Anchoas y Tigretones

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Tu vida al revés

Después de unas semanas hablando de vejez, cuidados y ver la vida que se escapa. Ojalá alguien cuidase a quien cuida.

Imagen de The vintage workshop en Pinterest, sin créditos

Existen, siempre han existido pero ahora quizá más, algunas fronteras que deberían seguir siéndolo. Hasta el momento en que no cambias un pañal (de adulto), recoges un vómito (de padre o madre), observas una desnudez jamás imaginada, quizá no hayas llegado a algún límite donde hay dragones que tendrás que domesticar. Porque ves la piel vulnerable, la piel vencida, la piel distinta, no has conocido, porque quizá no recuerdas, esa piel joven que amó, deseó, se cuarteó de frío esperando autobuses y de sueño esperando a que tú te durmieses. Esa piel, esas manos ya últimas, que tanto trabajaron para que tú tuvieses sopa y pasteles los domingos, algo de juego de tabas y Coca-Colas con hielo y limón en alguna cafetería del centro, los zapatos de hebilla que dolían, el calor de la estufa Garza con sus parpadeo en la noche de tu habitación, en tu mundo de habitación, en aquel mundo recogido y perfecto en el que diste portazos de ira y al que juraste no volver y siempre ha estado ahí, esperando. Y los ojos. Esos ojos que te miraban con recriminación, que supervisaban tu caligrafía y los boletines de notas, que se llenaron de lágrimas ante tus dolores, los ojos, ahí siguen, con sus gafitas pequeñas con las que se lee silabeando el periódico quizá ya sin entender el mundo (¿alguna vez hemos entendido el mundo?) se teclea con admiración y algo de miedo en un móvil muy básico. La vejez es un temblor que no cesa: tiembla el mayor y el que cuida, observando ese tiempo de descuento, la cuenta atrás, el cansancio a veces de vivir, también de cuidar, la vida, qué compleja. Cuidar pone, casi siempre, una vida en suspenso: las horas son más lentas, menos horas, más difíciles. Te acuerdas de aquel amigo que tenía que vigilar a su madre constantemente y que sentía que era el sheriff de una niña que nunca iba a crecer, nunca iba a darle una alegría. Y una no deja de pensar en todas las que asumen a diario una carga no escogida, la que te cae porque sí, porque es tu obligación y te gustaría no tenerla pero te sientes mal diciendo eso, así es, no es de otra forma. Y quizá, a lo mejor, encuentres agradecimiento o un chispazo pequeño en la mirada, un asirte la mano en un modo de agradecimiento parco, pero mucho más grande que los carteles de neón. Ahí empieza esa contradicción desesperada de ser responsable de quien se responsabilizó de ti, de que te pese, pero, a la vez te reconforte saber que es lo que necesita, lo que puedes darle. Y eso, amiga, es lo que te deja seguir.

De las cosas que se pueden hacer para mitigar la preocupación por la guerra o por la vida en general:

Hay que seguir leyendo siempre para que el mundo no se haga más pequeño. Leed a Laura Fernández y su La señora Potter no es exactamente santa Claus : imagínense un western dirigido por Wes Anderson en una ciudad helada, llena de cotillas profesionales, dedicados en cuerpo y alma a honrar (y vivir de) un personaje literario. Un cruce entre Wisteria Lane in the middle of nowhere con toques de Pynchon, Richard Ford y una descacharrante aventura de aspirantes a agentes inmobiliarios, vendedoras de rifles, bibliotecarias hurañas y madres ausentes o no tanto. Y, reitero lo que le dije a la autora, es como si David Lynch se fuese de Erasmus.

Y el viaje a Trebisonda de Rose Macaulay, en el que estoy ahora (gracias a la recomendación de Flavia Company) con camellos casi parlanchines, tronchantes guerras religiosas e ingleses excéntricos y circunspectos descubriendo Oriente Medio, desprendiéndose de prejuicios y adquiriendo otros. Estoy empezando, pero quiero ser amiga de la tía Dot. Las torres de Trebisonda está en Minúscula y tiene un prefacio de Jan Morris (sí, la maravillosa y valiente Jan Morris, que nos explicó Trieste como nadie).

Y se pueden escuchar, a pesar de todo, cosas bonitas. Como esto de Guitarricadelafuente.

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