Anchoas y Tigretones

Ir a perder el tiempo

El verano es una estación de cincuentas por ciento. Cincuenta por ciento de vorágine y desorden, de dietas saltadas incluso antes de zamparse el helado hipercalórico, de cañas y horarios incompatibles con el alcohol, de planear hacer tanto cuando en realidad no quieres hacer nada.  El otro cincuenta por ciento es eso precisamente: un cruce entre spleen y vagancia redomada, un poder permitirse el lujo de no planear, de pasmar como una vaca feliz, de hacer trainspotting, como quien dice.  Unas vacaciones son siempre la idea de una promesa más que un resultado: voy a escribir por fin esa novela, tengo esta lista de libros pendiente, saldré como una trastornada, miraré al fondo de algún alma, yo qué sé.  Desterrado de mi ecosistema vital el concepto de veraneo- podría morir de terror solamente de pensarlo-una de las mejores picas en Flandes, es un decir, del verano es el salir fuera. A mí que tanto me gustan los calendarios desentrenados, por imposición laboral tengo más días y momentos para perderme en verano. Y es en agosto cuando se confunde viajar con hacer turismo, los aeropuertos y sus controles con el concepto de humillación más absoluta, las guías de viajes mainstreams con las Biblias mormonas: es decir, como lo obligado, lo que tienes que hacer si quieres seguir la receta de felicidad de este primer mundo tan descarnado.  Y seguimos todos, tan rutinarios y dóciles, haciendo aquello de lo que se supone que huimos.

Yo soy una nómada periódica y puntual.  Necesito ese punto anárquico de no saber qué meter en una maleta, de equivocarme constantemente en mis suposiciones metereológicas, de olvidarme cargadores de móvil -ese anclaje del siglo XXI a la conexión permanente-y de hacer presupuestos creativos y poco realistas.                 Soy vaga y laxa en los preparativos: no subrayo una guía, sueño las ciudades, las habito en amigos que las han vivido y en cine que me ha fascinado, en novelas y anécdotas, pero no las preparo hasta el milímetro. En ese imaginario previo a pisar calles que ya has soñado y visto cubiertas de ficción, dejo cosas en el tintero a propósito. Ahora que ya no se espera a la vuelta para contar y hablar de lo que has visto -todas las fotos de viajes  de amigos están en Facebook, that’s it-siempre abandono una cita ineludible, un «must»  para verlo en otra ocasión o perdérmelo sin más, para guiñarle un ojo al futuro, domesticarlo y vencerlo en posibles visitas que podrían producirse o no, quién sabe.

Dice un buen amigo que viajar también es irse a un bar de una zona de tu ciudad que no pisas habitualmente y observar a la parroquia. Cuando paso más de una semana fuera de casa escojo siempre una peluquería de barrio  para que me laven el pelo. Lo he hecho en Nueva York y Viena.   El olor tan reconocible de los champús y lacas te parecen diferentes cuando intentas identificarlos en esa retahíla de frascos ordenados en estanterías. Están escritos en una lengua que no es la tuya y, aunque la entiendas, los hace distintos. Diferentes.  Te fijas en los pendientes que lleva la peluquera, en si te ofrecen revistas o no como en casa. Miras el rostro grave o curioso de la chica que te está lavando la cabeza y piensas si sus preocupaciones tendrán que ver con sus hijos si los tiene, con sus familiares mayores, con estar sola o haberse enamorado. Con sus estudios, con su salario, tan diferente al de los peluqueros. ¿Qué hará esta peluquera vienesa o neoyorkina al llegar a casa? ¿Se forrará a helado como la camarera Michelle Pfeiffer  en Frankie and Johnny? ¿Será una peluquera melancólica y enamorada  como Matilde  de Antonine?  ¿Irá a clase de algo, quedará con sus amigos, habrá dejado la cena hecha para un montón de churumbeles o irá al cine? Puede que cante en un club, que su militancia política sea activa o puede que esté pensando que qué pinta una señora española de viaje entrando en su peluquería. Que hace falta tener ganas. Comprendo que todo esto que cuento suene a safari sociológico. Pero a mí es lo que realmente me interesa de los viajes: perder el tiempo en otra lengua, sentarme en un café o banco del parque y pasmar, tomar una copa en un bar interesante y escuchar música. Empaparme de la novedad de esos olores, de esos sonidos, de esas caras desconocidas que te cruzas en calles nuevas de ciudades nuevas para ti.

Y mientras preparamos maletas agosteñas, esas bolsas de plástico con líquidos (Oh, Dios, ¿es esto realmente necesario?) para los controles del aeropuerto, pienso en todas las vidas que se cruzarán con la mía en algún instante de estos días en Irlanda. Ojos a los que miraré unos segundos en alguna calle de Dublín, alguna sonrisa correspondida en Galway o Tipperary.  Recordaré, quizás, alguna horquilla que lleve alguna señora a la que compre pan o fruta, me harán gracia los zapatos de alguien, conversaré con todos los camareros que pueda (es lo mío, de verdad, es lo mío) y me empaparé de instantes que no se repiten. Y eso, lo minúsculo, lo importante, lo que está ante ti unos segundos es lo que me llevo siempre. Lo que no está en ningún museo ni galería hípster de arte.

Qué le voy a hacer si a mí en los viajes me gusta perder el tiempo.

 

Documentación para el viaje (imágenes, letras, sonidos que hemos visto, escuchado o sobre los que hemos hablado antes de irnos)

La chica de ojos verdes / Edna O’Brien

Verano y amor/William Trevor

Dubliners /James Joyce

Once

Circle of friends

The quiet man

In the name of the father

The boxer

Breakfast on Pluto

The commitments

Mucho de The Pogues

Poco de The Chieftains

Nada de U2

 

 

 

 

 

 

Navegación en la entrada única

5 pensamientos en “Ir a perder el tiempo

  1. Nada de U2. Gracias.

    Bon voyage!

  2. Mrs. Doyle en dijo:

    Pues para mi U2 es un gran grupo. Otra cosa es Bono…

  3. «la idea de una promesa más que un resultado» Espero que sean las 2 cosas (y la documentación previa, no sé si más útil, pero es mucho más amena que la de cualquier guía.

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