Capitalismo emocional, machirulas y redes sociales (de ligar)
Este post lleva en «borradores» más de cuatro meses. No he cambiado de opinión sobre lo que aquí cuento, más bien he cambiado de idea sobre si enseñarlo al mundo (es un decir, vaya, que lo leerán tres personas), pero ahí va.

It’s a match! 😀
Foto de Devin Avery en Unsplash
Vaya por delante que a quien esto escribe, la pareja, la vida en pareja le parece un milagro maravilloso. Recalco: milagro. Es posible que muchas de nosotras estemos agotadas de intentarlo o, sencillamente, la vida en o la posibilidad de pareja a una determinada edad, al lado de según qué mochilas, ya no apetece tanto como el «quédate en tu casa, que la convivencia es algo agotadora». Ya no se trata de quedar, conocer a alguien, intimar, es que te apetezca y no solamente eso, que ese click aparente pueda convertirse en algo más estable. Dejando atrás las épocas de conquista y depredación, dejando atrás también los años vividos en pareja- mejor o peor, esa es la verdad- los usos amorosos, el ligar en bares, en el bus, en la calle, en el trabajo, en viajes inesperados, se ha acabado. Hace poco me preguntaban dos amigas : ¿si alguien no tiene pareja y quiere conocer a alguien, dónde? No supe que responder, la verdad. Ni paseando por la kasbah viéndote envuelta en un tumulto (referencia boomer, no lo intentéis, jóvenas, no lo vais a entender), ni cordialmente en un bar o lugar de trabajo o, como sucedió a una pareja que conocí, cambiando papeleo después de un pequeño accidente de coche, sin más consecuencias que un futuro matrimonio y dos hijos. Pero en el XXI, ya no sólo es que no hablemos con nadie en el tren, en el ascensor (¿os acordáis de la escena de 500 days of summer y el «I love The Smiths»), en una cafetería de una mesa a otra, no. La idea que prevalece es que si quieres conocer a alguien tiene que ser en el contexto líquido, digital, aséptico y poco amable de las redes sociales de ligar. Y vale, ya sé que tu prima MariLoli conoció a un maromo estupendo en un club de lectura, que MariPepi lo hizo en la cola de una carnicería -todo glamour en su vida, sin duda alguna- y que tú misma te sentabas todos los días en el mismo lugar esperando una mirada, un gesto (por cierto, pocas cosas más violentas que ese esperar ser escogida, qué espanto). Pero, chica, este es mi post y va de otra cosa y volvamos al lío que nos dispersamos: las redes sociales de ligar, el tindereo y el happeneo, serían grandes inventos que, además, normalizarían en gran manera el decir «aquí estoy yo» y desestimar ese pensamiento de fracaso, de desguace, que tiene para muchos y muchas este mundo del ligue internetero. Pero hoy, amigas, pandemia por medio, ya no es sólo que haya un gran sector de la población, entre el que me encuentro, que no le pillamos el punto al flirteo digital. Nos descorazona la velocidad, las cuatro líneas de una presentación en la que no se dice nada, y que construyen la idea, trágica a mi juicio, que siempre podrás encontrar algo mejor, por lo que vas ojeando el álbum de cromos sin detenerte. En esta época de la compañía solitaria (otro oxímoron) que proporcionan (es un decir: el producto somos nosotras) las redes sociales, que gustes o no, que una foto sonriente de un maromo que hace surf o le gustan los museos y cuya prioridad son sus tres nenes (red flag, cuidadoras gratis NO), es peor que una entrevista de trabajo. Rindámonos a una evidencia: una bio de red social de ligar es una construcción del capitalismo emocional en el que se ha convertido «conocer gente». Te sale un match: apruebas o no, te llevas la plaza o no, check, check, check, siguiendo con la idea,también bastante ranciocapitalista, de que la pareja es un activo imprescindible y necesario. Tinder actúa como el gran supermercado americano en el que deslumbra la cantidad de fruta exótica, decepciona también el llegar a deshora y no ver nada o, apabullada por esas luces y esa velocidad, no podemos detenernos, leer, mostrar interés. No da tiempo. Ves rostros, desestimas, no sabes. O es más: hay quien inicia el lazo, mediante chat, intercambio de teléfonos o casi siempre Telegram por eso de exhibir (ojo al oxímoron) la privacidad, y de repente, hasta luego, Lucas. Nunca más: llega aquello que convenimos en llamar ghosting, y que no es tan contemporáneo como creemos. Desde Ariadna abandonada en la isla de Lesbos a Antoinette Cosway, apartada y empaquetada en la soledad por la consabida etiqueta de «loca», el desaparecer o desaparecerse ha sido una constante. Más clínica en el mundo digital, sin duda alguna.
Y todo esto para subrayar lo que Karelia Vázquez indica en su artículo «Insatisfacción en la era del sexo exprés» y que desarrolla en conversación con Íñigo Domínguez en el podcast de El País y su episodio ¿Por qué YA nadie te pide para salir? Uf, peliaguda y espinosa cuestión. Karelia es listísima e indaga en la llamada cultura del Hook up, el polvo de una noche, el aquí te pillo, aquí te mato, instalada ya en el mundo millennial (y también en el de boomers). ¿Por qué sucede esto? Quizá la sensación de infinito supermercado a la que me refería antes y que detectan o sienten muchos y muchas usuarias de Tinder o Happn, vaya por ahí: vive al día, aprovecha esto de hoy, no te vincules, mañana habrá más. Aclaro, para no acabar quemada en cualquier hoguera digital, que a mí me parece de puta madre que cada una haga lo que le salga del centro de gravedad, lo que me pregunto, desde hace mucho es si no estamos equiparándonos a ese comportamiento machirulo que tanto nos horroriza. Creo que la mayoría hemos tenido historias así alguna vez, muchas o casi siempre, escojan. Si no las has tenido, olé tu vida, estás en pareja, tienes amnesia o vives en el convento de clausura de Burgos donde profesan las pijas. Pero si nos convertimos todos y todas en serial fuckers ocasionales, o despreciamos y evitamos la posibilidad de cualquier vínculo, es lógico, aunque se haga con la boca pequeña, preguntarse dónde queda la emoción, las ganas o no de conocer para intimar más que intercambiar fluidos. Sí, ya sé que la respuesta automática a la pregunta «dónde queda» es, para muchas, «el siglo XIX». y con cuidado he evitado la etiqueta «amor romántico,» que siempre me ha parecido engañosa y algo redundante. No se trata, ni mucho menos, de enumerar los estereotipos del enamoramiento porque es posible que ni existan: lo que sí existe, y debe existir es todo aquello que huela a sano, tampoco lo es esa ansiedad de emparejamiento (disculpen, casi escribo «anxiety of influence»). También es verdad que esta incapacidad ante el enamoramiento tiene que ver con, según dice Liv Stromquist citando a Byung-Chul Hang en La agonía del Eros, la negación o alejamiento de la alteridad, que es, precisamente, lo más gracioso de enamorarse: huevos y castañas, celtistas y del Dépor, culturas distintas. Al centrarnos en el yo, que es una consecuencia del individualismo narcisista, el otro desaparece o es, en ese contexto, una proyección del otro, que queda diluido. En román paladino: que nos molamos tanto a nosotros mismos que somos un selfi sexi en serie. Curiosamente, y esto es harina de otro costal, también puede que haya una tendencia contrapuesta a la anterior: la casi imprescindible necesidad para la chavalada joven de emparejarse. En un movimiento de mundo al revés, la mayoría de las hijas e hijos de mis amigos se emparejan muy jóvenes, teniendo relaciones largas en el tiempo y en años en los que implica crecer juntos: el bachillerato, la elección de carrera, el mundo laboral. No digo que necesariamente se estén perdiendo algo ni que necesariamente sea malo. Eso sí, iba a ser yo con diecisiete, ni de coña. No se trata, ni mucho menos de enumerar los estereotipos del enamoramiento porque es posible que ni existan: lo que sí existe, y debe existir es todo aquello que huela a sano, tampoco esa no esa ansiedad de emparejamiento (disculpen, casi escribo otra vez «anxiety of influence»).
La permanente insatisfacción puede llevar al «no sos vós soy yo». En mi opinión, el ejemplo mejor hilado (como todo el libro, aclaro) lo ofrece Liv Stromquist en ese divertido, certero e interesantísimo tirón de orejas que es No siento nada cuando habla del no sentir de Leonardo di Caprio y su sucesión de novias que sustituyen una a otra en una serie que parece infinita, sin dejar ningún poso (deseando que él tampoco les deje poso a ellas). Dice que es como esas placas de cocina que dejan de funcionar en un momento y sobre las que puedes poner la mano porque son inocuas, ni chicha ni limoná, tibieza. En Los sentimientos del príncipe Carlos, Stromquist pone el foco, a través de ejemplos de series de televisión, en ese papel de Sísifo moderno que tienen muchos de los personajes femeninos: desean hablar de sentimientos, intimidad, y reciben rechazo, sarcasmo o indiferencia por parte de sus partenaires masculinos (uno de los ejemplos es Seinfield, serie que aborrecí toda la vida por su sexismo cool y por el corte de pelo del protagonista), pero pasan la vida intentándolo, como parte de su rol vital. En lo que, creo, se pone el foco es en esa idea de la mujer que «basa su amor propio en la creación y conservación de relaciones». Anestesia o barbarie, amigas, mejor dicho: anestesia o desemparejadas. Recuerdo una entrevista a Ana Obregón, tema candente by the way, hace un montón de años, en la que le decía a Julia Otero que sentía que siempre había amado muchísimo, pero que le horrorizaba sentir que le daban amor como una limosna. Ay, las palabras, qué importantes son.
¿Y hacia dónde va este post? Estamos hablando de algo tan antiguo como el mundo, Sea por la razón que sea, cada vez hablamos menos de amor y más de su banalización, de la imagen de Instagram que proporciona, del cambio de estatus en las redes sociales, de esos activos del capitalismo emocional que nos atrapan y domestican a partes iguales. El título del libro de Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor da y no da esa clave: hablemos de todo lo minúsculo, de ese gesto, de esas llaves tintineando en la cerradura, de la nota en la nevera, de olvidarnos de un cumpleaños e intentar remediarlo, de cantar a coro y de enfadarse por temas políticos, por la familia que se entromete, por la factura de la caldera de calefacción. Porque quizá, y tan solo quizá, el amor tiene ese punto tan retorcidamente cursi que hacía que una fucking reina como la Streisand dijese, en El amor tiene dos caras, ante sus atónitos alumnos «sucede poco, pero cuando sucede es de puta madre». Pues eso y nada más.
(Y mientras tanto, no seamos monjas de clausura, que es fantástico divertirse y que estamos aquí para eso, que será lo que nos llevamos. Preséntenme a gente interesante, yo lo soy mucho).
Leo y me gusta:
Construyendo Babel de Hilario J. Rodríguez. Ficción y testimonio, quién sabe, de crear bibliotecas como piezas de una gigantesca obra personal. Somos los libros que conservamos, que embalamos de un espacio a otro, que amamos y que nos van acompañando en aniversarios y Nocheviejas, en cambios de casa y aguardan a que volvamos de otros países. Escribiré más pormenorizadamente sobre este ensayo, novela, dietario hermosísimo, algo perturbador, y con una memoria familiar inserta que me ha cautivado. Lo publica la siempre interesante editorial Contraseña.
He visto:
El hijo zurdo. Una historia de desconocimiento familiar, de violencias y del destino que nos aguarda, sin concesiones, a la vuelta de la esquina. Y que no hay ni seis grados de separación entre un pijo convertido en macarra y un macarra que hace compañía al pijo.
Y esto de Metronomy, que los acabo de ver en NY, a cargo de Panic Shack