Aurea mediocritas
Esta primavera apresurada y traviesa nos va dejando poco espacio para las añoranzas. Una ya no tiene tiempo ni para escribir obituarios mentales, tanta es la prisa que nos damos en dar y recibir malas noticias. Esta semana se han ido Francisco Rico y Paul Auster. No sé si es un atrevimiento o una (otra) impostura sentir la necesidad de un duelo, otro tipo de vacío, cuando se va alguien con quien no te has sentado nunca a tomar un café, no intercambiabas whatsapps sobre los looks imposibles de la boda de un político o no está en ninguna foto de tu móvil, esas fotos que sólo recuerdas cuando alguien en Google decide que va a joderte/alegrarte el día y aparecen de nuevo los carruseles de arena y helados, los montones de gente en conciertos, nada más y nada menos que la vida que todos compartimos en público, esos avatares, esas ficciones. No, ni Paul Auster ni Francisco Rico han estado en mis cenas de cumpleaños ni en los cafés tímidos de mañanas en casas ajenas, pero han mirado por encima de mi hombro, espero que con aprobación, cómo sus líneas, su mundo, su pensamiento iban tirando líneas hacia el mío, me abrían puertas y sesgos. La erudición deslumbrante de un filólogo algo esnob y muy personaje me ayudó a entender, a mi pobre manera, las figuras de Petrarca y Erasmo, los puentes textuales que iban conformando el Quijote o Lázaro de Tormes, de cómo las ediciones nos hablan y elaboran una óptica determinada no solo de ver aquel mundo, sino de entender el nuestro. Era, además, un cruce perfecto entre la sprezzatura y el enfant terrible, o eso al menos parecía en las escasas ocasiones que pude verlo en persona. De Auster puedo decir que, sin haberlo leído con la veneración que muchas le profesan, sí que le debo parte de mi fascinación personal por NY, y que su prosa de sorpresa y casualidades, ese azar meticulosamente elaborado, sea ya tan parte de la iconografía neoyorkina como el edificio Chrysler. Pero también me regaló la historia de Auggie Wren, la idea de llevar a cabo una empresa absurda aparentemente pero repleta de la dignidad del amateurismo, de la voluntad de ser cronista de tu espacio pequeño y diminuto, de que esa imagen, retratada una y mil veces, siempre a la misma hora, acabe siendo tuya porque tuya es la idea de que perdure. Veo a Auster y Siri Husvedt sentados en las escaleras de su lugar en el mundo, de ese pedazo de Brooklyn que es también un poco nuestro: jóvenes, guapísimos, enamorados y no puedo imaginar mejor futuro que ese fragmento de pasado de esa foto. Nos ha contado hace unos días Siri Husvedt que las redes sociales le robaron una dignidad y era poder decir al mundo que Auster se había ido, que era el final de su vida, de una enfermedad y sufrimiento que había empezado antes. Hoy, Ledicia Costas ha contado también que alguien tuvo la poca delicadeza de llamarla para confirmar la muerte de su pareja justo cuando acababa de suceder, en el momento de shock en que estás empezando a reaccionar como autómata y que, a duras penas, pudo hacer un comunicado rapidísimo para dar ella misma la noticia ya filtrada. Entre sentirnos parte del mundo de alguien e irrumpir en ese mundo media mucho: qué imprescindible es crear un espacio de respeto, dar tiempo para poder tomar un altavoz con la poca serenidad que se pueda reunir. El mundo va tan rápido que lo íntimo se convierte en un patrimonio quebradizo, premiando a quien llegue antes a esa meta de la primicia, sea lo que sea que estemos buscando.
Cuando digo que Auster y Rico formaron parte de mi mundo me siento un tanto mentirosa: ninguno de los dos sabrá jamás cómo, cada uno de una manera y a su medida, influyeron en mí o me acompañaron en momentos concretos. Leí El sueño del humanismo en varios viajes Compostela- Coruña, por placer y con la distancia de saber que ese conocimiento era ya una «side order» en mi devenir profesional, haciendo ya otras cosas y derivando hacia otros campos. Yo era ya una lectora y filóloga más crítica, menos feroz en la necesidad de asimilar datos y nombres, más tranquila y con lecturas de ensayo mucho más placenteras. Mi lectura de, por ejemplo, Invisible, se vio acompañada por muchos comentarios en redes sociales sobre un posible agotamiento de la prosa de Auster, debates a los que asistí, fascinada, siendo mi lectura entusiasta y completamente distinta. Un señor de Barcelona y otro de NY habían sido parte de mi mundo en esa distancia inapelable, necesaria y respetuosa que separa lectores de groupies. Me parece preciosa la pareja Auster-Husvedt, los admiro con la devoción de los cromos antiguos y no porque lo sean, sino porque parte de mi fascinación opera siempre desde la lejanía física y mental. Son seres de carne y hueso a los que otorgo la categoría de personajes. Mitómana como soy, nunca me ha interesado, salvo que se haya dado la circunstancia por haber coincidido, conocer aurores o autoras, músicos, poetas, actrices. Me da igual: es más, los admiro y parte necesaria para fomentar mi admiración es ese cristal de respeto, que me aleja de ellos. No necesito más, no quiero más.
Hoy he titulado este post aurea mediocritas porque, en un principio, quería hablar de cómo necesitamos, creo, recuperar socialmente ese concepto: entre el conformismo sin matices ni horizontes y el afán desmedido por ser los primeros, los más visibles, las que van a todo, las que YA se lo han leído todo, me quedo con esa delicado modo intermedio, pacífico y tranquilo, que permite ir haciendo lo invisible, ver los toros desde la barrera (a favor de eliminar el Premio de la Tauromaquia, pero, por favor, Urtasun, deja el lenguaje de lances taurinos por su hermética hermosura), hilvanar poco a poco lecturas y saberes. Ojalá se pusiese de moda la epístola horaciana de nuevo. Todo es ponerse.
LEO
He vuelto a Montserrat Roig y su Tiempo de cerezas, en edición de Consonni y traducida por Gemma Deza. No sé por qué no hay una versión cinematográfica no de los Miralpeix, sino de la amistad entre Kati y Judit. Cuando leí La hora violeta, el personaje de Kati me fascinó, su libertad, su salvaje idea de la vida y la muerte. Me ofrezco para escribir el guion.
Gracias al préstamo interbibliotecario de la BUSC he llegado a Facsímil de Alejandro Zambra (Anagrama).En consonancia con la aurea mediocritas, esta divertida fabulilla sobre exámenes, pruebas y talentos pone encima de la mesa de nuevo las evaluaciones de conocimientos y lo poco atinadas que son. Divertidísimo.
Haciendo maleta de lecturas para otras tierras, recupero de mi estantería un bocado de felicidad parisino que hará las delicias de mitómanas literarias: La otra mitad de París (Periférica) de Giuseppe Scarafitta en traducción de Francisco Campillo. La rive droit y Gide, Breton, Aragon, Chanel, Irene Nemirovski, Cocteau, Valèry, Anaïs Nin, un montón de personajes y anecdotario organizado y primorosamente ordenado por arrondissements, cafés y hoteles, amontonando más ganas de ir a París, una ciudad siempre de belleza triste.
VEO
He visto The staircase porque salía Colin Firth (y Toni Colette) y me quedé por Colin y por toda la historia, que rezuma perversidad, misterio, dudas y mal rollo entre secretos familiares, juicios, abogados magníficos y un plano interesante no solamente del sistema judicial, sino de cómo señalamos a los sospechosos cuando son solamente eso, sospechosos.
Y claro, he visto Belgravia: the next chapter y The golden age, porque no hay nada mejor que un dramón de época londinense o un dramón henryjamesiano neoyorkino.
Y El quinto mandamiento, pero eso es para post. (Por cierto: ¿por qué en español se llama El quinto mandamiento y en los títulos en inglés aparece The Sixth Commandment?
ESCUCHO
Estoy escuchando menos podcast ahora porque quiero volver a la información y no solo a la opinión, que está muy bien, pero es eso, opinión. Una vez dicho esto, y en total contradicción, hoy me lo he pasado bárbaro escuchando una entrevista a David Trueba en el podcast Mi vida en películas. Y lo último de Punzadass, claro, y Deforme, etc.
Y esto que, demuestran para mí, que Vampire Weekend son el amor hecho música.