Ganar maletas, perder ciudades (2)
(Esta conversación, un blog es seguramente una conversación ensimismada, empezó en un post que escribí la noche anterior a volar a Moscú, en 2016. Allí hablaba del olor a hogar que desprenden las maletas al deshacerlas en la extrañeza de un hotel recién conocido. Lo podéis leer aquí: Ganar maletas, perder ciudades).

Cuando cierro una maleta, que sucede el mismo día de la partida, hago una foto mental de lo que me llevo, equivocándome a lo grande casi siempre. Ya lo he dicho, es una nostalgia anticipada y un conjuro absurdo contra la preocupación del trajín atónito de los aeropuertos, de esa ceremonia de facturaciones y tarjetas de embarque que a mí me agrieta el alma,. Hago esa foto para pedirle a los diositos de las iberias y las aireuropas que no me pierdan la maleta, que no quiero tener que rellenar esos formularios imposibles, estar pendiente de que venga o no venga, que quiero salir cuanto antes del aeropuerto y enfrentar aventuras y mi viaje, ya, fuera de esa rutina de soldaditos de plomo en fila en la que parece que espero algún tipo de aprobación. Cuando dejo mi maleta en la cinta, siempre le digo a la persona en mostrador: «Llegará, ¿verdad?», en un intento desesperado y absurdo de ganar una tranquilidad que no tendré en todo el vuelo. Yo necesitaría, por ejemplo, que me dejasen ver la bodega del avión, ver mi maltrecha y ajada maleta roja, llena de gadgets- lacito inamovible, pegatina enorme- para que nadie se la confunda al recogerla, y acariñarla en ese desapego obligado, en esa dura separación a la que nos obligan. Los problemas del siglo XXI tienen estas dinámicas raras y autocomplacientes.
Hago, por fin, una maleta. Y quizá como resultado de esa confusa y algo apática neblina que ha sucedido al crack del 2020, mi modo de afrontar los viajes es ya menos caótico, menos entusiasta, y, sobre todo, menos anticipado. Voy a un lugar tan literario como destartalado, con un algo de belleza trágica, de maggioratas que vociferan en el alféizar de ventanas llenas de desconchones, esquivando la ropa tendida y el posible olor a colada. Las ciudades, gracias al cine, la televisión y la literatura, establecen esa memoria anticipada que después, al pisar el terreno, queremos reconocer como algo privadamente familiar siendo lo más popular y común que quizá tengamos. En aquella maravilla que era y es Cinema Paradiso, uno de los protagonistas lloraba a moco tendido musitando los diálogos de un dramón, una y otra vez. No creo que haya nada más común que esa idea compartida de los espacios que han sido creados para nosotros por medio de las palabras o imágenes. No he repasado- me gustaría- la elegante silueta de Alessandro Gassmann en I bastardi di Pizzofalcone. No he releído ese cuento tierno y triste sobre la pequeña necesitada de gafas en el librito hermoso que es Il mare non bagna Napoli de Anna Maria Ortese. Y no, no he querido ver L’amica geniale, ni de nuevo L’oro di Napoli, no. Quiero que, en estos tiempos desconcertados, la ciudad me sorprenda más que nunca, ajena a ese conjunto de expectativas necesariamente comprobables. Están ahí, como está Gomorra y la signora Cuccurullo del Matrimonio all’italiana, los sangrientos relatos de otros romanzos, la imponente silueta del Vesubio, la sobrecogedora idea de que nacer en Nápoles agota el destino, algo que decía un personaje de Erri de Luca. Todo esto es literatura, fotos fijas. Pero lo que me apetece es olvidar listas de imprescindibles, dejarme llevar de nuevo por la sorpresa, caminar dejando fuera, casi a propósito, todo aquello que tantas personas que han visitado antes la ciudad nos han insistidoen ver y admirar, nos lo han exigido casi. Dejar, por una vez, todo ese bagaje que hemos ido metiendo debajo de la piel en lecturas y visionados y dejarlo para la vuelta. Y reconocer, también, que dejarse sin ver las cosas importantes es también un modo de arrojar una moneda en una fuente, de poner un marcapáginas, es una promesa de retorno, aunque sea solo a través de párrafos, a través de fotogramas.
Claro que si veo dos niñas amigas.y corriendo a la salida del Liceo Classico Garibaldi, sonreiré, claro, es algo inevitable. LLevamos encima mochilas, aunque las soltemos a veces.
Lo que sí he leído sobre Nápoles en los últimos tiempos
Blu Palinuro de Isabel Parreño (Ediciones menguantes) Más allá del libro de viajes, es una memoria personal de la fascinación por Italia, en un delicado, elegantísimo encuentro con ciudades y lo que sugieren los paseos. Bellezza.
Lo que no he leído sobre Nápoles pero que leeré en el avión
Aguamala: cuatro días de lluvia en la ciudad de Nápoles a la espera de un suceso extraordinario de Nicola Pugliese (Acantilado) Dan tormentas, así que muy apropiado.
Lo que veo cuando no veo The crown por millonésima vez
Me ha gustado mucho Deadwater fell (el incendio)en Movistar. Un incendio en una idílica aldeíta escocesa desvela que tras las paredes de las casas hay mucha porquería, mucha mentira, mucha tristeza.
Y música…me la ha recordado la lista en Spotify de Blu Palinuro.