Anchoas y Tigretones

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Las buenas historias pueden estar debajo de una baldosa

Esta señora tan dramática me encanta. Pulsad en la imagen para fuente.

Leí hace tiempo que Juan José Millás, durante muchos años, se levantaba temprano antes de ir a su trabajo y escribía. Escribía sin un plan que no fuese escribir, sin un futuro aparejado a ese deseo de escribir. Escribía sin un objetivo, como digo, también sin saber por qué. Escribir casi como un hámster, dando vueltas a la rueda, esperando el día que se quiebre o que, milagrosamente, se abra la puerta de la jaula y pase algo. ¿Qué tendría que pasar? Quizá algo parecido a la vida de escritor o de escritora, que alguien lea lo que haces por ahí, que le guste. O que tú creas en ello, yo qué sé. Me gusta cómo lo cuentan Orejudo y Reig, cada uno en un registro diferente, también en libros diferentes. Los personajes que son Orejudo y Reig, que no dejan de ser ellos mismos a pesar de los mimbres de la ficción, ponían la meta en lo que ellos llamaban «llegar». Llegar a un establishment, imagino, a un Parnaso algo trapalleiro como pueden ser los parnasos que son de mentira, que son casi todos. Pero este existía. Y por eso había que intentarlo, escribir, a veces con desidia y ni siquiera esperando un golpe de suerte; otras, con toda la intención. Imagino a estos dos en ese bar de la Facultad, entre nubes de cigarros literarios y boutades aceradas, tan propias de la juventud y de saberlo todo, de creer saberlo todo, de querer apartar a los viejos y ocupar algún espacio o de crearlo. Y escribir, por lo tanto, sin mucha expectativa, pero sin parar: emborronando cuadernos o folios baratos, guardando copias en cajones, escribiendo o soñando que escribes. Todo lo contrario de Umbral, que llegó al café Gijón casi escogiendo ya el lugar donde se sentaría, donde cimentaría una gloria de golpear teclados y otear marquesas y pititas. No sé si existe el uniforme de escritora o de poeta, pero tampoco importa demasiado: hoy la impostura está en poses de Instagram. Sí hay quien tiene actitud de escritora sin obra o de obra desconocida, aquellos Bartleby de los que hablaba Vila-Matas, compañeros de viaje que gozaban de la compañía de un grupo de individuos geniales, de salir en esa orla generacional aunque fuese en la segunda fila de la foto, de tener un lugar en el anecdotario: allí estuve yo. Al final, todo serán recuerdos ajados y de diferente valor para las partes implicadas. Es como encontrar esos pequeños señuelos de que otro pasado nos perteneció y que son tanto para nosotros y nada para los demás: una nota que un día me dejaste en la nevera, el ticket del parking aquel día que llovía tantísimo y teníamos el coche hasta los topes de bolsas de Carrefour, un vale de descuento que nos dieron una de las últimas veces que fuimos juntos al cine y que, claro, no llegamos a usar. Seguro que no lo recuerdas, como muchos de los escritores y escritoras no recordarán aquel día señalado para quien hizo cola delante de una caseta de la Feria del Libro, para quien estuvo, brevemente, charlando con alguien a quien admira mucho, para quien volvió a casa con un recuerdo borroso en tinta que casi siempre es una fórmula que podría haber escrito cualquiera de nosotros: «Para Menganita, en atención a su lectura. Feria del Libro de Madrid, tal del tal del tal». Creo que hay un cuento maravilloso y que nadie ha escrito con el siguiente argumento: una señora llega a una caseta de la Feria del Libro y firma, firma todo lo que le pongan por delante, los libros de otros y otras, porque ella no ha escrito nada. En la caseta hay un cartel que pone: «Se firman libros» . Esto, que además de ser una pasiva refleja maravillosa y viva la sintaxis del español, es una invitación para mentes curiosas y perversas. Imaginad la escena: tráigame libros, que yo se los firmo. Yo no prometo haberlo escrito ni ser la autora, pero le haré una dedicatoria imponente. Y claro, da igual que le lleves el de Maxim Huerta, de Marta Sanz o de Jonathan Franzen o Colm Toibin. También sería muy punk que firmase haciéndose pasar por famous dead writers, pero ahí ya hay otra historia y no nos desviemos de la nuestra. La señora firma, ataviada con un abrigo rojo de paño y sacando un poco la lengua hacia afuera como una colegiala que se esfuerza en un ejercicio de caligrafía. Escribe unas dedicatorias maravillosas, perfectas, llenas de emoción y ternura, de ácida agudeza, depende de quien esté a la cola. La escritora de dedicatorias es una psicóloga rápida, que ofrece a quien está esperando la justa medida poética, el deseo hecho realidad de aquellas que, además de mitómanas, son letraheridas.
Contar la historia de la dedicadora o imaginarla o inventarla, lo que prefieran, no sé si me convierte en escritora. Escribir este post, pasarlo bien haciéndolo ¿me convierte en una escritora de un medio que ya nadie usa y que, por lo tanto, no tiene sentido? ¿Es la escritura una voluntad propia de trascendencia o es simplemente, y como hacía Millás, escribir porque I can´t help it? Pienso en los y las que escribimos blogs casi como una pandilla de últimos románticos que, ataviados con chalinas y camisas de chorreras, nos sentamos muy dramáticas ante un portátil a contar todo lo que nos pasa por la cabeza. A mí me pasa que en esta ya gastada cabeza se me mezcla una historia con aguaceros y un abrigo algo apolillado en un armario de una casa que no es tuya y que, por cosas que pasan, tienes que desmontar para que la ocupen otros. Escucho, como si fuese una aprendiza muy mala de Perec, conversaciones a través de las paredes que son historias en sí mismas. Yo escribo solamente para hacer músculo de ideas, no sé si tengo novelas por escribir o todo se queda en humo. Quién sabe. Quizá exista, como en esas películas de sábados por la tarde, una baldosa que se mueve más que otras y que esconde un montón de ideas no usadas. Podríamos encontrar ese lugar en cualquier espacio, en una casa no habitada también. Escribir cotidianamente o cuando se te antoja, tener un medio, es a veces suficiente. Tampoco hay que darlo todo, que no a todo el mundo le interesan nuestras movidas. ¿Veis? Una escritora nunca diría eso de «nuestras movidas» , si es que así no se puede…

Mis recomendaciones:

Luces de varietés de Manuela Partearroyo es un ensayo lucidísimo, brillante y bien construido sobre el hermanamiento de dos negruras y también de trágicas carcajadas: el hilo va desde la España de Valle-Inclán, Gutiérrez Solana, Azcona y Berlanga a la Italia felliniana y neorrealista. Una reinvindicación también de la comedia como denuncia social, una mueca ácida y desternillante. Creo que ya la he recomendado, pero vuelvo a la carga.

Pequeno mundo ilustrado es una preciosa delicatessen y un recorrido por una «antología de asombros». Me encantaría conocer a María Negroni, por el apellido también, que es un cóctel muy favorito. Favs: el apartado de Bomarzo y el de Bibliotecas. Editada por Wunderkammer.

Estoy leyendo de nuevo a Roland Barthes y no hay quien me aguante, aviso. Creo que mi tarde de café y copas favorita serían con don Roland y con Umberto Eco, solo para poder hablar de cocina ornamental y Superman.

He leído a Caryl Churchill y estoy confusa y deslumbrada. Lo leímos en el grupo de lectura de teatro y no sé si me gusta, me horroriza, me encanta o todo eso a la vez. Cloud 9, o séptimo ceo, en versión galega de Manuel F. Vieites, creo que anticipa la teoría queer y debió ser un megaescandalazo cuando se estrenó, en la línea de Angelica Liddell o Sarah Kane que estás en los cielos.

Y claro que recomiendo a Arantza Portabales y su A vida secreta de Úrsula Bas. En primer lugar, porque soy un personaje en la novela y me ha encantado encontrarme. En segundo lugar, porque está estupendamente bien escrita y es un misterio con Abad y Barroso, esa pareja de policías tan iguales y tan diferentes, con un misterio entre manos tan trágico como contemporáneo.

Y escucho a Battiato, y si no os gusta, pues a más tocamos.

Paseantas

Two ladies in tight-skirted suits by Whitley Tailleurs Inc, 500 Seventh Ave New York.
Foto de Jupe en Flickr con licencia CC BY- NC-SA 2.0)

Acumulo libros. No, no solamente en casa, en las estanterías. Acumulo porque compro o pido en préstamo interbibliotecario (gracias, BUSC, qué gran servicio) varios ejemplares a la vez. Dicen que hay una palabra japonesa para esta manía que no es bibliofilia, es angustia del vacío o, más bien, consumismo, cultiño y tal, pero consumismo. La palabra es tsundoku, pero, como digo, es otra cosa : hay a quien tranquiliza ver en casa libros largamente deseados, comprados en las librerías que tanto nos gustan. Libros que se han movido de una estantería a otra sin que aún los hayamos abierto, incluso los olvidamos, abandonados por la presión constante de la novedad. No hago propósitos de ningún tipo para corregirme: encontrarme libros nuevecitos, que compré en algún momento con lo que en aquel momento era ilusión apremiante es un consuelo en días en que te pones a ordenar. Es una dinámica, la del orden, que en mi caso me hermana con Sísifo. Para qué, algún día podré saberlo.

Una de esas joyitas que me he encontrado es La revolución de las flâneuses de Anna María Iglesia, publicado por Wunderkammer, esa editorial que es una pequeña cámara de maravillas (ay, esa edición de Los bellos y los dandys, cuánta vista he perdido ahí). Otro día hablaremos del recuerdo al reencontrar un libro del momento en que lo hiciste tuyo, de cuando te lo llevaste de una mesa de novedades, si ya era de noche y las farolas se reflejaban en algún lugar, si yo me hacía un lío con la bufanda o, por el contrario, si llegué a la librería reventada de calor, sorteando los cantos de sirena de las heladerías. No recuerdo cuándo llegó a casa este tomito, pero sí que podría haber sido mi mantra estos meses de paseos como único ocio, de añadir al lujo del aire libre el casi nuevo inédito de la tierra bajo los pies. Habla Anna María Iglesia de la conquista de los espacios públicos y de ocio por parte de las mujeres, tomando como portavoces a algunas mujeres personajes de la literatura, a algunas que dejaron de ser objeto y fueron sujeto del propio paseo. El espacio urbano no solamente era hostil, era terreno vedado: el paseo como descubrimiento, como placer, estaba reservado a los hombres. El habitar el espacio común, efectuar ese «ejercicio de poder» según Foucault, era una actividad puramente masculina, vinculada a la reflexión creativa. Y sí que existieron, en la literatura y en la historia, grandes flaneuses, paseantas como personajes de Virginia Woolf y de Pardo Bazán.

De niña odiaba los paseos. Los odiaba porque siempre he sido de caminar rápido, nervioso. Pasear me resultaba agotador por su lentitud, no disfrutaba del entorno, de los paisajes, de esos stickers que nos ofrece el día a día para adornar el recuerdo. Pasear al ritmo lento era, sigue siendo a veces para mí, un auténtico suplicio, lo es en general acomodar el paso, pero eso ya es otra historia. Me gustaba recorrer de punta a punta, sentir los pasos unos encima de otros, ir acumulando cansancio de forma rápida y, como digo, nerviosa. Los sábados por la tarde mis padres tenían el ritual de recorrer el Dique de Abrigo. Las últimas veces que fui con ellos fui porque estaba castigada (alguna mala contestación, discusiones algo cartesianas por mi parte apelando a esa lógica inexistente en la relación madre-hija). El Dique me resultaba un lugar triste, exento de glamour, me avergonzaba esa idea de ser aún niña que sale con sus padres un sábado por la tarde. Veía aquellos adoquines, el faro al final, todo se me caía encima como un manto provinciano algo «Calle mayor»: los saludos, las inevitables referencias a lo alta que yo era, las conversaciones que no me interesaban. Aquellos días se fueron, quedaron cubiertos de olvido, también se marchó mi soberbia, llegó mi añoranza, mi tristeza de no haber recorrido de la mano de mis padres aquella línea recta que entonces se me antojaba interminable, de no haber aceptado el helado de «La italiana» que mi padre ofrecía, siempre solícito, solo para intentar mi sonrisa. Hoy, en esa casi soledad que va construyendo el paso del tiempo, miro hacia el dique con la rabia de las oportunidades perdidas.

El año pasado podemos decir que aprendí a caminar y aprendí mi ciudad. Pasear se convirtió no solamente en el único ejercicio, sino también en una oportunidad de mirar, de parar un poco y subrayar ese tiempo tan elástico y tan pobre, tan agarrado aún a las restricciones horarias, a las aperturas de mano en poder o no poder hacer. He caminado en estos meses kilómetros y kilómetros en soledad, escuchando el mar o la lluvia fina encima de mi capucha o amparada por mi reciente afición a los podcast. Y,sobre todo, he compartido paseos y diseñado itinerarios. María Jove y yo volvimos a un paisaje que desconocíamos haber tenido en común: el parque de Santa Margarita, la plaza del Comercio, el Agra del Orzán. Allí vivían mis tías, en la calle Francisco Añón, en un cuarto piso sin ascensor donde hemos celebrado días de Reyes e inicios de año, donde me dejaron, por primera vez estirar la masa de unas orejas de Carnaval con una botella de vidrio en aquella cocina pequeña y llena de amor, en una tarde de granizo en la que merendamos en la sala de estar y vimos en la tele La mitad de seis peniques. Tuve dudas al pasar ante el portal, tan distinto era todo ya. Mi paseo de ese día fue melancólico y algo triste, no fui yo una mujer que conquistase espacios : volvimos a casa cabizbajas, el paseo nos devolvió una ciudad que ya no era o que, quizá, habíamos abandonado por otra con plazas de la Ciudad Vieja, con menhires en el Paseo Marítimo, con carril bici. También por una ciudad silenciosa y vacía en algunas zonas, una ciudad casi en la rara siesta sin fin de un pseudoconfinamiento. Caminar es una reflexión, pero también es, en tu propia ciudad, reencuentros de juegos perdidos, de casas de amigos de la infancia en las que comiste chocolate Dolca y aprendiste a jugar al tute cabrón. Ahora allí ya no vive nadie, nadie que tú puedas reconocer como compañero de chocolate Dolca y tute cabrón. Esos espacios cerrados los habitará quien desconozca todo ese ADN sesentero y setentero que se paseó por las habitaciones.

Quizá el pasear, el caminar, tenga más que ver con una búsqueda que sabemos de antemano no va a culminarse, que es como aquellos problemas de matemáticas que abandonabas por imposibles. Sigo yendo a pasear casi todos los días y repito itinerarios, no me importa lo aprendidos que estén, lo repetidos, me sigue gustando recorrerlos. Y no creo que sea nunca una flâneuse, seré más bien, una señora que aprendió a caminar algo más despacio. Y no es poco, creo yo.

(Este post está dedicado a todas las personas que me acompañaron en mis paseos: Vero Lorenzo, Pitu Fraga, Jose Marquez, Luis Cao, Carlos Portela, María Jove, Marimeli Gallego, Alba María. A papá, claro. Todo lo que hemos hablado es parte de mí).

Lo que leo: La anomalía de Hervé Le Tellier (Seix Barral) es una barbaridad (os he hablado algo en Instagram).

Intempestiva : unha biografía (literaria) de Xela Arias de Montse Pena Presas (Galaxia) e porque non pode ser doutro xeito, hai que ler o que diga Montse e xa.

Luces de varietés de Manuela Partearroyo, (La uÑa rota) es un brillante ensayo sobre la conexión Valle-Inclán// Fellini aka la España felliniana y la Italia valleinclanesca, con un estudio de los precedentes de la comedia como denuncia, la presencia de Berlanga y Azcona, Monicelli…

Lo que he visto

Druk (Otra ronda) es una aproximación al alcohol como celebración, tolerado socialmente y del que se puede extraer un carácter festivo y también un oscuro vitalismo. Ese señor de pómulos insultantes y ojeras sexis se tiene que llevar todos los premios que haya en el mundo: Mads Mikkelsen, qué guapo eres, condenao.

O sabor das margaridas Bueno, me había gustado tanto la primera que, creo que en buena lógica, la segunda se me está haciendo menos interesante, pero no está mal.

También veo «series señoriles» y algunos grandes éxitos refrendados por la crítica que son un maldito bodrio insufrible, pero, como Jaime Peñafiel, valgo más por lo que callo que por lo que cuento. (Y si no te importa mi opinión no sé por qué has llegado hasta aquí).

Otro invierno

Señoras elegantes que viajan en invierno

La vida digital tiene sus puñaladitas de paso y una de ellas es la sección «recuerdos» de alguna red social. Hoy, hace tres años, yo estaba en el aeropuerto de Barcelona rumbo Bologna y Ferrara. Que el mundo se haya convertido en una permanente hibernación alimenta, no de forma muy sana, nuestras nostalgias y rasgamiento de vestiduras. Hace tres años yo me quejaba de pasar un control exhaustivo en el aeropuerto pero, claro, abrazaba a quien me daba la gana, entraba y salía con tranquilidad y mi máxima preocupación era colocar bien las preposiciones al aterrizar en Bologna. No sé si estas nostalgias no estarán alimentando una futura sensación de venganza al mirar atrás, al mirar a todos estos meses medio vividos. En cualquier caso, empieza un nuevo invierno y es cuando echo más de menos el trajín, porque yo, señoras y señores, soy una viajera de invierno.

En invierno las ciudades son mucho más auténticas. Esa luz que se escapa tan pronto en el centro de Europa hace que tengas que aprovechar al máximo, arrebujada en bufandas y lanas, tus jornadas y paseos. Esa pálida luz que bañaba Ferrara un viernes de mañana, en el castillo Estense, cuidado por voluntarios mayores que te acompañaban para que no te perdieses. Hermosa es la llegada de la noche a Viena en noviembre, con aquellos mercadillos de Navidad donde se bebía la única guarrada bebestible que no soporto, que es el vino caliente con canela y miel. O refugiarnos de unos timidísimos primeros copos de nieve en Torino, buscando la casa de Natalia Ginzburg, viendo cómo iluminaban la Mole Antonelliana de morado y los transeúntes se paraban, fascinados, a ver el espectáculo. Y aquel enero lleno de barro en Haworth, donde fuimos Emily Brontë un ratito y Charlotte otro poco. El invierno, con paseantes casi esquivos y el viento helado de cara, es esa estación poco amigable para muchos, pero que es una pequeña cajita de bombones para unas cuantas. Y ojalá una travesía en un tren hermoso y decadente.Todos esos ojalás, los congelo y me los guardo en una caja de futuro.

Qué poco sabíamos del frío solitario de otros inviernos: de los confinamientos, de las cifras, del desconcierto y la incredulidad. De vivir en zapatillas y castigados sin postre ni recreo. ¿Os acordáis de cuando no salíamos un sábado porque nos daba pereza? ¿O de tener entradas para un concierto y no ir porque «ya los vi y total, ya da igual»? O esas llamadas que no cogías porque «no era el momento». Bueno, quizá sea cierto que ya bastante rasgamiento de vestiduras hay en el mundo para que venga yo a dar por saco, pero es verdad: la idea de la inmensa fragilidad del tiempo, ese delicado y ya casi quebradizo equilibrio entre melancolía y rabia es el estado mental que nos ha dejado a la mayoría de los privilegiados (ni contagiados ni con pérdidas muy cercanas) toda la locura del virus y su consecuencia. Planear, añorar y ajustarse siguen siendo las tareas, casi las únicas, que podemos hacer a diario para protegernos, aunque sea de forma ficticia, del constante sobresalto, del miedo, de esa realidad a la que le faltan ya demasiadas piezas, a que nos confiemos y volvamos atrás, como ya ha sucedido.

Yo he puesto un mapamundi (me chifla esta palabra, es maravillosa),que me regaló Paula Neira hace años, en la pared, enmarcado. Es un mapa en el que tenemos que ir rascando los lugares ya conocidos. Yo he preferido dejarlo tal cual, como una promesa en blanco de un futuro mucho mejor que este presente maltrecho. Mientras tanto, arrebujaos en vuestros abrigos de invierno, poneos la mascarilla y mantened la distancia de seguridad. Y, si no os queda más remedio que salir a la calle a diario porque no podéis(no os dejan) teletrabajar, recordad, al menos yo así lo hago, la belleza de las ciudades en invierno, especialmente de todas aquellas que no conocéis. Porque mucho me temo que la supervivencia pasa por crear esa nueva categoría que es la nostalgia del futuro.

Mucho ánimo, y como dice la gran Lidia García, the Queer cañí bot, cuidad y cuidaos.

Para entretener cualquier espera:

Yo recomiendo el escapismo de los libros, las películas y las series de televisión ahora que no podemos darnos a otros placeres más mundanos. De lo que he visto últimamente, me ha encantado All the creatures great and small, que podéis ver en Filmin. Como dice la gran Patricia Portela, «si es que nos dan un prado inglés y ya somos felices». Factura BBC muy clásica para las aventuras de este recién titulado veterinario en un pueblo de Yorkshire a finales de los 50. Humor y alegría, también costumbrismo y conciencia. Una joyita.

He visto Veneno y me he emocionado mucho. El lado en zapatillas y bata de casa de Cristina, de su infancia difícil llena de indiferencia y desapego familiar, de su «aquí estoy yo», de su llegada a Madrid siendo ya quien ella quería, de la voracidad de la televisión y de la perversidad de la fama efímera. Y, sobre todo, de abrir camino a base de tacones torcidos, mucha palabrota y bastante dolor. Y mi amor absoluto por Valeria Vegas, que está detrás del libro en el que se basa la serie y que aparece también como personaje. Porque sí, necesitamos siempre referentes.

Sigo degustando Borgen, que ojalá viesen Pedro Sánchez y Pablo Casado alguna vez. Voy poco a poco, como buena señora tardía.

Recomiendo muchísimo el documental Trump in tuits, así como The loudest voice y The Comey Rule. Lo digo para no tener que comentar los resultados de las elecciones ni por qué Hillary no gustaba, ni siquiera a los demócratas.

He terminado Lo que queda de luz de Tessa Hardley y Conversaciones entre amigos de Sally Rooney. De la primera: majestuosa escritura la de esta señora de vocación tardía y prosa sensacional. Y de la Rooney soy fan aunque, en contra de la mayoría, a mí me gustó más Gente normal. Y ahora estoy empezando Vestidas de azul, el libro de Valeria Vegas sobre transexualidad en España, que me está interesando muchísimo y que me sorprende a cada página con detalles de la legislación española que yo desconocía. Y empiezo ya, con mucha ilusión, Luces de varietés de Manuela Partearroyo, porque un ensayo sobre la relación de Valle-Inclán con Fellini tiene que tener un lugar de honor en mi modesta memoria.

Y escuchen muchos podcasts, que hay mucho talento suelto. Y yo llevo en bucle con esto el día de hoy.

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