Anchoas y Tigretones

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Tarjetas de visita

1960s Two Women Sitting Together Gossiping Under Hairdresser Hair Dryer

Creo que ya lo he contado, pero las teclas dormidas y las tardes de domingo son para repetir historias. Hace tiempo, en esa tarea que ojalá nunca debiésemos hacer, vaciando cajones ajenos para dar paso a un nuevo momento en la vida, empaquetando o tirando sabe qué a la basura, eencontré una pequeña cajita con el logo de una imprenta. Dentro, aquellas tarjetas de visita que hoy ni son casi un recuerdo. Las tarjetas eran del año 66, lo deduje por el texto, y en impecable letra inglesa los nombres de mis padres, la dirección y teléfono, sin código postal ni prefijo, eran los años sin códigos postales ni prefijos, sin terapias contra la soledad porque todo brillaba menos porque, quizá y tan solo quizá, se necesitase menos porque había mucho menos. Aquellas tarjetas tenían esa melancolía anidada que desprenden los objetos fuera de su espacio y de su tiempo, esos objetos que quieren abandonar una orfandad acumulada y lanzarse a nuestros brazos. Los nombres de mis padres, la dirección en la que yo viví tantos años-donde subí escaleras llegando tarde o con un mediocre boletín de notas, donde guardé tabaco en un agujero del pasamanos aunque eso ya es otra historia- eran ajenos a mí porque yo, sencillamente ahí no existía. Y debajo, la leyenda hermosa por antigua y rara: «ofrecen a vd. su casa». Imagino su ilusión volviendo, recién casados de la imprenta, viendo a través del plástico transparente de aquella caja sus nombres normales investidos de la solemnidad que dan las publicaciones, sean como sean, estén donde estén. Quienes serían esos «ustedes «, habrían tomado café en unas tazas que guardo ahora empaquetadas, admirado las fotografías en marcos recién estrenados, la impoluta limpieza de la moqueta, las plantas trepadoras de la galería. Qué violento es el tiempo sobre los objetos y sus recuerdos inventados.

Las tarjetas de visita eran un anclaje algo mentiroso al mundo. Zanjaban en una línea quién eras, dónde vivías, a qué te dedicabas. No tenía una tarjeta quien no tuviese algo que ofrecer, fuese casa, un servicio laboral, una amistad algo tímida, un puente entre soledades. Las echo de menos, tuve unas de juguete de niña y las agoté en ese propio cumpleaños, pisoteadas en el suelo con restos de serpentina y confetti, aunque quizá confunda el fin de año con el cumpleaños, que casi es lo mismo. Una fantasía infantil era la impostura de inventarse una ocupación para ponerla en aquellas tarjetas color de rosa. Los viejos chistes de ser modelo y actriz no habían aún cuajado en las presentaciones, pero yo, que quería ser monja e indio de mayor (profesiones bastante complementarias por otro lado), nunca encontré una palabra que definiese mi dispersión. Yo era un poco profesora, aspirante a escritora y astronauta, me imaginaba la mar de mona en un laboratorio rodeada de probetas, jamás en un hospital, eso nunca. Pero también plantando cosas- utilizo la palabra «cosas» on purpose, no he tenido aldea y sé poco de sachar y plantar- parando al mediodía para descansar y darme al descanso o a la oración (Jesuitinas made me, u know) como en el cuadro de Millet. Pensaba también en ser conferenciante, catedrática, taxista (esto me duró mucho tiempo), amiga del panadero de Barrio Sésamo (era una profesión, no hacían nada, pero estaban) y un millón de cosas más. Si las pulsiones infantiles sobreviven un poco, quizá ese sea el motivo de ser dispersa, de que me interesen muchas cosas pero sea poco ducha en casi todo. Esa idea de probar- del lettering al club de teatro, del bordado a la meditación- se complica precisamente en el marco de actividades pretendidamente abiertas. Ojo, que cada vez que veo una actividad que me apetece me pregunto cuánto van a tardar en preguntarme qué hace una bibliotecaria allí: desde gestión cultural a redes sociales, la sonrisita sardónica que no falte, claro. Prescindiendo del viejo estereotipo que, personalmente, me la sopla- igual que el sacar pecho con listados de películas donde salen bibliotecas, la constante disposición al agravio de una profesión minorizada y, sobre todo, el orgullo librarian que es bastante vaya por Dios- ser bibliotecaria, y no cualquier otra cosa, es casi seguro recibir una mezcla entre extrañeza, lástima y falsa solidaridad (a no ser que manejen referentes de cultura pulp, en cuyo caso les perdono todo).

Pero en realidad yo venía a hablar de otra cosa, además de nostalgias y cajas recién encontrades. Existen en todas las comunidades, grandes o pequeñas, pero fundamentalmente en las pequeñas, los y las repartidores de carnets de legitimidad. A mí una escritora local, subrayo el adjetivo, me preguntó que qué hacía yo en la presentación de un libro. Imagino que lo mismo que ella, o quizá no exactamente: el hecho de que te la sople completamente hacer la pelota te da la libertad de ir a donde te dé la gana. A mi querida P., una señora algo paleta y seguramente con un ego inaudito e innecesario, le recriminó estar en un jurado porque «quién eres tú para estar aquí». Una persona que me pidió ayuda para difundir un librito me pidió que destacase algún aspecto de mi trayectoria, porque no la entendía (WTF!) y «tenemos que poner algo en la nota que enviaremos a la prensa». El «¿y tú que haces aquí?», primo hermano del «¿Y tú de quién vienes siendo?» es una constante en el mundo cultureta revenido, pero también en algunos bares con filtro de modernez, en espacios ya domesticados por élites endógenas y displicentes que son, a fin de cuentas, lo que son las élites. La idea de que una pertenece a un cardume, a un ecosistema cerrado, es bastante provinciano y excluyente. La frase ahí es muchas veces «Pero, cómo no vas a conocer a Menganito». Pues llevo 55 años sin conocerlo y tampoco me ha ido tan mal, mulleriña. Porque ya hablamos de los síndromes de la impostora, pero poco de las impulsoras del síndrome.

Por eso, casi miro y acaricio con nostalgia estas tarjetas de visita que he rescatado. No pretendían ser nada más que cortesía, un modo bonito y algo historiado de situarse en el mundo. La diferencia es que tú las creabas y tú las repartías a quien te parecía, nadie las cuestionaba, eran un agradecimiento y una invitación. Que alguien reparta esos carnets de legitimidad de los que hablaba antes, no es más que un favor para ahorrarte la terapia o el venirte abajo como posible impostora: decid que sí. Cada vez que os ofrezcan algo, presentar un libro, participar en un foro, en un debate, decid que sí. Porque, por supuesto, siempre habrá quien lo pueda hacer mejor, a quien no le gustes tú ni tu pelo azul ni que sepas más o menos del tema. Incluso, y es muy posible, que lo hagas rematadamente mal, vaya como el orto: no pasa nada, no te has tatuado una falta de ortografía en la cara ni has matado a Kennedy. Lo importante es no ceder milímetros ante quien quiere quitarnos, porque sí, todo el espacio: pasar de todo eso es la mejor tarjeta de visita.

Leo/veo/escucho

Leed Literary World de Posy Simmonds, ahora que lo han traducido al español. Es estupenda la casi hagiografía, pero llena de salseo del bueno, Carmen Balcells, traficante de palabras de Carme Riera. Leed también Cauterio de Lucía Lijtmaer y Los sentimientos del príncipe Carlos de Liv Stromqvist. Y cómo no: esa fantasía maravillosa que es Cocido y violonchelo de Mercedes Cebrián. Esperan muchas cosas en la mesilla, pero vamos lentas últimamente.

He visto dos series que me han gustado mucho, por razones diferentes. Una es A sort of, donde encuentro el que creo que es el personaje que más me ha interesado en una serie en mucho tiempo: Sabi Mehboob, paquistaní-canadiense, de género fluido que lidia con convenciones, libertad y la responsabilidad de ser el único interlocutor de los niños a los que cuida. Ojalá una segunda temporada pronto: mitiquísima la conversación en el desayuno con su amiga trans. Está en Movistar. La otra es Single drunk female (traducida, madre mía, como Vaya tela, Sam!). El recorrido por la neosobriedad, la vuelta a vivir con una madre (que es Ally Sheedy, la freak de El club de los cinco) a tu pequeña ciudad porque, borracha como una cuba, has agredido a tu jefe en una revista de modernitos pija, por lo que, como es natural, te despiden. Está en Disney.

En podcasts, sigo recomendando los que ya recomendé hace tiempo : en Reina del grito, me encantaron las conversaciones con Laura Fernández y Bárbara Lennie. Me gustó mucho el episodio «Rompiendo tabús y prejuicios»que llevaron Lucía Lijtmaer e Isa Calderón en Otra españolada, ya que, entre otras cosas, hablan de dos de mis películas fav en el mundo, que son El desencanto (guiño guiño a Dama de Sorrento) y Función de noche. Y, claro, mis queridas Hijas de Felipe con sus barrocos estigmas y genuflexiones, sus monjas salidorras, Juan Rana y una petición que les hago desde aquí: por favor, un episodio dedicado a Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana.

Y no paro de escuchar a Rosalía ni a Natalia Lacunza.

El (mal) deshumor

Reñir, constantemente: pulsad imagen para fuente.

No sé si es consecuencia del confinamiento del año pasado, de abrir y cerrar las ventanitas de las desescaladas, de pasmar tanto o, pensando en positivo, de haber hecho una limpieza de fondos, agendas o reestructuras de nudos (los gordianos, siempre los más complicados). No sé si es, como digo, el resultado de todo el agotamiento de escalar y desescalar, de los encuentros y la vuelta a los olvidos en esa versión, sardónica, y muy desencantada del mito de Sísifo. 2020 fue Sísifo y un poco Apolo y Dafne, un maremágnum de cosas raras y claro, como todas sabemos, los actos tienen consecuencias. Las consecuencia de las que hablo son el estado en el que habitamos los humanos: un permanente resquemor, cabreo, agotamiento, un constante deshumor.

El privilegio es siempre una atalaya con la pata coja. Estoy hablando de Zooms y de imágenes enmarcadas en pantallas durante días y días porque soy de las que me he zafado sin haber pasado el bicho. Ni yo ni nadie muy cercano, soy una suertuda. Puede parecer obsceno hablar de la necesidad de la risa cuando la realidad es aún dramática y no tiene visos de mejorar, lo siento, soy una optimista bien informada. Y claro que hay derecho a la queja, al despotrique y al desahogo. Veo too much caras de perro en todas partes y no digamos ahora que se puede/no se debe ir sin mascarilla en espacios abiertos: los que antes vigilaban por las ventanas, vigilan ahora que la máscara no te cuelgue de más por debajo de la barbilla. Si estás en una cola, la distancia de seguridad es, en muchas ocasiones, objeto de recriminación o comentario ajeno. ¿Recordáis cuando éramos como la niña Pollyanna y jugábamos a aquel juego de la alegría de aplausos y sonrisas a vecinos desconocidos en ventanitas desconocidas? De cómo hemos pasado de la, a veces, empalagosa beatitud al gruñido constante es un tratado de poco recorrido: estamos cansados, perdiendo la capacidad de asombro, rodeados de realidades violentas y que nos están haciendo retroceder un mundo. Aquí sí que somos más Sísifos que otra cosa, y no solamente en la maldita pandemia. Y lo dice una señora borde de campeonato, que ha escrito breves ensayos sobre el pollyanismo y el exceso de azúcar.

Creo que el año pasado la política creo extraños compañeros de cama: si todo lo personal es político, la política de obligaciones confinadas, ese año de paredes resabidas hizo que recibiésemos llamadas raras, whatsapps de personas que ya no estaban en tu vida y que no van a volver a estar porque no ha lugar, porque son yogures caducados: esa constante promesa de que algún día te lo comerás porque total no pasa nada, esa visión en la nevera tantos días y como tales, acaban en la basura porque en realidad ya no son nada. Pese a esto, decían en un episodio del podcast ¿Puedo hablar? que fue la mejor época de Tinder, que con la poca presión para quedar y desestimando esa rapidez obstinada del mundo digital, todo era mucho más reposado y dado a la conversación. Aquella época yo la enlazaba con mis primeros días en un país ajeno que sabes que has de hacer tuyo aunque no puedas al principio, donde recibías afectos a distancia y de regalos de despedida que te acompañaban en tu maleta nueva de nuevas aventuras. Estrechabas más lazos con los afectos que dejabas a 10000 km por eso mismo, porque estaban lejos y porque eran ya recuerdo magnificado. Quizá todos somos más nosotros mismos cuando no hay compromiso de crear un lazo real, cuando la confianza que surge como una explosión tiene puesto un cronómetro. ¿O es que no eran los dos protagonistas de Antes del amanecer mucho más auténticos el uno con el otro porque todo se desvanecería con la llegada del sol? La idea de lo efímero nos ayudó en los primeros días, de ahí a hacerlo todo más azucarado: nos meten en casa un par de semanas y a otra cosa, mariposa. Ja. Ahí ya empezamos con Apolo y Dafne, con Prometeo, hubo quien fue la desdichada Casandra y todos los mitos más que se nos ocurran. En esa doméstica Odisea, en ese postergado volver a nuestra Ítaca de normalidad, perdimos el humor, el principal patrimonio de la supervivencia. A lo mejor muchas no éramos ya la alegría de la huerta antes o, como dije en otra ocasión, veníamos cucú de casa. El problema es que la mala hostia se convierta en patrimonial, en el modo de estar en el mundo. Y eso sí es preocupante. Insisto: hablo desde el privilegio que da el tener una estructura medianamente estable pero, incluso en mi trabajo en redes en el que he visto mucho y mucha violencia, detecto una mala baba, un cabreo mucho más enconado, una actitud de espadas en alto más acusada. Y una caída libre del sentido del humor, de la trivialidad porque sí. He visto agarradas brutales en la calle, en el barrio pretendidamente megaguay en el que vivo, por las mascarillas. Follones por la distancia de seguridad. En otro contexto, acusaciones por parte de mala gente sobre la pertinencia o no del teletrabajo (yo pagaría por no tener que ver a algunas personas, de verdad). El buen humor, el intentar exhibir algo de pequeñita felicidad en el día a día empieza a estar mal visto: falta de compromiso (¿con qué?), banalidad, poca enjundia y seriedad para encarar la vida. Pues claro, afortunadamente.

Es fácil creerse en un ecosistema de verdades inamovibles, de apacible tranquilidad o de dramas que podemos embotellar. A veces, en el despacho que comparto con tres compañeras más, recordamos con sorna cuando nuestra máxima preocupación eran las radiaciones de radón. Todo ha cambiado de sitio y la maleza que cubre el futuro se ha hecho más y más espesa. Si no achicamos los ojos para ver algo más allá, si no oteamos el futuro descojonándonos vivas, mal andamos. Luego ya viene la segunda parte: que si te ríes eres muy tonta y todo eso. Pero eso ya lo dejamos para otro día, que se nos agota el cartucho de optimismo.

Y siempre, gracias a las diosas, vienen Los Punsetes

Leed:

Rápido, tu vida Sylvie Schenk (Errata naturae, 2021). Maravilloso: de esos libros que pasarán, seguro, desapercibidos, pero que esconden una humilde grandeza. Dos países, dos lenguas, el lugar de la culpa (de los otros): una reflexión diferente sobre la identidad y el hogar que creamos cuando llevamos nuestros pobres huesos a otros países (saldrá un comentario mío sobre esta novela algo más extenso en Tempos Novos, ya os lo traeré aquí).

Leo también a Ivy Compton-Burnett, pero me descorazona la traducción, sorry, Anagrama. Tengo Papel, el inmenso ensayo de Mark Kurlansky en Ático de los Libros, Quemar libros (saldrá pronto una reseñita mía sobre este librazo) de Marc Ovenden en Crítica e Irmandiñas de Aurora Marco, en Laiovento cortesía de GaliciaLe.

Ved:

La batalla por Britney de Mobeen Azhar es un documental en el que se aborda la curatela que la familia de la cantante lleva ejerciendo un montón de años y que le impiden tomar las riendas de su vida. El movimiento #freeBritney de los fans de la cantante es algo mucho más que una frikada: es poner encima de la mesa por qué a unos se les considera sencillamente excéntricos y a otras, sencillamente desequilibradas e incapaces de controlar su vida. Detrás, un padre posiblemente codicioso y un enjambre de abogados y asesores que se están forrando.

Manolita, la Chen de Arcos es un cuidadoso documental-entrevista a Manuela Saborido Muñoz, la primera transexual española en cambiarse el nombre en el DNI y en adoptar una niña. Si pensáis que Alaska es transgresora después de ver este docu, pues os lo hacéis mirar. Dirige la maravillosa Valeria Vegas.

He visto también Maricón Perdido (qué suerte tenemos de contar en el mundo con Bob Pop), Una danza para la música del tiempo (gracias, Filmin, por traerme a Anthony Powell en serie) y ahora, como buena dama brit, me estoy viendo TODAS las adaptaciones de las novelas de Agatha Christie que encuentro por doquier.

Escuchad:

El podcast La vida sigue igual es tan sugestivo como poco pretencioso ¡y me encanta!: las conversaciones son fluidas, los invitados pueden hablar sin que se les interrumpa. Mario Temiño es un entrevistador pulcro, con preguntas muy adecuadas que no pretenden ser las del primero de la clase. Cero postureo, mucha verdad.

El grupo Son tías simpáticas Toni Acosta y Silvia Abril . Lo que es muy de agradecer es que se desmarquen de otros podcasts con el esquema «yo estoy muy loca y tú menos» (que a mí me encanta Estirando el chicle, vale, pero se trata de hacer algo diferente).

Imposturas y sus síndromes

Lo confieso: me apasionan las películas y los relatos de timos y suplantaciones. De Ripley a Lupin, de los magos astutos de Ahora me ves.. a la sordidez de Los timadores— con una terrorífica Angelica Houston—la desternillante Nueve reinas y los atractivos malotes Newman y Redford en El golpe: me caen bien, qué le vamos a hacer. La iconografía es trepidante y poblada de nuevos pasaportes, tintes de pelo, bigotes y barbas postizas o sonrisas de ejecutivo psicópata, de todo. En el timo, en el cinematográfico que ya sé que mucha gente ha sufrido mucho pero yo vengo a contar otra cosa, hay a veces cierta justicia poética apelando a la avaricia del timado: me sigue impresionando Tony Leblanc haciendo el de la estampita, por ejemplo. Haya o no millones por el medio, tengamos a mano una Lisbeth Salander que transfiere millones a nuestras cuentas o seamos unas pardillas de preocupar, muchos ladrones de cine y literatura arrastran ese halo de héroes algo pijoaparte, ignoramos el posible drama y apartamos la ética. Lo dicho, es cierta atracción por una transgresión edulcorada, de mentira y que dejará de gustarnos cuando salgamos del cine o apaguemos nosotros la pantalla. La impostura de mentira es fascinante, convivir con la idea de que una es de mentira, o no merecedora de una verdad propia, no lo es tanto. Pongo un ejemplo: yo llevo mucho tiempo queriendo escribir sobre el síndrome de la impostora, sobre esa falta de confianza que lleva a relegarse una al cuarto de atrás, dejando ganar la batalla a la inseguridad, esa terrible compañera. Y, voilá, aparece un episodio en el podcast Deforme semanal en el que las admiradas Lijtmaer e Isa Calderón hablan no solo de esto, sino de cómo asumirlo en un mundo patriarcal, al hilo de la publicación de El síndrome de la impostora, de Elisabet Cadoche y Anna de Montarlot Y ahora, después de escucharlas hablar sobre todo esto, pienso que no tengo derecho, que qué voy a decir o aportar yo, qué desfachatez, qué osadía. ¿Es la inseguridad un síntoma de ese ambiente viciado ante algunos sanedrines que siempre te dirán que tú no, que ahí no, que quién te crees que eres? Estar fuera de lugar es reconocer que el espacio no te pertenece y es producto de una cultura competitiva ante los que se entienden como adversarios. La displicencia, el ninguneo, casi siempre esconden miedo. Y el miedo, oh, darling, es muy masculino. Siempre que tu autoestima se tambalee es muy probable que alguien esté esperando con un garrote de mentira para borrarte del mapa, como ese dibujo animado que eres. Por mucho que te repitas a menudo «¡Qué coño, aquí estoy yo!», el hormigueo impostor va llenándote otra vez. Me afectó el síndrome cuando he escrito sobre un tema que me interesa y que, quizá, no domino a la perfección (como casi todo el mundo en todos los temas). Cuando lo hice en gallego porque escribo habitualmente en castellano. Cuando impartí clases sobre aspectos de mi propia profesión porque van a alzar las cejas porque yo no soy de esto ni de lo otro. Por escribir porque sí cuando ya hay escritoras. Por pensar en algún momento que podía ser una escritora. Por creer, y eso es el problema, que podía quedarme al margen de las valoraciones que hiciesen de mí. Por pensar que tenía una voz distinta ¿Por qué? El problema es el escrutinio que haces minusvalorando tu propia capacidad, muchas veces engrandeciendo y anticipando las posibles críticas, Y si lo anticipas no es por histerismo: es que ya lo has experimentado.

Por supuesto que el miedo y la inseguridad son libres. La autoestima, un territorio de difícil conquista ante cuchillos alzados, sean verdaderos o virtuales. Pero existe un contexto previo, producto de años y años de educación nociva y fundamentalmente machista, que hacen que la mayor parte de las afectadas seamos mujeres. No he visto jamás a ningún compañero de trabajo, jamás, cuestionar su aptitud o valía para tal o cual cometido. Sí, en cambio, lo he visto en muchas mujeres, en condiciones idénticas o incluso superiores. Hablamos muchas veces de las vocaciones científicas en niñas, pero que abandonan a veces no por falta de capacidad, sino por un entorno poco estimulante. ¿Están acaso ocupando un espacio que no les corresponde siendo mucho mayor el número de mujeres matriculadas en la universidad que de hombres? ¿Por qué esta idea de no pertenecer al club?

No somos fraudes ni usurpadoras. Y paro, que esto de conquistar espacios me provoca la terrible ansiedad de saber quién me estará leyendo, qué pensará de mí, si tengo o no tengo derecho a escribir una cosa tan cuñada como un blog, yo, señora mayor en un mundo de Twitch y de cosas que, tampoco me pertenecen o de las que quedas automáticamente expulsada. Poco hablamos de la tiranía de la juventud, del desplazamiento por la edad cuando quieres acercarte a realidades que desconoces y eres algo más que una señora curiosa: huy, váyase, qué hace, qué ridícula. Guste o no, la edad es algo que se pasa, se cura y se mejora solo con el tiempo. Y ahora sí que termino: repaso mi párrafo del principio y me doy cuenta de que todos los timadores que menciono son señoros. ¡Qué bien se les da ocupar espacios a los jodíos!

Lecturas y cosas que andan por ahí

La hija única de Guadalupe Nettel

La noche que llegué al café Gijón de Paco Umbral, que era un niño de provincias que se sentía fuera de lugar, pero que hizo de la necesidad virtud. Y ocupaba espacio, caramba que si lo ocupaba. Releo este libro con frecuencia, las anécdotas sobre el ego de escritores son impagables.

He releído las Apostillas a El nombre de la rosa. Sigo pensando en Umberto Eco partiéndose de risa retorciendo y componiendo este puzzle intertextual, gótico y fascinante sobre el poder de la risa, de las bibliotecas como reflejos de aquello que hemos tenido a bien conservar. Y musitamos, siempre, la frase del ya viejo Adso de Melk cuando recuerda aquella primera aventura con Guillermo de Baskerville: stat rosa pristina nomen….

Vean dos cosas y háganse un favor: el Imprescindibles De Carmen Martín Gaite y un documental maravilloso sobre falsificaciones en el mundo del arte Made you look en Netflix. Otro día hablamos de Small Axe.

Si llegáis a tiempo de ver en cines El año del descubrimiento, pues eso, llegad a tiempo.

Y qué le vamos a hacer, me gusta el disco de C. Tangana.

Hijos ( 10): un aire de familia

Image by RealAKP from Pixabay

Nunca sabré, tampoco importa demasiado, si los hijos somos una mala o buena versión de nuestros padres. Y digo que no importa demasiado: para decir que en la vida cada una vamos a nuestra bola decimos que somos de su padre y de su madre. Ser de su padre y de su madre es lo mismo que decir que eres una huerfanita tiritona con cucurucho de castañas en la mano. Sí, seremos de nuestro padre o de nuestra madre, y en el sentido más literal. En nuestros años de soberbia airada, esos en los que nadie puede darte consejos ni hacer la mínima sugerencia porque vienes resabida de oficio a golpe de portazo y respuesta afilada, en esos años, digo, queremos romper no solamente con el principio de autoridad de la casa que nos cobija, también de su fenotipo. Yo adoraba a mi abuela, pero en el umbral de la impaciencia adolescente me irritaba la cantilena constante de cómo nos parecíamos, que si yo hacía el mismo gesto, que si los ojos, que si cualquier cosa. Yo, en aquella época, solamente quería parecerme a Bowie o a Paloma Chamorro, algo muy lejos tanto de mí como de nuestro perfil familiar, la verdad, poco rockero. Mi madre, volvemos al redil de la historia, era una impenitente refranera, también para mi irritación adolescente, y repetía sin descanso «el que a su familia se parece, honra merece». A mí me fastidiaba llevarme en ese reparto la peor parte: ni la esbeltez de mi madre ni su gracia natural, ni la habilidad y bonhomía de papá, tampoco la rapidez mental de mi abuela. Una niña, una adolescente, era, para la consideración general, un ser imperfecto e inacabado que aún no tenía alas para volar pero que ya se daba de cabezazos en el nido. Qué obscena es la arrogancia: yo no veía el cansancio de mi padre, la constante preocupación de mi madre, su miedo al futuro, herencia, creo yo, de la incertidumbre de crecer en la posguerra. Todo me parecía no saber vivir: yo sí sabía, era la disfrutona. Menuda gilipollas, eso era yo, una gilipollas.

Ahora que todo va a menos, tanto en nosotros como en el mundo que nos rodea, pienso en lo mucho que me gusta haber heredado gestos, manías, defectos. Todo ese material genético ha formado parte de mi sumisión y mi rebeldía, de las discusiones familiares y de los momentos de de alegría, que han sido muchos. Ahora, que tanto echo de menos enfadarme porque mi madre me repita las cosas, que me despierte con llamadas de teléfono intempestivas para recordarme tal santo o cumpleaños, yo, ahora, querría parecerme a mi familia en todo aquello que permanecía enterrado bajo mi indiferencia y que no supe ver muchas veces. Yo era, quizá, una flor rara en un mundo de adultos, el destino algo frágil y trabajoso de las hijas únicas. Y quizá, y solamente quizá, el paso del tiempo nos ha regalado esa nueva visión de nosotras mismas en otros momentos de la vida. También nos ayuda a disfrutar, ahora que, repito, todo va a menos, de los paseos quedos con los padres o de mimarles con un poco de queso rico el domingo, de contarles algo que te ha pasado ese día y que sabes que va a divertirles, de saber escuchar, aunque sea por millonésima vez, alguna historia, muchas de ellas familiares, otras que te descubren por primera vez, producto de esa confianza generada en el tiempo. Quizá la inversión de papeles (de cuidados a cuidadores) sea un pacto necesario con el futuro,con uno que no está escrito pero que nos enmarca.A mí me parece que es un círculo perfecto, algo que quizá no escojas, pero que va contigo en esa carga genética que ves como una vieja película familiar en super8: te enseñaron a atarte los zapatos, a no poner los codos en la mesa, a no enfadarte por tonterías, a leer silabeando, a que el aburrimiento no es necesariamente malo. Quizá te veas cambiando un pañal de adulto, haciendo pedacitos la comida para que la traguen poquito a poco, acompañando una tarde de televisión y tedio. Quizás, solo quizás. Porque a lo mejor, y solamente a lo mejor, te pareces a tu familia en algo que sí te gusta.

Leo: Conversaciones entre amigos de Sally Rooney. Me gusta, pero creo que no tanto como Gente normal. He terminado también Reina de Elizabeth Duval y es increíblemente brillante esa cabeza.

Escucho: Mi querida V. do Rexo, desde as súas ladaíñas, me descubrió un podcast maravilloso que recomiendo a todo el mundo: Discos Mon Oncle. Sobria elegancia, exquisita selección de música para oídos nobles.

Veo: Qué poco fiel soy a las series que no me enganchan mucho.La sobreabundancia también me atonta, aunque encuentro joyitas que me enloquecen. Estoy comenzando a ver A suitable boy, (adpatación de la obra de Vikram Seth) dirigida por Mira Nair. Lo poco que he visto me ha encantado.

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