Anchoas y Tigretones

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El (mal) deshumor

Reñir, constantemente: pulsad imagen para fuente.

No sé si es consecuencia del confinamiento del año pasado, de abrir y cerrar las ventanitas de las desescaladas, de pasmar tanto o, pensando en positivo, de haber hecho una limpieza de fondos, agendas o reestructuras de nudos (los gordianos, siempre los más complicados). No sé si es, como digo, el resultado de todo el agotamiento de escalar y desescalar, de los encuentros y la vuelta a los olvidos en esa versión, sardónica, y muy desencantada del mito de Sísifo. 2020 fue Sísifo y un poco Apolo y Dafne, un maremágnum de cosas raras y claro, como todas sabemos, los actos tienen consecuencias. Las consecuencia de las que hablo son el estado en el que habitamos los humanos: un permanente resquemor, cabreo, agotamiento, un constante deshumor.

El privilegio es siempre una atalaya con la pata coja. Estoy hablando de Zooms y de imágenes enmarcadas en pantallas durante días y días porque soy de las que me he zafado sin haber pasado el bicho. Ni yo ni nadie muy cercano, soy una suertuda. Puede parecer obsceno hablar de la necesidad de la risa cuando la realidad es aún dramática y no tiene visos de mejorar, lo siento, soy una optimista bien informada. Y claro que hay derecho a la queja, al despotrique y al desahogo. Veo too much caras de perro en todas partes y no digamos ahora que se puede/no se debe ir sin mascarilla en espacios abiertos: los que antes vigilaban por las ventanas, vigilan ahora que la máscara no te cuelgue de más por debajo de la barbilla. Si estás en una cola, la distancia de seguridad es, en muchas ocasiones, objeto de recriminación o comentario ajeno. ¿Recordáis cuando éramos como la niña Pollyanna y jugábamos a aquel juego de la alegría de aplausos y sonrisas a vecinos desconocidos en ventanitas desconocidas? De cómo hemos pasado de la, a veces, empalagosa beatitud al gruñido constante es un tratado de poco recorrido: estamos cansados, perdiendo la capacidad de asombro, rodeados de realidades violentas y que nos están haciendo retroceder un mundo. Aquí sí que somos más Sísifos que otra cosa, y no solamente en la maldita pandemia. Y lo dice una señora borde de campeonato, que ha escrito breves ensayos sobre el pollyanismo y el exceso de azúcar.

Creo que el año pasado la política creo extraños compañeros de cama: si todo lo personal es político, la política de obligaciones confinadas, ese año de paredes resabidas hizo que recibiésemos llamadas raras, whatsapps de personas que ya no estaban en tu vida y que no van a volver a estar porque no ha lugar, porque son yogures caducados: esa constante promesa de que algún día te lo comerás porque total no pasa nada, esa visión en la nevera tantos días y como tales, acaban en la basura porque en realidad ya no son nada. Pese a esto, decían en un episodio del podcast ¿Puedo hablar? que fue la mejor época de Tinder, que con la poca presión para quedar y desestimando esa rapidez obstinada del mundo digital, todo era mucho más reposado y dado a la conversación. Aquella época yo la enlazaba con mis primeros días en un país ajeno que sabes que has de hacer tuyo aunque no puedas al principio, donde recibías afectos a distancia y de regalos de despedida que te acompañaban en tu maleta nueva de nuevas aventuras. Estrechabas más lazos con los afectos que dejabas a 10000 km por eso mismo, porque estaban lejos y porque eran ya recuerdo magnificado. Quizá todos somos más nosotros mismos cuando no hay compromiso de crear un lazo real, cuando la confianza que surge como una explosión tiene puesto un cronómetro. ¿O es que no eran los dos protagonistas de Antes del amanecer mucho más auténticos el uno con el otro porque todo se desvanecería con la llegada del sol? La idea de lo efímero nos ayudó en los primeros días, de ahí a hacerlo todo más azucarado: nos meten en casa un par de semanas y a otra cosa, mariposa. Ja. Ahí ya empezamos con Apolo y Dafne, con Prometeo, hubo quien fue la desdichada Casandra y todos los mitos más que se nos ocurran. En esa doméstica Odisea, en ese postergado volver a nuestra Ítaca de normalidad, perdimos el humor, el principal patrimonio de la supervivencia. A lo mejor muchas no éramos ya la alegría de la huerta antes o, como dije en otra ocasión, veníamos cucú de casa. El problema es que la mala hostia se convierta en patrimonial, en el modo de estar en el mundo. Y eso sí es preocupante. Insisto: hablo desde el privilegio que da el tener una estructura medianamente estable pero, incluso en mi trabajo en redes en el que he visto mucho y mucha violencia, detecto una mala baba, un cabreo mucho más enconado, una actitud de espadas en alto más acusada. Y una caída libre del sentido del humor, de la trivialidad porque sí. He visto agarradas brutales en la calle, en el barrio pretendidamente megaguay en el que vivo, por las mascarillas. Follones por la distancia de seguridad. En otro contexto, acusaciones por parte de mala gente sobre la pertinencia o no del teletrabajo (yo pagaría por no tener que ver a algunas personas, de verdad). El buen humor, el intentar exhibir algo de pequeñita felicidad en el día a día empieza a estar mal visto: falta de compromiso (¿con qué?), banalidad, poca enjundia y seriedad para encarar la vida. Pues claro, afortunadamente.

Es fácil creerse en un ecosistema de verdades inamovibles, de apacible tranquilidad o de dramas que podemos embotellar. A veces, en el despacho que comparto con tres compañeras más, recordamos con sorna cuando nuestra máxima preocupación eran las radiaciones de radón. Todo ha cambiado de sitio y la maleza que cubre el futuro se ha hecho más y más espesa. Si no achicamos los ojos para ver algo más allá, si no oteamos el futuro descojonándonos vivas, mal andamos. Luego ya viene la segunda parte: que si te ríes eres muy tonta y todo eso. Pero eso ya lo dejamos para otro día, que se nos agota el cartucho de optimismo.

Y siempre, gracias a las diosas, vienen Los Punsetes

Leed:

Rápido, tu vida Sylvie Schenk (Errata naturae, 2021). Maravilloso: de esos libros que pasarán, seguro, desapercibidos, pero que esconden una humilde grandeza. Dos países, dos lenguas, el lugar de la culpa (de los otros): una reflexión diferente sobre la identidad y el hogar que creamos cuando llevamos nuestros pobres huesos a otros países (saldrá un comentario mío sobre esta novela algo más extenso en Tempos Novos, ya os lo traeré aquí).

Leo también a Ivy Compton-Burnett, pero me descorazona la traducción, sorry, Anagrama. Tengo Papel, el inmenso ensayo de Mark Kurlansky en Ático de los Libros, Quemar libros (saldrá pronto una reseñita mía sobre este librazo) de Marc Ovenden en Crítica e Irmandiñas de Aurora Marco, en Laiovento cortesía de GaliciaLe.

Ved:

La batalla por Britney de Mobeen Azhar es un documental en el que se aborda la curatela que la familia de la cantante lleva ejerciendo un montón de años y que le impiden tomar las riendas de su vida. El movimiento #freeBritney de los fans de la cantante es algo mucho más que una frikada: es poner encima de la mesa por qué a unos se les considera sencillamente excéntricos y a otras, sencillamente desequilibradas e incapaces de controlar su vida. Detrás, un padre posiblemente codicioso y un enjambre de abogados y asesores que se están forrando.

Manolita, la Chen de Arcos es un cuidadoso documental-entrevista a Manuela Saborido Muñoz, la primera transexual española en cambiarse el nombre en el DNI y en adoptar una niña. Si pensáis que Alaska es transgresora después de ver este docu, pues os lo hacéis mirar. Dirige la maravillosa Valeria Vegas.

He visto también Maricón Perdido (qué suerte tenemos de contar en el mundo con Bob Pop), Una danza para la música del tiempo (gracias, Filmin, por traerme a Anthony Powell en serie) y ahora, como buena dama brit, me estoy viendo TODAS las adaptaciones de las novelas de Agatha Christie que encuentro por doquier.

Escuchad:

El podcast La vida sigue igual es tan sugestivo como poco pretencioso ¡y me encanta!: las conversaciones son fluidas, los invitados pueden hablar sin que se les interrumpa. Mario Temiño es un entrevistador pulcro, con preguntas muy adecuadas que no pretenden ser las del primero de la clase. Cero postureo, mucha verdad.

El grupo Son tías simpáticas Toni Acosta y Silvia Abril . Lo que es muy de agradecer es que se desmarquen de otros podcasts con el esquema «yo estoy muy loca y tú menos» (que a mí me encanta Estirando el chicle, vale, pero se trata de hacer algo diferente).

Marginalia (2)

Señoras agotadas tras un año de mudanza al seguir apareciendo cosas raras en cualquier sitio

Es extraño cómo funciona la memoria. Si tuviese que escoger una imagen sería la de un caleidoscopio lleno de casualidades, ajena a esas leyes de la lógica a las que otorgamos mucha más importancia de la que tienen. La memoria también engaña y avanza, se mezcla con el recuerdo y aquello que proyectamos. Voy por la calle pensando en los ojos de un chico al que sostuve la mirada alguna vez y me lo encuentro de frente; pienso en aquella canción que cantamos por las ventanillas de un coche destartalado aquel verano en Tenerife, siendo piel, arena y salitre, y suena en la radio de la cocina de mi casa de un barrio atlántico, rodeado de invierno. Las casualidades son muchas veces luces amarillentas de la imaginación. Estaban ahí, solo tenías que hacer clic. Hay cruces de caminos y otras vidas aguardando en cualquier sitio, pero esa es ya otra historia.

La memoria es también una cabrona agazapada. Aparece a la mínima en objetos que poco dan o poco valen, que fueron en un momento que ya está muy lejos. He recuperado entradas de cine casi hechas pedazos al salir de la lavadora, incrustadas en arrugas pertinaces de algún bolsillo. Otras veces un ticket del supermercado me recuerda la primera cena que hicimos tras el confinamiento, qué esperanzada compraba yo queso cheddar y paté, atendida por la señorita Mayte. La mujer que salía del súper en el mes de mayo es la misma que ha tirado a la basura, furiosa, una fotocopia casi amarilla de un poema de Walt Whitman que manoseamos tanto, a partir de sentirnos poetas muertos en un club, que su sola mención es causa de cuñadez sin remedio. Me acuerdo de cuando me trajiste aquella fotocopia a la biblioteca de Filoloxía en Mazarelos, pensando que, quizá, nuestros futuros alumnos nos salvasen de la irrelevancia. Era el año que cayó el muro de Berlín, de aguardar cartas americanas para becas y todo era posible, incluso nuestro entusiasmo por el futuro. No sé cómo ha sobrevivido a más de seis mudanzas esa fotocopia. Ha estado, quizá, guardada en algún libro, un pobre libro compañero que no he abierto en todos estos años, un libro que gritaba ese recuerdo desde varias estanterías, algunas derrumbadas y en contenedores de muebles viejos. Yo tiré esa fotocopia porque, a pesar de vivir en una nostalgia de señora dandy impostada, también tengo mis ataques de cinismo y hay algunos días atroces en el calendario en el que me posee la lucha contra esa sentimentalidad que provocan los hallazgos, contra el nudo en el estómago del fetichismo del pasado. Arramplo con todo y lo tiro, deseando que desaparezca por un sumidero en el que irían bandas sonoras comunes, lugares que se han contaminado por historias terminadas, momentos de la vida ante los que a veces sonríes de forma displicente. Esa sentimentalidad es una tiranía que no deja avanzar, y así pienso yo en esos momentos, devorada por la necesidad de un Año Nuevo sin ataduras, sin anclajes al pasado. Y a veces, como es natural, me arrepiento; es más, casi siempre me arrepiento. Pero forma parte de la dualidad de la vida. Todo lo que es intempestivo es también historia de una misma.

En mi casa hay un cuarto que me sirvió de estudio durante el confinamiento. Tengo varias librerías en las que gobierna el caos, postales, notas de post-it. Y un sillón donde leo, abrazando mi libro al sol que entra por esa ventana que da la vida. Cuando interrumpo la lectura miro hacia esa montaña de libros que esconderán otras notas, otras llamadas. Es posible que los conserve, dependerá de si estoy en modo demonio de Tasmania, rellenando bolsas para tirar al contenedor o si, que una no es de piedra, estoy bordeando peligrosamente el spleen o un paulocoelhismo de (más) medio pelo. Sea como sea, sigo leyendo en ese sofá azul y mira tú por dónde, el protagonista de la novela tiene un temita con «O captain, my captain» de Walt Whitman. Y corro a la basura a darle mil vueltas por si, todavía, esa maltrecha fotocopia está allí. Pero no: tan solo consigo ensuciar (más) el suelo de la cocina y fustigarme por mi mala cabeza, por mi escaso sentido de la oportunidad, por no haber conservado más tiempo esa llamada del pasado que puede ser un símbolo del futuro, otra construcción de una memoria propia que todavía desconozco. En esas marginalia estamos mucho más presentes, somos mucho más que lo que somos ahora, por eso hay que desprenderse y mandara a tomar por saco. No necesitamos tuits ni grandes titulares, hay que tirar cosas, amigas, o corremos el riesgo de acabar contando estas chorradas en Twitter, en un blog cualquiera y caer en el más puro y duro chonismo lírico . Ese desprenderse, aunque sea con corte de mangas, creo que ha de ser un acto íntimo, diga Marie Kondo lo que diga.

Hoy he tirado mi calendario de mesa de 2020. Y lo veo todavía aleteando en la papelera, abierto al azar por una fecha que no voy a comprobar para no entrar en bucle, para no elaborar más pasados del que ya tengo. 2021, sorpréndeme con marginalias agazapadas y ayúdame también a salir de ellas.

Notas:

El libro que leo en el sillón azul es El hombre de hojalata de Sarah Winman editado por Dos Bigotes. Es una joyita a la que llegué por (otra vez) pura serendipia lectora.

He escrito más sobre Marginalia.

La música que escucho ahora es la radio en Spotify de Monterrosa (con Rodrigo Cuevas, Monterrosa, Joe Crepúsculo, Triángulo de Amor Bizarro, Rusos Blancos…). Me hace muy feliz que me descubran música nueva (a Monterrosa los empecé a escuchar por Esnórquel) como ha hecho también Lúa Mosqueteira ayer recomendándonos a Lopita y a mí que escuchásemos a Rigoberta Bandini.

Y tenéis que ver The Bridgertons, aunque solamente sea por el duque de Hastings. Yo creo que si Amy Winehouse y Edith Wharton fuesen amigas quedarían para verla. Es una telenovela bastante punk y con guiños a Austen, Louise May Alcott y Kenneth Branagh. Y muy sexi todo el mundo, mucha coladera sobre el papel de la mujer en la época, sobre la difamación y el destino…Y condenadamente divertida.

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