Anchoas y Tigretones

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La mejor foto

Para Ignacio, desde un muro reservado a Banksy.

Foto de Dan Cristian Pădureț en Unsplash

Recuerdo una canción de hace unos años sobre el dolor del miembro fantasma, ese retorcido relámpago que acecha en las extremidades para recordarnos que, de perderlos, somos seres incompletos. Estoy, desde hace días, notando ese dolor, esa ampliación del eco de una voz en el vacío en el que antes conversábamos. No sé cómo van a ser los días sin recibir tus whatsapps sobre lo más diverso, enviándome temas de jazz, haciendo tus comentarios sobre este bloc de notas, disperso y sin periodicidad, que tú tanto valorabas. No éramos tan amigos como hermanos, ni siquiera teníamos esa amistad constante en su equilibrio que suele venir de la juventud compartida: nos conocimos en mundos digitales, nos desvirtualizamos pronto gracias a la cercanía de nuestras ciudades y eran nuestros encuentros esa divertida y genial fiesta de no cumpleaños de comidas loquísimas y detalles de cariño. Recuerdo, qué delgado eras, cómo corriste un día hacia tu coche bajo la lluvia porque habías olvidado un libro que me traías, un libro gastado y personal, aquel Olvidado rey Gudú de Ana María Matute en una edición de Círculo de Lectores. La lluvia no nos dio tregua mientras yo desempaquetaba rápidamente aquel tomo por el que habían pasado ya varios inviernos y que iba a cambiar de estantería. Otra vez, apartando los periódicos que leías cuando esperabas en cafeterías, yo correspondí con el de Bowie de Simon Critchley, ese ensayo delicado y certero sobre la pérdida, sobre las coincidencias, sobre la fascinación, sobre ser fan y devoto. Hablamos tanto de ese libro que lo gastamos, y te recuerdo en la terraza del Dársena fumando y diciendo, tanto te parecías a veces a Sebastian Flyte, que el dandysmo era saber llevar una americana sobre los hombros con clase y estilo como había hecho alguna vez Brian Ferry. Hablamos de Meisel, de aquella inolvidable exposición de Norman Parkinson en la Barrié, de la madre de Uma Thurman. Pocas personas he conocido tan generosas en su modo de escucharme, yo, que siempre invado y abro tantas conversaciones a la vez. Reías mucho y asentías, recomendando lecturas y discos, hablando de Federer, al que adorabas, de aquel vecino con síndrome de Diógenes que te obligó a cambiarte de casa, tú tan territorial y apegado a lo familiar. Describías la nueva casa, como una plaza soleada con una cafetería con terraza y un kiosko cerca, «es lo básico, Lorena, tomar un café con los periódicos y revistas, intimar con los kioskeros, tan importante». Fui contigo a algún concierto donde lloramos de risa con los divertidísimos Antílopez, conocí a tu pandilla en un día ferrolano lleno de sol y risas. Envidiaba mucho esa familia paralela que tenías, además de la tuya, a la que adorabas: esos amigos siempre dispuestos, siempre los unos para los otros (aquel whatsapp en el que contabas que «llevabas un año de rosmón, sin cuidar de mi gente, eso no tiene perdón de Dios»). Cómo te hacías querer a pesar de aquellos silencios en los que respetábamos las pausas, la intensidad pequeña, la delicadeza. Por eso no me extrañó no saber de ti en un tiempo, pero sí cuando dejaste de responder, cuando vi que no tenías ya actividad en ningún lado. Y me lo contó tu hermana, a la que escribí, entre sollozos (nunca me perdonaré el mal rato que le hice pasar, perdóname, Montse): te habías ido sin hacer ruido, durmiendo, en esos incomprensibles puntos y finales, tú, siempre preocupado por el paso del tiempo, por llegar a la vejez con dignidad, qué pasó que no hemos podido saber cómo seríamos los dos de viejos, si viviríamos en esas comunas para mayores cuidándonos todos, viendo películas, hablando siempre de todo lo pasado como si fuese un patrimonio de otros, algo magnificado y un poco ridículo. Como seríamos, quién sabe, nosotros que nos hemos reído tanto, que nos hemos también tragado tantas lágrimas, cómo sería esa vejez de amigos y paseos, ya no lo sabremos, ese vértigo que da la ignorancia de no poder contar con otros, con la bondad, con la escucha.

Aquel día de sol ferrolano, en las Meninas, me hiciste una foto frente al mural de los guardias civiles besándose, en el hueco reservado para Banksy. Me las enviaste de noche, yo las vi y pensé que una de ellas era de las mejores fotos que tenía, en la que yo era más yo. Te lo dije: «Creo que es mi mejor foto, o si no, de las mejores». Y puedo y quiero recordar todo ese sol y cómo preparabas las tomas con mimo, como ese instante que siempre ha pasado ya y no puede capturarse, que ya es otro. Nos hicimos selfies tontos que borramos, sacando la lengua, haciendo el bobo. Los borramos, qué lástima. Yo seré siempre, en la memoria de una cámara de fotos, en un álbum tan liviano como ese Instagram en el que envidiamos vidas y decoramos la nuestra, aquella que sonreía, que se apoyaba levemente en un muro, que no pensaba en muertes ni en ausencias, que todo, ese día.y siempre, estaba por hacer. La vida, desde este pasado miércoles, es ya y será siempre otra. Pero la memoria, «esa fuente de dolor» me trae fogonazos de instantes hermosos, del último agosto y los cócteles en Miss Maruja, de la promesa de llevarte Agua y jabón de Marta Riezu, de hablar de Pollock y de Leonor Watling, de tanto, de nada. Mientras tenga memoria habrá siempre un hueco para recordarte enfocando, para recordarme yo también a mí misma, en esa amistad delicada y breve que tuve contigo. Gracias por tanto, gracias también por hacerme, un día de verano, mi mejor foto.

Hijos (11): madres e hijas

Laia Costa y Susi Sánchez, madre e hija, mujeres, en Cinco lobitos

Para María Cousillas

Hace un tiempo, cuando el mundo se paró ante nuestra perplejidad, el temor y las órdenes nos dieron un tiempo para bucear en armarios y carpetas olvidadas. Hubo quien retomó agendas, aquellos pequeños compendios de mundosl donde apuntabas, aunque supieses de memoria, números y direcciones. Las agendas situaban nuestro mundo en otro mundo: el de las amistades de ese momento, los chicos favoritos, las persianas rebeldes de aquel pequeño apartamento al que venía el señor que encabezaba la S y que no era otro que «señor de las persianas». En el tiempo detenido, digo, muchas miraron con estupor antiguos números sin prefijos, los primeros móviles, los primeros en muchas cosas que después pasaron a ser recuerdos, tan borrosos como las chicas del fondo de una foto del instituto. Surgió un extraño sentimiento entre curiosidad y vértigo, una extrañeza algo morbosa y también el afán de reconciliación, esos pequeños testamentos en vida que hacemos cuando nos vemos al borde de algún abismo. Llamadas o mensajes de exnovios, de amigas con las que no hablas porque la vida es lo que es y ya, de compañeros de otros trabajos o de quien en algún momento te hizo temblar de ilusión (los menos, la verdad). Esas viejas agendas tuvieron una segunda vida en un momento en el que temíamos por el mundo, por el futuro sea eso lo que sea. Yo encontré una donde había escrito en la inicial adecuada un número que no habría necesitado apuntar jamás, lo memoricé al instante, aunque guardé con displicencia el trocito de hoja de cuaderno en el que él lo había apuntado. Solo recuerdo su flequillo soleado al marcharse y la presión de mis nudillos apretando aquel papel dentro del bolsillo de mi chubasquero, no podía perderlo, ese número era el compendio de un mundo. No se sabía de cuál, pero de alguno. Más tarde, el tiempo alineó los planetas y sí, es verdad, no necesitaba el papel porque la letanía de unos números hasta ese día innecesarios, aleatorios, inútiles, cobraban una vida en mi cabeza, en la construcción de un futuro volátil, que es como tienen que ser los futuros.

He empezado hablando de lo antiguo que invita a la nostalgia: los números de teléfono de otros, de otras, con su armonía salvadora, silenciosa y exasperante otras veces. Miraba de niña los listines que rellenaba mi madre con su pulcra letra inglesa, aquellas amigas allí escritas a las que yo recordaba vagamente, con su dirección debajo para enviar, a principios de diciembre, la participación de lotería y la felicitación navideña. Mi padre tiene en un bloc imantado en la nevera unos números (el mío, el de primas, de amigos cercanos, cada vez, claro, menos ) mezclados con el prosaísmo de la tintorería que recoge a domicilio, el de la médica de cabecera o la gestoría del edificio. No borramos números, incorporamos más, incluso cuando aquellos han quedado obsoletos, fuera de juego o no tienen mucho sentido. Recorro a veces ese abecedario uniforme que es la agenda de mi teléfono móvil y encuentro algunos teléfonos a los que acompañaría el silencio en caso de pulsar sobre ellos o una voz que nos informaría que está fuera de cobertura, desconectado o que existe solo en un pasado nuestro que ya no es. Tengo todavía «mamá», «Casa de las tías», y algún otro que no desaparecerá de ese espacio, le corresponde, no será usurpado por cualquier otro. Creo que ese puzzle que son los afectos estaría incompleto sin esa porción de recuerdo inútil pero reconfortante, de esa cápsula del tiempo inversa,que es saber que todo eso no se lo robamos a nadie, le pertenece a quien ha dejado su silla vacía. Su DNI, su anticuado teléfono móvil, su tarjeta de bus, todo quizá metido en una carpeta de cartón con gomas, al fondo de un cajón, ocupando también su lugar de silencio. Todo ese orden diminuto está siempre dispuesto para ser habitado por la agridulce melancolía. Aunque sea ley de vida perder a quienes nos preceden,

Una de mis películas favoritas de este año, Cinco lobitos, partía de la reciente maternidad de la protagonista para exponer lo que tantas hemos vivido : la dificultad de que madres e hijas se entiendan, con el gap generacional y los constantes desencuentros producto del exceso de amor o de la restrictiva educación entendida como un «meter en vereda». Añadamos a eso las perspectivas e ideas diferentes sobre cuidados y trabajo, sobre parejas y familias, casi sobre todo. No hablemos ya de la afortunadamente superada edad de la arrogancia, llena de portazos y lloros incansables, de instalarse en una especie de «no future» hosco y defensivo. Madres e hijas, partiendo del amor mutuo, no sabemos recorrer sin sobresaltos juntas ese camino, mitificando también la relación basándonos en otras ficticias. Quizá en la realidad solamente pueda ser eso: un ping pong, un situarse en la diferencia, en la alteridad. Hasta que un buen día las hijas somos madres o madres de nuestras madres porque la edad y los achaques llegan y empezamos a acercarnos de otro modo, a tolerarnos, a «convivirnos»; las confidencias son tales, las recriminaciones serán menos, porque, por fin y por encima de todo, comenzamos a entendernos como mujeres, ambas desde la madurez.

Una buena amiga ha perdido recientemente a su madre. Yo he dicho en muchas ocasiones que el dolor y el desconcierto que provoca la orfandad en edad adulta no se tiene en cuenta, no hablamos de ese vacío entendiendo que es ley de vida. Y es un dolor también profundo que, quizá, no nos sitúa en ese terrible desamparo que es la pérdida en la infancia, cuando son esa mano que te sostiene, el orden doméstico necesario, la regularidad, el sentir el amor de forma casi natural. Cuando eres adulta y fallecen tus padres, piensas de otra forma en tu propia mortalidad, recorres todo ese camino de desencuentros y desapegos que se han producido a lo largo de los años, te castigas un poco más pero, y ese es también el milagro, recuerdas a esos adultos que fueron tus padres también como una adulta: comprendes sus errores si tú estás también educando, eres mucho más tolerante con algunos pasados; con otros, esto es cierto, no. Somos libres, es verdad, para construir y edulcorar nuestros recuerdos, lo somos también para enjuiciar o creer lo que nos parezca mejor. Pero ese entendimiento que se va produciendo al final es lo que hace que queramos, de vez en cuando, abrir de nuevo esa carpeta con gomas que tiene un DNI, listines de teléfonos de otros, tarjetas de bus, con la fascinación informada de quien conoce el contenido pero necesita de nuevo verlo, apelar a esa idea y tenerla viva, cercana. Los objetos, esos anclajes.

Mi amiga me manda por whatsapp una foto de su madre en la juventud. Es una de esas fotos de estudio en blanco y negro, donde una mujer muy hermosa mira sonriendo a la cámara. Desconocía, claro, ese futuro con una hija buena, con la que conviviría también y que la cuidaría hasta el final. Es también extraño para mí observar la belleza de una mujer desconocida que fue parte importante de la vida de alguien. Mi amiga tiene ahora la tarea de reconstruir para sí misma un espacio compartido en el que podrá palpar la ausencia, pero también izar sus futuros a través de sus recuerdos, de esas cápsulas del tiempo, de esos álbumes de fotos, de esos armarios de vida.

Comencé hablando de las agendas olvidadas, de los números de teléfono que son solamente negro sobre blanco, pero que construyeron lazos, mundos, lugares para habitar. De agendas amontonadas porque no queremos que todo eso se vaya de su hábitat natural, los cajones que abrimos en domingo o en pandemias. Y sí, aunque no lo parezca, tiene que ver con todo lo anteriormente expuesto sobre Cinco lobitos, sobre el duelo y la memoria, sobre reconstruir espacios y habitarlos con los recuerdos, sobre las madres. El recuerdo, creo yo, es siempre vida. Incluso en carpetas de cartón con gomas.

MOMENTO DE AUTOBOMBO : He escrito mucho sobre hijos, hijas, madres, padres. Lo último, aquí. También sobre duelos y cuentos de Navidad, por ejemplo, aquí.

LEO
Vengo de ese miedo. Miguel Ángel Oeste Posiblemente el libro más oscuro y sobrecogedor que he leído en 2022. Y diría, usando un calificativo que no me convence demasiado en literatura, necesario. De cómo construimos el odio en los espacios que, naturalmente, han de ser reservados para el amor, del pánico y la alerta constante ante la violencia, del nebuloso futuro. Una absoluta barbaridad de libro. Y he vuelto a Vivian Gornick, pero eso lo dejo para el futuro club de lectura (ya os contaré).

VEO

Total Control (Filmin). En el otro lado del (nuestro) mundo, las antípodas, se hace una tele la mar de interesante. Una de las protagonistas de este drama político, con los entresijos, luces y sombras del poder, era mi actriz fav de una serie que me encatnaba en los 90, Vidas secretas. Y la otra, bua, la otra no es ni más ni menos que Rachel Griffiths, la MARAVILLOSA Brenda de Six feet under y, como no, la Sarah Walker de Brothers and sisters.

ESCUCHO

Estoy escuchando compulsivamente la discografía de Vainica doble. También a Las hijas de Felipe y su elogio de lo diminuto, las Punzadas sonoras y un podcast con el que me tiro por el suelo de risa : Mamarazzis, con Laura Fa y Lorena Vázquez, crónica rosa con perspectiva de género y mucha, mucha diversión, autocrítica, sofocos y contradicciones. Son estupendas.

De los lazos y las desabotonaduras

Botones variados y dversos: imagen, sin créditos, tomada de Mercería La Costura. Pulsa en la imagen para origen.

Agosto es siempre lento y desubicado para quienes no gozamos de veraneo y ruptura de rutinas. Cuando todo se interrumpe- las suscripciones a las revistas, los horarios continuados en nuestros lugares favoritos que pueden ser tintorerías o cualquier otro donde reparar lo externo-solo queda observar y abrazar pausas con las persianas algo bajadas, gozando del silencio. Este paréntesis nos sirve a las lentas, a las dispersas, a repasar o recuperar lo que no ha dado tiempo a hacer: a llevar al zapatero aquellas botas que dejaste de usar en abril porque total, ya viene el verano y para qué; a recomponer el orden y desconcierto de la despensa; a repasar correos y borrar whatsapps que ya adquieren ese punto deliciosamente camp por desconocedores, su lugar en el tiempo, de todo lo que vendría después, qué ingenuos, qué conmovedora inocencia. A mí, además, ese tiempo de minutos espaciados más de lo normal- aquí debería ir la explicación de cómo la soledad del verano convierte los meses en gominolas alargadas en su sabor-me sirve también para recuperar podcasts guardados. Me gustan los que no dependen de lo inmediato, que pueden ser conversaciones de hace tiempo, también del futuro. Hablan Javier Aznar y el entrevistado Pedro Zuazua de amores gatunos, de veraneos en otras ciudades, de los amigos que entran y salen de la vida de uno. Contaba como, hacía muchos años, en una de las excursiones con la pandilla del verano, a la vuelta, se separaron para volver a casa en una bifurcación de la carretera. Los vio alejarse, en la distancia física y de la vida, sabiendo que aquel día se terminaba algo que no había llegado a ser completo, que no tenía ese don de la búsqueda de lo complementario, una pandilla de verano que es la tuya porque está ahí, nada más. Apareció otro grupo más afín, más apetecible para ese tiempo de ocio. Y allí, en la lejanía de aquellas bicicletas pedaleadas por los examigos, cada vez más extrañas y ajenas, nace un recuerdo borroso, de foto que nadie conserva, que no importa.

Leo en el tren Dos vidas de Emanuele Trevi, un homenaje a dos grandes amigos, diferentes, únicos, ricos en discrepancias y construcciones comunes: Pia Pera y Rocco Carbone. La amistad puede ponerse en pausa en algunos momentos de la vida, por desencuentros, por saturación, por desequilibrio en el interés del uno en el otro. Pero no tiene por qué terminarse, no es un portazo. Es un marcapáginas en un libro hermoso y dejado a medias : no es el momento (sin ir más lejos, a mí me ha pasado este año con el fascinante El último hombre blanco de Nuria Labari : magnífico, pero sin don de la ocasión para mí cuando me lo regaló Alejandra. Me observa desde la estantería sabiendo que nos recuperaremos el uno al otro algún día, eso es). Creo que la amistad, por ponerme algo estupenda, es una habitación entreabierta. Es normal y lógico, aunque a veces duela un poco, que algunas entremos y salgamos, en ocasiones de forma sigilosa, otras, de modo más notorio. Tengo compañeras y compañeros de viaje de siempre, muchas veces salvada la relación por el cariño, pero no conservo, ni de lejos, a todos mis amigos de la infancia ni de las pandillas primeras. Muchas amistades, alimentadas con el fervor gregario de la adolescencia, se han diluido y no en la deslealtad, puede ser en los distintos territorios o en la falta de common ground. Me gusta que me llamen o que me envíen whatsapps solamente para saber si estoy bien; en otras ocasiones casi me resulta irritante ser ese foco de atención. Biorritmos, capricho, quién sabe. Pero lo que sí sé es que estoy siempre en ese lugar que he construido a medias con alguien para dramas, alegrías, desahogos, desenfrenos, confidencias imposibles, datos fiables para un trabajo de una hija, teléfonos de señores que arreglan cortinas, psicólogas recomendadas… ¿O no es eso de lo que se trata? Hay una excepción a la disponibilidad: cuando tomo ese camino de refresco del que antes hablaba o si me encuentro yo misma ese hueco vacío que se ha ido forjando poco a poco entre un amigo y yo, entre alguna llamada necesaria sin responder y el silencio, entre la falsa dignidad de dar ese primer paso. Una de mis series favoritas (y que por alguna deslealtad del destino dejé de ver en algún momento) contenía una buena definición de lo sobreentendido, del apoyo silencioso que también es base de alguna amistad. En Mujeres desesperadas, le decía Bree van der Kamp a Gabrielle Solís que cómo, siendo buenas amigas, no le había pedido auxilio dada su situación económica. Y Gabrielle, que tiene más calle que todas esas juntas, le responde algo así como :»Tú lo has dicho: eso es lo que haría una buena amiga. Yo prefiero pensar que somos grandes amigas, capaces de pasar por encima de esto, resolverlo de algún modo y que parezca que no ha pasado nada». Toma ya, la Gabi que parecía otra cosa.

Y como concluía la Ginzburg: é stato cosí. Mis whatsapps, mi teléfono, mi mail siguen abiertos para quien sigue agazapado en la distancia, quizá en un refrescante silencio o pausado entusiasmo. Quién sabe. Ya hubo quien dijo, mucho antes que yo, que el mundo era ancho y ajeno.

Referencias:

El episodio o capítulo o no sé cómo llamarlo de Hotel Jorge Juan es, como dije, la conversación con Zuazua y titulada «Días para ser gato». En un mundo de gritos y cancelaciones, conversar tranquilamente me parece el mejor de los planes, por eso este podcast es de mis favoritos: hay que poner de nuevo la conversación en el centro y dejar de lado el espectáculo. De los últimos que he escuchado (ya digo que voy a salto de mata), destaco las que han tenido lugar con Fernando Schwartz, Guillermo Solana, Milena Busquets, Quim Gutiérrez, Juliana Abaúnza. Un valor añadido es la recopilación de referencias (literarias, artísticas, musicales) al final de cada entrega. Lo dicho, un remanso de paz en medio de un mundo gritón.

E stato cosí (Y esto fue lo que pasó) es un inquietante tomito (qué delicia de palabra, ¿verdad?) donde el dolor da paso a la venganza; la crónica negra a un contexto previo aún más negro, dándole voz y pluma a la mujer que puede ser cualquier mujer que un día dice «hasta aquí». Está traducida por Andrés Barba al castellano y publicada por Acantilado.

Dos vidas de Emanuele Trevi, está, como ya dije, editado por Sexto Piso y son apenas 150 páginas de gran literatura, de conseguir exponer- con la emoción adecuada – el devenir de la amistad, sus idas y vueltas, la irrupción de aquello inevitable, la celebración de la vida y la compañía. Dan ganas de abrirse una buena botella de vino y llamar a personas maravillosas para conversar sobre esta lectura.

Mujeres desesperadas la podéis ver, creo, en Disney+.

De las otras cosas que no salen en el post pero que he llevado en el bolso:

He prometido un comentario-la palabra «reseña» es,casi siempre, un engaño-de Agua y jabón que aplazo, de momento, para darle tiempo y que asiente mi apasionada lectura. Este divertimento de Marta Riezu es un pequeño catálogo de afinidades, de la pausa ante lo involuntariamente hermoso, evitando caer en esa trampa de definir «lo elegante». ¿Hay mayor estilazo que entrar en un ascensor con un abrigo de Max Mara oversized ante la atónita mirada de dos vecinas? Ya os contaré más.

Pesaba mucho para mis bolsos de trabajo, pero valió la pena El césped de manzanilla de Mary Wesley (Alba editorial, colección Rara Avis). Cornualles y una casa familiar repleta de primos jóvenes y la irrupción de la Segunda Guerra Mundial, ese rapidísimo aprendizaje del desencanto y el miedo tan presente en los novelones brit que tanto nos gustan desde Brideshead a la saga de los Cazalet o esa maravilla que yo descubrí en su versión para la tele que es Una danza para la música del tiempo . Hay algo, a mi juicio, maravilloso en la novela de Wesley y que, creo, no debe pasar desapercibido: la conciencia de las mujeres protagonistas de su libertad sexual, de que, en un mundo que se hunde, la reputación es una entelequia, por lo que pueden y deben ser dueñas de sus cuerpos y disfrutar, amigas, disfrutar mucho.

Solo para tus ojos:

Estoy de acuerdo con Miguel Anxo Fernández en que Voy a pasármelo bien es la comedia del año, sea lo que sea esa etiqueta. Divertidísima y a ratos conmovedora, ese chaval fascinado por las letras de los Hombres G y su pequeño mundo de amistades inquebrantables, malotes, solidaridades y primeros amores. Y unas coreos absolutamente grandiosas.

He visto La peor persona del mundo de Trier, que me parece una buena película, interesante- sobre todo el tratamiento del paso del tiempo- pero sin compartir el exacerbado entusiasmo de la crítica. Y estoy deseando empezar The sandman, la segunda temporada de Solo asesinatos en el edificio y- ojalá- alguna plataforma recupere íntegra Parks and recreations.

Ay, qué gustito pa mis orejas:

Os recomiendo un episodio de Tema libre (está en Spotify) con un diálogo entre Lucía Lijtmaer y Cristina Morales. Sobre el poder, los hábitos de escritura y algunas cosas más. Oh, y me ha gustado mucho esto de Amaia y Rigoberta Bandini.

Un calendario en un pañuelo

Rosebud, Rosebud

Teníamos un armario antiguo por el que navegaban manzanas y trozos de jabón. No es mentira: en casa se guardaban en cajones y armarios para darles ese falso perfume del otoño, un aroma doméstico creado porque sí, porque ponía en fila y hermanaba nuestros gustos, dándole un sello familiar. El jabón y los trozos de manzana seca- en unas bolsitas de tela bien cerradas- convivían en la oscuridad de lo durmiente con medias, calcetines, «mutande» (para qué decir «ropa interior» que es feísimo si podemos decir «mutande»), en esa familia silente que son la ropa y los objetos a los que no da la luz, que reviven al abrir las puertas. En un cajón del armario, mi madre guardaba pañuelos, de señora y caballero, distribuidos en varias filas muy bien organizadas: los de mi padre, con su inicial y su posterior aroma a Atkinsons; los de mi madre, festivos y sesenteros, que irían a oscuras en un bolso con una gotita de Royal Ambrée. Mi madre tenía un pañuelo que me encantaba porque era loquísimo: un calendario de 1971. Sí, mi madre me ha sonado los mocos en una imagen de 1971, amigas, quiera decir eso lo que Freud o las psicólogas contemporáneas crean que quiere decir. Ribeteado de azul y verde, los 365 días de aquel año eran diminutos, iguales en su tipografía, pequeñitos. El pañuelo de 1971 nos acompañó muchísimo tiempo, alterno, claro está, con otros mucho más anodinos y aburridos, de flores y bordados en relieve, cosas que tenía todo el mundo. Años después me regalaron un lápiz que era también un calendario: imposible ver los días, convertidos en un enjambre de números diminutos, iguales todos entre sí. Lo único que podía hacer con él era resolver sumas y restas, multiplicaciones, corregir faltas de redacción que entregaba luego siempre con miedo de no estar a la altura. Parece mentira, ¿verdad? ¡Con el poco síndrome de impostora que yo tengo!

Ese lápiz y ese pañuelo me han recordado mucho a 2021: un año pequeño, que parecía crecer a veces y se encogía casi siempre. Fue un año entre Sísifo y Penélope, de hacer y deshacer planes porque una realidad coñazo y alarmante se imponía. Vacunada, sin contagiarme, sabiendo que vivo en un privilegio enorme. Sin casi viajes y mucho estar en casa, echando de menos a amigos que desaparecieron porque están también reacomodándose, leyendo mucho, escribiendo poco. Fue un año de destellos breves de alegría, pequeños y escurridizos, de sensación de rutina invasiva. Hice merendolas en casa, aprendí a bordar y conocí a personas que, ojalá, se queden mucho rato. Otras se han ido por el sumidero de la memoria, merecidamente, viene bien desatascar. Escuché música, cociné platos riquísimos, fui de pícnic y de excursión, hice kilómetros andando y en tren, conduje hasta pequeños oasis de alegría: me perdí alguna vez, no se puede confiar en Google a ciegas cuando no sabes cómo dirigirte al suroeste porque solo ves una casa marrón. Es así. Hice compañía, cuidé todo lo que pude. Fui al cine con Toni y María, nuestros domingos de cine, qué importantes fueron para mí. Y a pesar de ser un año poco productivo, me he reído bastante, he paseado al borde del mar casi todos los días- con Jove, con Meli, con Jose- me ha sobrecogido Hervé Le Tellier y me ha emocionado hasta el infinito Sara Gallardo, me he agotado escuchando podcasts- cuánto edadismo en el jiji jaja-, he ido a conciertos sentada, he visto teatro y danza, viajé a Marte con Patri desde Barcelona, eso no lo puede decir cualquiera. No he besado a ningún guapo desconocido, eso se lo dejo a Merce Corbillón- que además lo cuenta estupendamente- porque la mascarilla me confunde mucho. Pero sí me dieron alegrías los amigos : el premio a Xesús Fraga fue como una explosión de luz en un momento muy malo, Inma se descubrió como una gran poeta, la Bande siguió abiréndonos los ojos sobre las mujeres silenciadas de la posguerra, Isabel Parreño nos hará viajar por la Italia soñada, Lucía sigue siendo incansable difusora de tantas cosas. Y me hicieron, no puedo olvidarlo, el mejor de los regalos: fui personaje de una novela, ni más ni menos que A vida secreta de Úrsula Bas de Arantza Portabales. Hay ahí una bibliotecaria habladora y rubia, que escribe un blog como este, a la que le pasan algunas cosas interesantes (la novela es magnífica, no podéis parar de leer en cuanto empezáis y, en castelán ou galego, deberíais leerla si no lo habéis hecho ya). Gracias, Arantza, por ese momento influencer que tuve este año y te deseo todo lo mejor, de corazón.

No sé si desear feliz año, creo que lo mejor es desear que 2022 sea mejor que 2021, que veamos el fin del maldito bicho que tanto se ha llevado por delante, que sí besemos mucho más, que no nos olvidemos de cuántas personas nos quieren, que no fumemos aunque la vida se empeñe en intentar hacernos caer en la tentación, amén, y que todo aquello que nos gusta- libros, hombres, música, comida, rocanrol- se dé sin tasa, locamente, sin parar. Que si años después reencontráis entre vuestros papeles, vuestro imprescindible desorden, algún que otro calendario viejo de 2022, algún pañuelo de madre milagroso o un lápiz que reúna estos futuros 365 días, el recuerdo sea grande, magnífico, deslumbrante. Que sea un año mágico y potente. Y, como me dijo alguien una vez recordando a la malograda Petra Kelly, sed siempre tiernos, pero subversivos.

¡Nos vemos en 2022!

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