posibilidad de cualquier vínculo, es lógico, aunque se haga con la boca pequeña, preguntarse dónde queda la emoción, las ganas o no de conocer para intimar más que intercambiar fluidos. Sí, ya sé que la respuesta automática a la pregunta «dónde queda» es, para muchas, «el siglo XIX». y con cuidado he evitado la etiqueta «amor romántico,» que siempre me ha parecido engañosa y algo redundante. No se trata, ni mucho menos, de enumerar los estereotipos del enamoramiento porque es posible que ni existan: lo que sí existe, y debe existir es todo aquello que huela a sano, tampoco lo es esa ansiedad de emparejamiento (disculpen, casi escribo «anxiety of influence»). También es verdad que esta incapacidad ante el enamoramiento tiene que ver con, según dice Liv Stromquist citando a Byung-Chul Hang en La agonía del Eros, la negación o alejamiento de la alteridad, que es, precisamente, lo más gracioso de enamorarse: huevos y castañas, celtistas y del Dépor, culturas distintas. Al centrarnos en el yo, que es una consecuencia del individualismo narcisista, el otro desaparece o es, en ese contexto, una proyección del otro, que queda diluido. En román paladino: que nos molamos tanto a nosotros mismos que somos un selfi sexi en serie. Curiosamente, y esto es harina de otro costal, también puede que haya una tendencia contrapuesta a la anterior: la casi imprescindible necesidad para la chavalada joven de emparejarse. En un movimiento de mundo al revés, la mayoría de las hijas e hijos de mis amigos se emparejan muy jóvenes, teniendo relaciones largas en el tiempo y en años en los que implica crecer juntos: el bachillerato, la elección de carrera, el mundo laboral. No digo que necesariamente se estén perdiendo algo ni que necesariamente sea malo. Eso sí, iba a ser yo con diecisiete, ni de coña. No se trata, ni mucho menos de enumerar los estereotipos del enamoramiento porque es posible que ni existan: lo que sí existe, y debe existir es todo aquello que huela a sano, tampoco esa no esa ansiedad de emparejamiento (disculpen, casi escribo otra vez «anxiety of influence»).

La permanente insatisfacción puede llevar al «no sos vós soy yo». En mi opinión, el ejemplo mejor hilado (como todo el libro, aclaro) lo ofrece Liv Stromquist en ese divertido, certero e interesantísimo tirón de orejas que es No siento nada cuando habla del no sentir de Leonardo di Caprio y su sucesión de novias que sustituyen una a otra en una serie que parece infinita, sin dejar ningún poso (deseando que él tampoco les deje poso a ellas). Dice que es como esas placas de cocina que dejan de funcionar en un momento y sobre las que puedes poner la mano porque son inocuas, ni chicha ni limoná, tibieza. En Los sentimientos del príncipe Carlos, Stromquist pone el foco, a través de ejemplos de series de televisión, en ese papel de Sísifo moderno que tienen muchos de los personajes femeninos: desean hablar de sentimientos, intimidad, y reciben rechazo, sarcasmo o indiferencia por parte de sus partenaires masculinos (uno de los ejemplos es Seinfield, serie que aborrecí toda la vida por su sexismo cool y por el corte de pelo del protagonista), pero pasan la vida intentándolo, como parte de su rol vital. En lo que, creo, se pone el foco es en esa idea de la mujer que «basa su amor propio en la creación y conservación de relaciones». Anestesia o barbarie, amigas, mejor dicho: anestesia o desemparejadas. Recuerdo una entrevista a Ana Obregón, tema candente by the way, hace un montón de años, en la que le decía a Julia Otero que sentía que siempre había amado muchísimo, pero que le horrorizaba sentir que le daban amor como una limosna. Ay, las palabras, qué importantes son.

¿Y hacia dónde va este post? Estamos hablando de algo tan antiguo como el mundo, Sea por la razón que sea, cada vez hablamos menos de amor y más de su banalización, de la imagen de Instagram que proporciona, del cambio de estatus en las redes sociales, de esos activos del capitalismo emocional que nos atrapan y domestican a partes iguales. El título del libro de Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor da y no da esa clave: hablemos de todo lo minúsculo, de ese gesto, de esas llaves tintineando en la cerradura, de la nota en la nevera, de olvidarnos de un cumpleaños e intentar remediarlo, de cantar a coro y de enfadarse por temas políticos, por la familia que se entromete, por la factura de la caldera de calefacción. Porque quizá, y tan solo quizá, el amor tiene ese punto tan retorcidamente cursi que hacía que una fucking reina como la Streisand dijese, en El amor tiene dos caras, ante sus atónitos alumnos «sucede poco, pero cuando sucede es de puta madre». Pues eso y nada más.

(Y mientras tanto, no seamos monjas de clausura, que es fantástico divertirse y que estamos aquí para eso, que será lo que nos llevamos. Preséntenme a gente interesante, yo lo soy mucho).

Leo y me gusta:

Construyendo Babel de Hilario J. Rodríguez. Ficción y testimonio, quién sabe, de crear bibliotecas como piezas de una gigantesca obra personal. Somos los libros que conservamos, que embalamos de un espacio a otro, que amamos y que nos van acompañando en aniversarios y Nocheviejas, en cambios de casa y aguardan a que volvamos de otros países. Escribiré más pormenorizadamente sobre este ensayo, novela, dietario hermosísimo, algo perturbador, y con una memoria familiar inserta que me ha cautivado. Lo publica la siempre interesante editorial Contraseña.

He visto:

El hijo zurdo. Una historia de desconocimiento familiar, de violencias y del destino que nos aguarda, sin concesiones, a la vuelta de la esquina. Y que no hay ni seis grados de separación entre un pijo convertido en macarra y un macarra que hace compañía al pijo.

Y esto de Metronomy, que los acabo de ver en NY, a cargo de Panic Shack

Objetos perdidos

Imagen de Eillen Pan en Unsplash

A veces una piensa que será de estas líneas temblonas en un futuro. Un cuaderno es un papel que puede salir, es verdad, volandero o acabar en el fondo de una caja de mudanzas. Por eso creo que todo lo escrito aquí no sobrevivirá más que al hype del momento, una breve conversación o una palmada en el hombro, un breve elogio, la indiferencia y ya está. Apegado a un formato digital porque así ha nacido, un post se marcha como un papel que hace piruetas en un callejón vacío, aquel papel que emocionaba a aquel chico tierno y perverso de American Beauty que soportaba a un padre abusón pero que pensaba que lo realmente insoportable era la belleza del mundo. Creo, también, que hay una hermandad de objetos que desaparecen porque sí, porque han cumplido su misión en ese espacio cuántico en el que coinciden con nosotros. Una medalla que cae a una piscina, un guante olvidado en un asiento del tren y que deja a su pareja en ese sinsentido del uno que ya no es dos, ese paraguas perfecto que alguien confunde una tarde de bruma lluviosa en la cálida y breve sensación hogareña de una cafetería. Tendremos que hablar alguna vez de los espacios que no nos pertenecen pero que convertimos en patrimonio propio: mi taburete favorito en un bar, el banco del parque donde te espero con las manos en los bolsillos, las tazas favoritas en donde nos ponen el café de la mañana, es así, esos objetos son mi firma sin ser míos, todos me reconocen sin yo pedirlo, los he escogido. Hago memoria de todo ese pequeño mundo propio que ido acumulando en preferencias que no me pertenecen y me doy cuenta que sería feliz dirigiendo una oficina de objetos perdidos. ¿Siguen existiendo? Ojalá que sí. La alegría de reencontrarte con ese guante desparejado del que hablaba unas líneas más arriba, de una carpeta llena quizá de esbozos de novelas, de un libro, cuando ya habíamos quizá iniciado el duelo de esa pérdida, ese duelo algo culpable por nuestros despistes, por la mala cabeza, por lo poco que cuidamos de aquello que tuvimos. Yo he perdido bufandas, gorros, innumerables pendrives, gafas de sol (hasta tres pares en un año), cuadernos, cómo no paraguas. Todos se han ido porque, pasado ese momento de machacona culpabilidad, quiero creer, en infantil y caprichoso empeño, que cumplieron su momento, que ya está, que se han ido para poblar ese mundo líquido y extraño que hermana calcetines viudos, pendientes que desaparecen en sesenta metros cuadrados de apartamento, camisas que esperan que alguien las despierte del fondo de un armario donde, de tanto acumular, ni se ve lo que ha caído al fondo. La oficina de objetos perdidos de la que yo sería directora consentirá esos reencuentros, pero también propiciaría consejo para dejarlos marchar, para despedirnos definitivamente, para que la vida sin ellos no sea peor.

Pero, aunque lo parezca sólo por encima, no hablamos de objetos. De todo hay que aprender a deshacerse. Podemos seguir teniendo una agenda llena, para qué vaciarla, pero hemos, indudablemente, perdido números y ganas de actualizar estados. También tenemos, en esa memoria algo insultante que son las conversaciones por whatsapp, poco que decir de lo que se quedó congelado en el tiempo. Y aquí, al sentimiento previo de haber perdido algo, hay que añadir también si vale la pena recuperarlo, alejar también esa idea de que hemos hecho algo mal cuando la indiferencia es notoria. Simplemente hay que pensar que si todo aquello que parecía tan importante y se quedó sin pilas, que se apagó o quedó en botón de stand by, merecía la pena. O si, como casi siempre sucede, debemos dejarlo marchar o diluirse, da igual. En la oficina de objetos perdidos manda el tiempo, y todo aquello que llega a no echarse de menos es que sobraba. Así es la vida, empezamos hablando del destino de unas líneas temblonas, pasamos por lo perdido, y terminamos con terapia barata. No sos vós, soy yo, querido diario.

Lo que leo y recomiendo: Ninguén queda de Brais Lamela (qué maravilla de narración, esa historia de desarraigo, colonización y espacios vacíos). Deslumbrante es también el ensayo de María do Cebreiro Maternidades virtuosas (tengo un post a medio hacer en el que menciono algo sobre lo que ella y yo hemos hablado a partir de la lectura de su libro). Estoy a medio camino de El retrato de casada de Maggie O’Farrell (Libros del Asteroide y traducción de Concha Cardeñoso). Creo que transitaré lentamente con Lucrezia por Ferrara, una de mis ciudades fav en el mundo. Me ha gustado mucho también ese curioso ensayo de Ángel Arcay Mulleres espontaneadas, sobre las mujeres que, en la Galicia del siglo XVIII, declaraban ante notario un embarazo de solteras para evitar insultos. Una investigación fascinante, buceando en archivos y protocolos notariales y que se lee de forma amena, lejos de academicismos pero con un rigor y solvencia potentes. Y una recomendación de una de mis libreras fav y sin embargo amiga, Alejandra: Las abandonadoras, de Begoña Gómez Urzáiz. ¿Qué tienen en común Doris Lessing, Ingrid Bergman, y Muriel Spark, entre otras? Pues que en un determinado momento, tuvieron que elegir entre sus hijos y su vida y eligieron su vida. Quizá no sea esta la mejor manera de explicarlo, pero el ensayo incide en el juicio absolutamente negativo que se hace de la maternidad abandonadora sin considerar nunca los contextos en los que se produce.

Lo que escucho: Discos Mon Oncle y Punzadas. Delicados y exquisitos, algo poco habitual. Refugios contra lo mainstream y el griterío. Oh, y el interés por el libro de Gómez Urzáiz viene de la conversación con Javier Aznar en «Hotel Jorge Juan».

Lo que veo: Debéis, tenéis que ver Matria. Y, en otro orden de cosas, esa divertida, irreverente y loquísima comedia que es «We are lady parts»: ¿quién puede resistirse a una pandilla de musulmanas londinenses que hacen una banda punk?

´

La mejor foto

Para Ignacio, desde un muro reservado a Banksy.

Foto de Dan Cristian Pădureț en Unsplash

Recuerdo una canción de hace unos años sobre el dolor del miembro fantasma, ese retorcido relámpago que acecha en las extremidades para recordarnos que, de perderlos, somos seres incompletos. Estoy, desde hace días, notando ese dolor, esa ampliación del eco de una voz en el vacío en el que antes conversábamos. No sé cómo van a ser los días sin recibir tus whatsapps sobre lo más diverso, enviándome temas de jazz, haciendo tus comentarios sobre este bloc de notas, disperso y sin periodicidad, que tú tanto valorabas. No éramos tan amigos como hermanos, ni siquiera teníamos esa amistad constante en su equilibrio que suele venir de la juventud compartida: nos conocimos en mundos digitales, nos desvirtualizamos pronto gracias a la cercanía de nuestras ciudades y eran nuestros encuentros esa divertida y genial fiesta de no cumpleaños de comidas loquísimas y detalles de cariño. Recuerdo, qué delgado eras, cómo corriste un día hacia tu coche bajo la lluvia porque habías olvidado un libro que me traías, un libro gastado y personal, aquel Olvidado rey Gudú de Ana María Matute en una edición de Círculo de Lectores. La lluvia no nos dio tregua mientras yo desempaquetaba rápidamente aquel tomo por el que habían pasado ya varios inviernos y que iba a cambiar de estantería. Otra vez, apartando los periódicos que leías cuando esperabas en cafeterías, yo correspondí con el de Bowie de Simon Critchley, ese ensayo delicado y certero sobre la pérdida, sobre las coincidencias, sobre la fascinación, sobre ser fan y devoto. Hablamos tanto de ese libro que lo gastamos, y te recuerdo en la terraza del Dársena fumando y diciendo, tanto te parecías a veces a Sebastian Flyte, que el dandysmo era saber llevar una americana sobre los hombros con clase y estilo como había hecho alguna vez Brian Ferry. Hablamos de Meisel, de aquella inolvidable exposición de Norman Parkinson en la Barrié, de la madre de Uma Thurman. Pocas personas he conocido tan generosas en su modo de escucharme, yo, que siempre invado y abro tantas conversaciones a la vez. Reías mucho y asentías, recomendando lecturas y discos, hablando de Federer, al que adorabas, de aquel vecino con síndrome de Diógenes que te obligó a cambiarte de casa, tú tan territorial y apegado a lo familiar. Describías la nueva casa, como una plaza soleada con una cafetería con terraza y un kiosko cerca, «es lo básico, Lorena, tomar un café con los periódicos y revistas, intimar con los kioskeros, tan importante». Fui contigo a algún concierto donde lloramos de risa con los divertidísimos Antílopez, conocí a tu pandilla en un día ferrolano lleno de sol y risas. Envidiaba mucho esa familia paralela que tenías, además de la tuya, a la que adorabas: esos amigos siempre dispuestos, siempre los unos para los otros (aquel whatsapp en el que contabas que «llevabas un año de rosmón, sin cuidar de mi gente, eso no tiene perdón de Dios»). Cómo te hacías querer a pesar de aquellos silencios en los que respetábamos las pausas, la intensidad pequeña, la delicadeza. Por eso no me extrañó no saber de ti en un tiempo, pero sí cuando dejaste de responder, cuando vi que no tenías ya actividad en ningún lado. Y me lo contó tu hermana, a la que escribí, entre sollozos (nunca me perdonaré el mal rato que le hice pasar, perdóname, Montse): te habías ido sin hacer ruido, durmiendo, en esos incomprensibles puntos y finales, tú, siempre preocupado por el paso del tiempo, por llegar a la vejez con dignidad, qué pasó que no hemos podido saber cómo seríamos los dos de viejos, si viviríamos en esas comunas para mayores cuidándonos todos, viendo películas, hablando siempre de todo lo pasado como si fuese un patrimonio de otros, algo magnificado y un poco ridículo. Como seríamos, quién sabe, nosotros que nos hemos reído tanto, que nos hemos también tragado tantas lágrimas, cómo sería esa vejez de amigos y paseos, ya no lo sabremos, ese vértigo que da la ignorancia de no poder contar con otros, con la bondad, con la escucha.

Aquel día de sol ferrolano, en las Meninas, me hiciste una foto frente al mural de los guardias civiles besándose, en el hueco reservado para Banksy. Me las enviaste de noche, yo las vi y pensé que una de ellas era de las mejores fotos que tenía, en la que yo era más yo. Te lo dije: «Creo que es mi mejor foto, o si no, de las mejores». Y puedo y quiero recordar todo ese sol y cómo preparabas las tomas con mimo, como ese instante que siempre ha pasado ya y no puede capturarse, que ya es otro. Nos hicimos selfies tontos que borramos, sacando la lengua, haciendo el bobo. Los borramos, qué lástima. Yo seré siempre, en la memoria de una cámara de fotos, en un álbum tan liviano como ese Instagram en el que envidiamos vidas y decoramos la nuestra, aquella que sonreía, que se apoyaba levemente en un muro, que no pensaba en muertes ni en ausencias, que todo, ese día.y siempre, estaba por hacer. La vida, desde este pasado miércoles, es ya y será siempre otra. Pero la memoria, «esa fuente de dolor» me trae fogonazos de instantes hermosos, del último agosto y los cócteles en Miss Maruja, de la promesa de llevarte Agua y jabón de Marta Riezu, de hablar de Pollock y de Leonor Watling, de tanto, de nada. Mientras tenga memoria habrá siempre un hueco para recordarte enfocando, para recordarme yo también a mí misma, en esa amistad delicada y breve que tuve contigo. Gracias por tanto, gracias también por hacerme, un día de verano, mi mejor foto.

Hijos (11): madres e hijas

Laia Costa y Susi Sánchez, madre e hija, mujeres, en Cinco lobitos

Para María Cousillas

Hace un tiempo, cuando el mundo se paró ante nuestra perplejidad, el temor y las órdenes nos dieron un tiempo para bucear en armarios y carpetas olvidadas. Hubo quien retomó agendas, aquellos pequeños compendios de mundosl donde apuntabas, aunque supieses de memoria, números y direcciones. Las agendas situaban nuestro mundo en otro mundo: el de las amistades de ese momento, los chicos favoritos, las persianas rebeldes de aquel pequeño apartamento al que venía el señor que encabezaba la S y que no era otro que «señor de las persianas». En el tiempo detenido, digo, muchas miraron con estupor antiguos números sin prefijos, los primeros móviles, los primeros en muchas cosas que después pasaron a ser recuerdos, tan borrosos como las chicas del fondo de una foto del instituto. Surgió un extraño sentimiento entre curiosidad y vértigo, una extrañeza algo morbosa y también el afán de reconciliación, esos pequeños testamentos en vida que hacemos cuando nos vemos al borde de algún abismo. Llamadas o mensajes de exnovios, de amigas con las que no hablas porque la vida es lo que es y ya, de compañeros de otros trabajos o de quien en algún momento te hizo temblar de ilusión (los menos, la verdad). Esas viejas agendas tuvieron una segunda vida en un momento en el que temíamos por el mundo, por el futuro sea eso lo que sea. Yo encontré una donde había escrito en la inicial adecuada un número que no habría necesitado apuntar jamás, lo memoricé al instante, aunque guardé con displicencia el trocito de hoja de cuaderno en el que él lo había apuntado. Solo recuerdo su flequillo soleado al marcharse y la presión de mis nudillos apretando aquel papel dentro del bolsillo de mi chubasquero, no podía perderlo, ese número era el compendio de un mundo. No se sabía de cuál, pero de alguno. Más tarde, el tiempo alineó los planetas y sí, es verdad, no necesitaba el papel porque la letanía de unos números hasta ese día innecesarios, aleatorios, inútiles, cobraban una vida en mi cabeza, en la construcción de un futuro volátil, que es como tienen que ser los futuros.

He empezado hablando de lo antiguo que invita a la nostalgia: los números de teléfono de otros, de otras, con su armonía salvadora, silenciosa y exasperante otras veces. Miraba de niña los listines que rellenaba mi madre con su pulcra letra inglesa, aquellas amigas allí escritas a las que yo recordaba vagamente, con su dirección debajo para enviar, a principios de diciembre, la participación de lotería y la felicitación navideña. Mi padre tiene en un bloc imantado en la nevera unos números (el mío, el de primas, de amigos cercanos, cada vez, claro, menos ) mezclados con el prosaísmo de la tintorería que recoge a domicilio, el de la médica de cabecera o la gestoría del edificio. No borramos números, incorporamos más, incluso cuando aquellos han quedado obsoletos, fuera de juego o no tienen mucho sentido. Recorro a veces ese abecedario uniforme que es la agenda de mi teléfono móvil y encuentro algunos teléfonos a los que acompañaría el silencio en caso de pulsar sobre ellos o una voz que nos informaría que está fuera de cobertura, desconectado o que existe solo en un pasado nuestro que ya no es. Tengo todavía «mamá», «Casa de las tías», y algún otro que no desaparecerá de ese espacio, le corresponde, no será usurpado por cualquier otro. Creo que ese puzzle que son los afectos estaría incompleto sin esa porción de recuerdo inútil pero reconfortante, de esa cápsula del tiempo inversa,que es saber que todo eso no se lo robamos a nadie, le pertenece a quien ha dejado su silla vacía. Su DNI, su anticuado teléfono móvil, su tarjeta de bus, todo quizá metido en una carpeta de cartón con gomas, al fondo de un cajón, ocupando también su lugar de silencio. Todo ese orden diminuto está siempre dispuesto para ser habitado por la agridulce melancolía. Aunque sea ley de vida perder a quienes nos preceden,

Una de mis películas favoritas de este año, Cinco lobitos, partía de la reciente maternidad de la protagonista para exponer lo que tantas hemos vivido : la dificultad de que madres e hijas se entiendan, con el gap generacional y los constantes desencuentros producto del exceso de amor o de la restrictiva educación entendida como un «meter en vereda». Añadamos a eso las perspectivas e ideas diferentes sobre cuidados y trabajo, sobre parejas y familias, casi sobre todo. No hablemos ya de la afortunadamente superada edad de la arrogancia, llena de portazos y lloros incansables, de instalarse en una especie de «no future» hosco y defensivo. Madres e hijas, partiendo del amor mutuo, no sabemos recorrer sin sobresaltos juntas ese camino, mitificando también la relación basándonos en otras ficticias. Quizá en la realidad solamente pueda ser eso: un ping pong, un situarse en la diferencia, en la alteridad. Hasta que un buen día las hijas somos madres o madres de nuestras madres porque la edad y los achaques llegan y empezamos a acercarnos de otro modo, a tolerarnos, a «convivirnos»; las confidencias son tales, las recriminaciones serán menos, porque, por fin y por encima de todo, comenzamos a entendernos como mujeres, ambas desde la madurez.

Una buena amiga ha perdido recientemente a su madre. Yo he dicho en muchas ocasiones que el dolor y el desconcierto que provoca la orfandad en edad adulta no se tiene en cuenta, no hablamos de ese vacío entendiendo que es ley de vida. Y es un dolor también profundo que, quizá, no nos sitúa en ese terrible desamparo que es la pérdida en la infancia, cuando son esa mano que te sostiene, el orden doméstico necesario, la regularidad, el sentir el amor de forma casi natural. Cuando eres adulta y fallecen tus padres, piensas de otra forma en tu propia mortalidad, recorres todo ese camino de desencuentros y desapegos que se han producido a lo largo de los años, te castigas un poco más pero, y ese es también el milagro, recuerdas a esos adultos que fueron tus padres también como una adulta: comprendes sus errores si tú estás también educando, eres mucho más tolerante con algunos pasados; con otros, esto es cierto, no. Somos libres, es verdad, para construir y edulcorar nuestros recuerdos, lo somos también para enjuiciar o creer lo que nos parezca mejor. Pero ese entendimiento que se va produciendo al final es lo que hace que queramos, de vez en cuando, abrir de nuevo esa carpeta con gomas que tiene un DNI, listines de teléfonos de otros, tarjetas de bus, con la fascinación informada de quien conoce el contenido pero necesita de nuevo verlo, apelar a esa idea y tenerla viva, cercana. Los objetos, esos anclajes.

Mi amiga me manda por whatsapp una foto de su madre en la juventud. Es una de esas fotos de estudio en blanco y negro, donde una mujer muy hermosa mira sonriendo a la cámara. Desconocía, claro, ese futuro con una hija buena, con la que conviviría también y que la cuidaría hasta el final. Es también extraño para mí observar la belleza de una mujer desconocida que fue parte importante de la vida de alguien. Mi amiga tiene ahora la tarea de reconstruir para sí misma un espacio compartido en el que podrá palpar la ausencia, pero también izar sus futuros a través de sus recuerdos, de esas cápsulas del tiempo, de esos álbumes de fotos, de esos armarios de vida.

Comencé hablando de las agendas olvidadas, de los números de teléfono que son solamente negro sobre blanco, pero que construyeron lazos, mundos, lugares para habitar. De agendas amontonadas porque no queremos que todo eso se vaya de su hábitat natural, los cajones que abrimos en domingo o en pandemias. Y sí, aunque no lo parezca, tiene que ver con todo lo anteriormente expuesto sobre Cinco lobitos, sobre el duelo y la memoria, sobre reconstruir espacios y habitarlos con los recuerdos, sobre las madres. El recuerdo, creo yo, es siempre vida. Incluso en carpetas de cartón con gomas.

MOMENTO DE AUTOBOMBO : He escrito mucho sobre hijos, hijas, madres, padres. Lo último, aquí. También sobre duelos y cuentos de Navidad, por ejemplo, aquí.

LEO
Vengo de ese miedo. Miguel Ángel Oeste Posiblemente el libro más oscuro y sobrecogedor que he leído en 2022. Y diría, usando un calificativo que no me convence demasiado en literatura, necesario. De cómo construimos el odio en los espacios que, naturalmente, han de ser reservados para el amor, del pánico y la alerta constante ante la violencia, del nebuloso futuro. Una absoluta barbaridad de libro. Y he vuelto a Vivian Gornick, pero eso lo dejo para el futuro club de lectura (ya os contaré).

VEO

Total Control (Filmin). En el otro lado del (nuestro) mundo, las antípodas, se hace una tele la mar de interesante. Una de las protagonistas de este drama político, con los entresijos, luces y sombras del poder, era mi actriz fav de una serie que me encatnaba en los 90, Vidas secretas. Y la otra, bua, la otra no es ni más ni menos que Rachel Griffiths, la MARAVILLOSA Brenda de Six feet under y, como no, la Sarah Walker de Brothers and sisters.

ESCUCHO

Estoy escuchando compulsivamente la discografía de Vainica doble. También a Las hijas de Felipe y su elogio de lo diminuto, las Punzadas sonoras y un podcast con el que me tiro por el suelo de risa : Mamarazzis, con Laura Fa y Lorena Vázquez, crónica rosa con perspectiva de género y mucha, mucha diversión, autocrítica, sofocos y contradicciones. Son estupendas.

Navegador de artículos