Anchoas y Tigretones

Objetos perdidos

Imagen de Eillen Pan en Unsplash

A veces una piensa que será de estas líneas temblonas en un futuro. Un cuaderno es un papel que puede salir, es verdad, volandero o acabar en el fondo de una caja de mudanzas. Por eso creo que todo lo escrito aquí no sobrevivirá más que al hype del momento, una breve conversación o una palmada en el hombro, un breve elogio, la indiferencia y ya está. Apegado a un formato digital porque así ha nacido, un post se marcha como un papel que hace piruetas en un callejón vacío, aquel papel que emocionaba a aquel chico tierno y perverso de American Beauty que soportaba a un padre abusón pero que pensaba que lo realmente insoportable era la belleza del mundo. Creo, también, que hay una hermandad de objetos que desaparecen porque sí, porque han cumplido su misión en ese espacio cuántico en el que coinciden con nosotros. Una medalla que cae a una piscina, un guante olvidado en un asiento del tren y que deja a su pareja en ese sinsentido del uno que ya no es dos, ese paraguas perfecto que alguien confunde una tarde de bruma lluviosa en la cálida y breve sensación hogareña de una cafetería. Tendremos que hablar alguna vez de los espacios que no nos pertenecen pero que convertimos en patrimonio propio: mi taburete favorito en un bar, el banco del parque donde te espero con las manos en los bolsillos, las tazas favoritas en donde nos ponen el café de la mañana, es así, esos objetos son mi firma sin ser míos, todos me reconocen sin yo pedirlo, los he escogido. Hago memoria de todo ese pequeño mundo propio que ido acumulando en preferencias que no me pertenecen y me doy cuenta que sería feliz dirigiendo una oficina de objetos perdidos. ¿Siguen existiendo? Ojalá que sí. La alegría de reencontrarte con ese guante desparejado del que hablaba unas líneas más arriba, de una carpeta llena quizá de esbozos de novelas, de un libro, cuando ya habíamos quizá iniciado el duelo de esa pérdida, ese duelo algo culpable por nuestros despistes, por la mala cabeza, por lo poco que cuidamos de aquello que tuvimos. Yo he perdido bufandas, gorros, innumerables pendrives, gafas de sol (hasta tres pares en un año), cuadernos, cómo no paraguas. Todos se han ido porque, pasado ese momento de machacona culpabilidad, quiero creer, en infantil y caprichoso empeño, que cumplieron su momento, que ya está, que se han ido para poblar ese mundo líquido y extraño que hermana calcetines viudos, pendientes que desaparecen en sesenta metros cuadrados de apartamento, camisas que esperan que alguien las despierte del fondo de un armario donde, de tanto acumular, ni se ve lo que ha caído al fondo. La oficina de objetos perdidos de la que yo sería directora consentirá esos reencuentros, pero también propiciaría consejo para dejarlos marchar, para despedirnos definitivamente, para que la vida sin ellos no sea peor.

Pero, aunque lo parezca sólo por encima, no hablamos de objetos. De todo hay que aprender a deshacerse. Podemos seguir teniendo una agenda llena, para qué vaciarla, pero hemos, indudablemente, perdido números y ganas de actualizar estados. También tenemos, en esa memoria algo insultante que son las conversaciones por whatsapp, poco que decir de lo que se quedó congelado en el tiempo. Y aquí, al sentimiento previo de haber perdido algo, hay que añadir también si vale la pena recuperarlo, alejar también esa idea de que hemos hecho algo mal cuando la indiferencia es notoria. Simplemente hay que pensar que si todo aquello que parecía tan importante y se quedó sin pilas, que se apagó o quedó en botón de stand by, merecía la pena. O si, como casi siempre sucede, debemos dejarlo marchar o diluirse, da igual. En la oficina de objetos perdidos manda el tiempo, y todo aquello que llega a no echarse de menos es que sobraba. Así es la vida, empezamos hablando del destino de unas líneas temblonas, pasamos por lo perdido, y terminamos con terapia barata. No sos vós, soy yo, querido diario.

Lo que leo y recomiendo: Ninguén queda de Brais Lamela (qué maravilla de narración, esa historia de desarraigo, colonización y espacios vacíos). Deslumbrante es también el ensayo de María do Cebreiro Maternidades virtuosas (tengo un post a medio hacer en el que menciono algo sobre lo que ella y yo hemos hablado a partir de la lectura de su libro). Estoy a medio camino de El retrato de casada de Maggie O’Farrell (Libros del Asteroide y traducción de Concha Cardeñoso). Creo que transitaré lentamente con Lucrezia por Ferrara, una de mis ciudades fav en el mundo. Me ha gustado mucho también ese curioso ensayo de Ángel Arcay Mulleres espontaneadas, sobre las mujeres que, en la Galicia del siglo XVIII, declaraban ante notario un embarazo de solteras para evitar insultos. Una investigación fascinante, buceando en archivos y protocolos notariales y que se lee de forma amena, lejos de academicismos pero con un rigor y solvencia potentes. Y una recomendación de una de mis libreras fav y sin embargo amiga, Alejandra: Las abandonadoras, de Begoña Gómez Urzáiz. ¿Qué tienen en común Doris Lessing, Ingrid Bergman, y Muriel Spark, entre otras? Pues que en un determinado momento, tuvieron que elegir entre sus hijos y su vida y eligieron su vida. Quizá no sea esta la mejor manera de explicarlo, pero el ensayo incide en el juicio absolutamente negativo que se hace de la maternidad abandonadora sin considerar nunca los contextos en los que se produce.

Lo que escucho: Discos Mon Oncle y Punzadas. Delicados y exquisitos, algo poco habitual. Refugios contra lo mainstream y el griterío. Oh, y el interés por el libro de Gómez Urzáiz viene de la conversación con Javier Aznar en «Hotel Jorge Juan».

Lo que veo: Debéis, tenéis que ver Matria. Y, en otro orden de cosas, esa divertida, irreverente y loquísima comedia que es «We are lady parts»: ¿quién puede resistirse a una pandilla de musulmanas londinenses que hacen una banda punk?

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