Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “septiembre, 2012”

Unfollowear

Imagen tomada de bodieandfou.blogspot.com

Yo no sé si los palabros harán que un día, al entrar en esta casa digital, todo se haya convertido en una Babel imposible y necesite un gobernador de líneas y párrafos. La semántica es algo más que una adolescente caprichosa aunque, a veces, la imagine así,  compulsiva y llena de piercings, dándole la vuelta a pilas de camisetas y zapatos, en la Bershka que podrían ser los discursos más genéricos y también en ese lenguaje que vamos acotando y haciendo nuestro. Comparo y distingo amigos y compañeros por su manera de hablar, por algunas expresiones que los individualizan de forma mucho más humana que un DNI.  Y del mismo modo que voy aprendiéndolos a ellos a lo largo de la vida-sus idas y vueltas, sus altos y bajos, alegrías y no tantas-adapto y me apodero de gran parte de su ingenio, haciendo gala de la bulimia de la cita más propia de otros pagos. «Aprendérselos» es mucho más que anotar en un cuaderno lo que tenemos de ellos o no, como aquellos álbumes lejanos de la infancia. Esa colección que prometía un extraño Nirvana al abrir los sobres de cromos: hacías una pulcra lista con los números, cambiabas los repes en el recreo, tachabas, yo me equivocaba siempre y me volvía sin los que no tenía y con montones de repetidos en el bolsillo de la falda del uniforme. En todos los caminos he ido olvidando cromos y listas, algunos de ellos se han ido ya para siempre, otros simplemente están ocultos por otra vida propia o alguna que las invade de más aunque, bien es cierto, que sarna con gusto no pica. O eso, al menos, dicen los que saben más de la vida que esta mentecata.

Nuestras vidas digitales, y vamos ya al tomate, han reinventado los contactos, los amigos, los recuerdos de otras relaciones e, incluso, la presión para  «aceptar» a los amigos de otros o, también, saber o no de lo que sucede en los ámbitos ajenos. Soy partidaria de cerrar los álbumes de fotos y no volver a abrirlos si las cosas se ponen feas; es más, el digitalismo me ha ayudado a borrar algunos y que las sonrisas de ciertos meses de primavera sean eso : «recuerdos de abrazos en la playa en primavera».También es una forma de idealización selectiva. Creo que, del mismo modo que poco a poco se va haciendo una selección no sé si exactamente natural, en la que la desidia, la irrupción de nuevas ilusiones (y rellenáis eso con todo lo que queráis) van delimitando e incrementando distancias físicas, debería suceder lo mismo en otras facetas paralelas. ¿Me haría yo hoy amiga en la vida «analógica» de ese compañero de clase al que conocí en BUP?¿Y si sus ideas sobre la vida, la sociedad e incluso las mujeres me resultan a día de hoy sonrojantes e incluso inadmisibles? Posiblemente, no. ¿Por qué, entonces, en los mundos digitales se siente una presión absoluta para admitir, compartir, y generar ese «buen rollete» un tanto infantil de «los amigos de mis amigas…»?  Siempre me he sentido feliz de tener amigos variados, de haber conservado muchos de ellos a lo largo de los años, la voluntad de tierra quemada me enerva. Pero sí creo en ciertos lastres que hay que soltar. Y renovar, estrenar cuaderno, probar y decepcionarse. Como siempre, que, por mucho que digan, a eso no se aprende.

Creo que lo que sí debemos aprender, paseando por los bosquecillos de las redes sociales,  es  a «unfollowear» o a «desamigar», que no desmigar. O tener, como hemos hecho a lo largo del camino,  la clara convicción de que esa es la riqueza de ese mundo. Y el hecho de que te borren de una red no implica, o sí, que te borren de otros ámbitos: es que, simplemente, en ese no interesas. Primos, tíos, hermanos incluso, no tienen por qué participar de algunas de nuestras taras y veleidades (Dios de mi existencia, tengo que hacer un blog con ese título que es megagenial) en las que muchos se sienten mucho más libres.  ¿Falta de realismo? Es posible, pero no tengo por qué departir con mi madre en el muro de Facebook sobre los tuppers del fin de semana del mismo modo que, aquí en mi lugar analógico del mundo, no iría a un concierto de rock con muchos amigos a los que adoro porque, sencillamente, prefieren la Orquesta Sinfónica, porque no les gusta o no les apetece. Existen las listas de intereses, esas agendas que tenemos todos con ciertos teléfonos: a quién llamo si me siento así, con quién iría a esto porque le iba a gustar o con la persona que quiero pasear, beber vinos y reir. También, es cierto, que existe el «síndrome de la gratificación inmediata» o el que podíamos llamar el «soldado vigilante de la red»: la persona que te recrimina si no le comentas, si no le «megusteas» con cierta frecuencia o, simplemente, si no le das cariñitos digitales o les haces la ola . Creo que se está en esto para participar, es cierto, pero el grado de participación ha de ser voluntario y no exigente. Múltiples facetas tenemos todos, por fortuna, y eso y solo eso es lo que debe guiarnos, creo yo, por estos caminos. Quien se sienta pobriño y pobrecito porque no le hacen caso en un muro o no le comentan, mucho me temo que tiene que ver con otro tipo de carencias.  Y sí, claro que borramos y ocultamos, faltaría más. Como ya he dicho, el desinterés es soportable, la agresividad y el boicot, no.  Y, mucho menos, en algo tan efímero como un comentario, un «cómo molas» del momento o un retuit. Nada más que eso.  Otra vez, y nunca mejor traído, son las famosas lágrimas en la lluvia. Por amor de Dios bendito, ¿es que nadie le va a dar un kleenex a Rutger Hauer? 🙂

Ojalá fuese tan sencillo recuperar a algunas personas que ya no están como volver a mandar una solicitud de amistad, seguirlas silenciosamente  en un tuit, añadirlas a la red de Linkedin.  Pensar en esas posibilidades es tan poco práctico y ajeno  como mantener una mirada lánguida y en diagonal a través delcristal de una cafetería, gobernar las  mareas de posibilidades  que habitan, ya revueltas por mí, en el café de esta mañana y que me permiten, como casi siempre, pulsar el interruptor que enciende una cierta desmemoria. Y me propongo, como tantas otras veces, unfollowear mi propia melancolía.

Apuntes y escrituras (4) :Tranche de vie

Imagen tomada de http://dryingthebones.tumblr.com

«Whatever our souls are made of, yours and mine are the same»

Más sobre lápices e inspiraciones:

«Aunque no lo parezca, sigo palpándome ese lápiz desgastado que guardo en el bolsillo. A veces lo miro de frente, veo que sigue con la misma punta roma, el mismo grafito desencantado, la casi indistinguible marca a la que quizás perteneció. Llevar un lápiz siempre encima es casi avanzar una promesa, una marca de almanaque, una fecha de caducidad que no tiene donde asentar un brumoso futuro. Él me dice que no puede dejar de emborronar papeles con historias, yo no le miro a los ojos cuando le digo que no sé si tengo algo que contar, que mis tiempos son metrónomos de piano en películas o atrezzos en desorden.  Quizás el compás nos lleve a decir que no guardo rutinas y que todo es una composición de instantes tan de entre semana, con tan pocos estrenos, sin festivos, con repiqueteo de  lluvias. Son momentos que se deslizan por las moquetas raídas de algunos hoteles, los no escogidos y que te escogen a ti. Horas de mañanas sin nada delante de un ordenador. Es esa televisión encendida de noche y que transforma el mundo en un blanco y negro de silencios y de años cincuenta. Son los olores propios de cada piso, de cada lugar en los que nuestro cronómetro ha seguido avanzando, de cada percha que olvidamos en las mudanzas y que son como esos zapatos viudos que siempre cultivan las zanjas de las carreteras. Los vecinos que dejas de ver y reaparecen para que los eches de menos, las escaleras que subes todos los días y que ya son tan distintas con tus botas y sandalias, con tu sonrisa de bienvenida o con ese recibo que sangra en tu mano.  Pensar que el mundo gira y avanza, es tan rápido y lacónico como nuestra última conversación, tan abrupto que ni puedo mirarlo a los ojos porque tengo vértigo, me inmoviliza  y siento que todo se escapa.  Y vuelvo a palpar ese lápiz y pienso en el patio encharcado, en cómo cerrabas los ojos y escuchabas música cuando ibas en autobús, en el modo en que me siguen desconcertando algunas llamadas de teléfono y cómo echo de menos otras.  Y que quiero sentarme en los columpios y jugar, llegar a una estación en la que me despidan y me esperen, adelantar coches por autopistas. Todas esas cosas de días cualquiera, de tragedias algodonadas, de realidades con bostezo, de mundos de genios como Perec y Munro, como todo eso que ya está contado y que hace resetear tu cabeza y que guardes el lápiz, de nuevo, hasta una próxima ocasión. Hasta encontrar algo más que quieras contar.»

Acostarse con la Gardner

La vida pasa en una ensalada de velocidades que aliñamos en función de los calendarios, del combustible del momento, de la energía que tengamos que invertir en apretar los dientes. Un blog puede ser, o no, un efímero sentido de la conquista de alguno de esos momentos.  Una bandera que ponemos en una imposible llegada a alguna luna, siempre para que pueda ser vista desde otros ámbitos y aplaudida o denostada por otras voces. El planeta digital es en sí mismo parte de un particular sistema solar donde el centro va moviéndose como en el parchís, avanzando hacia una meta volante, hacia una entelequia desconocida, donde alimentamos más que nunca la necesidad de dejar nuestro propio camino a Pulgarcito, nuestros posos de café, una mejor o peor huella ecológica. Es, mejor dicho, un ecosistema autosuficiente y paralelo.

Siempre he sentido pudor hacia los diarios de los otros. A recorrer un  alfabeto que me mostraba la soledad de una niña holandesa en un verano que no era tal.  A entrever, tras una tipografía muy contemporánea, la caligrafía de un poeta alemán que contesta  por carta a  la encendida admiración de un escritor ruso y reconociéndose en esa lejana ya impaciencia juvenil de crear universos propios con herramientas de palabras. O encender el fuego de vivir de oficio, y ,voluntariamente por poco tiempo, en una Italia con menos luz de la que los lectores quieren o creen recordar. De Anna Frank a Pavese, de Rilke a Pasternak, o de Warhol a Cheever. Diario o correspondencia, tengo un resultado físico en mis manos de todo aquello, lo abro, lo navego y devuelvo a mi estantería donde habitarán dormidos.  Hasta otra ocasión en la que vuelvo a vencer mi pudor obligado para despertar a mi durmiente cotilla. Y a otra cosa.

Pero vivo en un mundo que ya tiene un desdoblamiento ajeno y que potencia la gratificación inmediata. Destacar, en determinados caracteres, el ingenio que me habita, o no, una mañana de domingo porque sí, porque la exhibo, porque la comparto para ser, a su vez, recompartida, retuiteada y enmarcada lo que dura un timeline, es decir, nada.  Todos esperamos que nos hagan la ola digital, esa que no vemos pero que se marca en  favoritos, en «me gusta», en la reputación que nos coge por las teclas, en lo efímero y en lo que retroalimenta. Y en la ansiedad  de buscar imágenes de un estilo propio y que son de otros, ajenas a esa autopoética que vamos creando sin querer. Yo dije esto en una ocasión aludiendo a estas líneas temblonas.  Y claro que creo en la inteligencia colectiva, en la alquimia de las multitudes y en la creación a pachas de nuevos modos de narrar y entender.

Pero después de todos estos lugares comunes, de tópicos de los que se ha escrito mucho más y mejor, a mí me gustaría hablar de la taxidermia digital. El recorrer esas galerías de trofeos y momentos congelados, de instagrames voraces, de foursquares atónitos, me hace pensar mucho en si fue antes el huevo o la gallina. En si hay quien realmente vive para testimoniar lo mucho que viaja y lee, para alimentar un perfil de gadgets extravagantes, para crear un alter ego Frankestein a partir de las posibilidades de Android.  Me divierte ver fotos de amigos en conciertos, algún momento de una cena o un viaje.  Pero no puedo evitar sentirme  invasora  cuando  alguien me informa, lo quiera o no, de por dónde van sus pasos  en 4square. Compartir es voluntario pero no obligatorio. No se han creado las ocasiones ni los países para ser congelados en una galería de «a ver quién puede más», quien epata más, o de, simplemente, demostrar tu habilidad con una cámara automatiquísima.   O de crearte un perfil, sí, perfil, de un constante cómomolo, de un permanente vivocomodios, de una muy prolongada vacación de primavera; esas que viven los  adolescentes norteamericanos en las películas compradas en lotes  por las cadenas de televisión.   A veces creo que estamos en las redes como aquel que llega a cualquier ciudad y solo visita las tiendas de souvenirs donde figure, eso es imprescindible, el lugar al que ha viajado. Pero  del que únicamente recordará el papel que lo envuelve porque ese imán de nevera será para tu prima o tu tía, no para ti. Y te haces, aún, un poco más trampantojo,que es lo que somos cuando nos vestimos de digital.

Y no puedo dejar de pensar en lo que se contaba de Dominguín y Ava Gardner tras la primera noche de pasión.  Ya saben: «¿A dónde vas?» ¡»A contarlo!».  Por supuesto que soy libre de seguir o no a quien quiero en Twitter o añadirlo a Facebook. Pero el posible agotamiento de las redes sociales creo que viene por saturación de cierto tipo de actitudes y contenidos . No lo sé. Yo, por si acaso, publicaré este post en Facebook para que no se diga que soy una analógica reticente.  Y para alimentar, de algún modo, mi buena o mala reputación digital.

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