En un cuaderno Moleskine (24) : un desván para el otoño

«She was known for her extreme secrecy. For example, none of the Tenenbaums knew she was a smoker, which she had been since the age of twelve»
Imagen tomada de eatingfastfood.wordpress.com
«El otoño es inconstante e inquieto este año. Llega y se lo piensa, se busca las llaves en los bolsillos y, al no encontrarlas, vuelve de nuevo al lugar extraño donde habitan las estaciones. No sé dónde será, pero lo que sí sé es que tiene que ser un gran desván con claraboyas, un desván que no existe de verdad, al final todos tenemos trasteros con bicicletas estáticas y cajas con adornos de las Navidades pasadas (y presentes, y futuras, pero me temo que los fantasmas habitan, eso sí, tanto en trasteros como en cuartos de baño). En un desván con claraboyas, en el que entra la luz y patina la lluvia, hay siempre lugar para los escondites, para el recoveco en el que te tapaste la cara con las manos porque habías huido de la mesa de la cocina y del hígado encebollado. Hay, también, todavía, restos de cigarrillos sueltos, eso sí que molaba, comprarlos con displicencia como si fuese algo tan cotidiano, como si fueses Margot Tenenbaum fumando a escondidas desde los doce. Y claro, algún jersey de lana que era tan enorme que nunca pudiste ponerte, los patines que tan divertidos parecían en su estuche de cuadros escoceses, y, lo peor de todo, los álbumes de todo aquello que tú y yo no fuimos. No fuimos viajes a Berlín ni tampoco desayunos de playa, con lo bien que quedan en las fotos. Esos son los peores bagajes del otoño: todo aquello que no te has llevado porque fue mucho antes de los puntos suspensivos, de los carpetazos, del no ser nada. O de lo que no quisimos que fuese, total, es un desván de mentira y qué más da. Es también un refugio en la lluvia, antes y después, especialmente de esos días que son tan domingos que vienen cargados de la tragedia del fin de la semana, tocados en su hecho festivo, abortados por la propia cuenta atrás de los dientes amenazadores del lunes.
Hay otoños que no llegan y que ya lo son antes de tiempo. Hay, ya lo he dicho, esas tardes endomingadas que lo son porque no hay fines de semana que las sostengan. Aun así, habitadas por humanos. Y los hay que se pertrechan de música y letras para acompañar ciertas travesías, muchas de ellas solitarias, como las propias lecturas ávidas. Lecturas, otra vez, en algunos desvanes con linternas y arsenales de gominolas. En los trenes mañaneros, haciendo sociología aficionada con el rabillo del ojo. Pasando los dedos infantiles sobre líneas, subrayando dramáticamente parrafos nerudianos, doblando hojas con rebeldía. Adivinando otras manos en libros de la biblioteca de la Facultad y oliendo las páginas nuevas e inmaculadas en las criptas sagradas de algunas librerías. Y leer es una curiosa y extraña soledad compartida: quién estará leyendo esta novela a la vez, en qué lugar del mundo, huyendo de algo o feliz ante su chimenea y bulldogs fieles a los pies. Leo este post de principia marsupia sobre que te lean en voz alta, en la cama. Y te acuerdas, aunque no fue en otoño, del día que él te regaló una cinta en la que había grabado uno de los mejores principios de novela y que es, siempre, muy contemporánea : «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…» Y sentías que Dickens no había muerto de ningún modo. Y él estaba lejos, es verdad, pero su voz estaba contigo, consiguió arroparte esa noche de primavera o verano, ya ni te acuerdas y construyó un otoño. Tan dorado y lleno de bosques de Nueva Inglaterra, con sus Halloweens y sus nueces pecanas, como este que va a llegar y que todavía no ha sucedido.
Ojalá que suceda todo en este otoño. Que me deje construir mi desván de refugios y escondites, con tu voz de fondo. Que podamos acunarnos y recorrer paisajes infinitos, llenos de narración y rimas. Y que no sea, por una vez, enfermo y maldito».