Anchoas y Tigretones

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Otros cuentos que nos cuentan por Navidad

Auggie Wren (Harvey Keitel) en Smoke

Es tradición en este blog escribir un cuento de Navidad, más bien de Nochebuena. Hoy, después de un otoño más soleado que lluvioso en la esquina del norte, miro por la ventana y la grisura previa a la tormenta de este invierno recién nacido y tan similar a otros, me dibujan una línea recta en la imaginación. Qué extraño: con el paso del tiempo, la loca de la casa, antes bulliciosa y siempre disparada como muñeco con resorte, reposa ahora plácida, inerte, no me da nada, no me dice nada. Mis ganas de escribir, o mi imaginación porque quizá son lo mismo, son iguales a los gatos de Didac, que posan tan chulos y vagos frente a la cámara, quizá sabedores del impacto que tendrán sus retratos en los amigos que los acogemos en nuestros teléfonos, en nuestros whatsapp e Instagram, ya como habitantes sigilosos de otra casa creada, la de los afectos virtuales. Esos gatos estoicos, que miran fijamente y que juzgan, son, decía yo antes y no nos desviemos, tan insistentes y contradictoriamente esquivos como esa idea necesaria que puede latir despacio y lejos, pero que notas respirando detrás de ti, aunque sea, como digo, en una línea recta. En esa línea hay tres paradas de autobús, tres descansos que es posible que hilen algo distinto a un cuento de Navidad, pero, la verdad, nunca se sabe.

Ayer nos dejó Joan Didion, marchándose para siempre con su escritura certera y su leve figura envuelta en humo, su California sin neones, su drama personal negro sobre blanco y su idea del pensamiento mágico. En aquel documental sobre lo que pasará pero no sepultará jamás nuestra idea del recuerdo, la escritora se preguntaba sobre la imagen que queda congelada en las fotografías de aquellos que amamos y no volveremos a ver : eran así, pero no sabremos cómo serían ahora, lo que habrían llegado a ser. Es curioso. Mucho antes de leer el libro de Didion, siendo yo pequeña, me encaramaba sobre aquellas baldosas frías de la casa de mis tías, para ver todas las fotos de la familia en marcos de plata, madera, cerámica. Sobrinas con toga de orla de Universidad (aquello me fascinaba, me parecían listísimas), abuelos que conocí solo por historias, mi madre en su boda, sonriendo bajo un velo de tul. Yo imaginaba sus pasados o cómo sería la vida de aquella mujer desconocida y tan hermosa que no sabía que yo llegaría a su vida once meses después de aquella foto, si aquellos abuelos que miraban de frente al fotógrafo con gravedad me hubiesen llevado al parque o cantado canciones infantiles. Esa manera de actualizar, de fabular sobre lo imposible, es también una forma de amueblar nuestro presente, de dotarlo de esos mimbres del pasado que no conocimos pero queremos hacerlos nuestros porque, en gran medida, nuestro pasado cojea sin los ausentes. Ay, los ausentes. He visto On a Serpentine Road, With the Top Down, el primer episodio de la segunda temporada de Modern Love. No os cuento mucho: tan solo que hay un coche deportivo que fue un regalo de un hombre ya fallecido a una mujer que tuvo que vivir sin él y crear una vida, otra, no mejor ni peor, tan solo otra. Ese coche viejísimo contiene gran parte de la historia de la pareja que fueron, de la familia que se creo a partir de ahí, de la despedida. Y ese coche en el que pisar fuerte el acelerador en momentos de tristeza o ira es parte de aquella complicidad del pasado, es un asidero, una amarra cuando el presente se tambalea : aceptar que ese equipaje forma parte de aquellas personas a las que amamos es, no queda otra, la más generosa forma de estar en el mundo. Y hablando de objetos y sus amarras: no he borrado jamás de mi agenda un número importante. Aún lo tengo, para nada porque ya no sirve de nada llamar ahí, aunque lo hice. Un par de días siguió dando la señal, saltaba un contestador con una voz que conocía y que se había apagado hacía poco tiempo. No era regodeo, era constatar que, de algún modo, la persona que ya no estaba seguiría ahí, de otro modo, incluso cuando el teléfono dejó de funcionar. A veces recorro la agenda y me da tranquilidad que ese número sigue existiendo, ahí, entre lo que sí es activo.

Joan Didion. Barthes, C.S.Lewis, Richard Ford y muchos más hablaron de la idea de duelo con diferentes maneras. Perspectivas distintas que incorporan el recuerdo; otras, más trascendentes; y también las hay que se cabrean contra el destino y cualquier forma de ñoñería. Todas son valiosas y cada una lleva la suya. Incluso en Navidad, donde todo es perfecto, según para quien. Porque sí, faltan comensales, hay pérdidas recientes o más lejanas que siempre se avivan. No nos dejemos engañar: ese denostado ejercicio de melancolía, quizá de algo de tristeza, es la esencia de Dickens, de Capote, de Auggie Wren, de la niña cerillera, más humanos que otros personajes. Si os sentís algo tristes por Navidad no es un fallo del sistema; es que quizá la Navidad, tal y como nos la venimos recontando, ya ha dejado de ser nuestra, tanto como los años ochenta.

Joan Didion: el centro cederá de Griffin Dunne creo que está disponible en alguna plataforma. Debéis verlo.

El año del pensamiento mágico está en sus librerías y bibliotecas favoritas.

De Capote me quedo con su maravilloso «A Christmas memory» y, por encima de todo y de todos, «One Christmas» porque el desapego familiar existe en Navidad y que bien escribía el inmenso cotilla.

«Auggie Wren Christmas’story «es el cuento de Paul Auster que, también, forma parte de Smoke de Wayne Wang.

Los libros de duelo que cito, de Barthes a C.S. Lewis- este último con traducción de Martín Gaite- están en sus librerías y bibliotecas favoritas, desde Una pena en observación a Diario del duelo. Hay un libro que se cita poco y que me parece hermosísimo que se llama La rosa de plata de Soledad Puértolas.

On a Serpentine Road, With the Top Down es el segundo episodio de la segunda temporada de Modern Love y está en Amazon Prime.

Y en este blog, todos los años se escriben cuentos de Navidad, el último fue este.Busquen y feliz Navidad, feliz melancolía si quieren.

El ritmo de la aflicción

La pérdida y el duelo son países a los que una viaja sin tener pasaporte ni puñetera idea de lo que se va a encontrar allí. Es un territorio extranjero, inhóspito y oscuro en el que te acabas instalando y haciendo pequeñas conquistas como son dominar su lenguaje, contener las lágrimas ante la apertura de cualquier cajón o recuerdo de conversaciones que eran tan banales y cotidianas cuando se produjeron, tan solemnes ahora que no puedes modificar absolutamente nada. Nadie escoge pasar por un duelo, nadie emprende ese camino oscuro voluntariamente. Lo tienes identificado y sabes que existe, casi como cuando eres niña sabes que existen las universidades y que algún día vivirás con alguien en una casa que imaginas, es una idea, eso es todo. Pero no tienes, repito, ni puñetera idea de lo que es hasta que lo encaras y avanzas en él. Soy de las que creo que tenemos derecho a la tristeza, incluso a que esta sea una convidada de piedra en nuestra vida, una invitada que asoma de vez en cuando a dar por saco, presentándose a cualquier hora intempestiva, sin pasteles ni botella de vino, solo asomando, nada más. Otra cosa es que no le cojas el teléfono o que la esquives cuando aparece, que detectes ese perfume agridulce que la precede, que te dejes llevar por su mística melosa. Otras veces, sencillamente, es ya parte de ti y no puedes irte.

El duelo ha producido desgarradora y terrible literatura; otra, lacrimógena y confusa, quizá por la manía que tenemos de comenzar hablando de la soledad y el vacío y terminar hablando de otros fantasmas personales, acentuados por  la muerte de alguien cercano. Entre la que a mí me parece literatura de verdad trazaría una línea que iría de Barthes a Joan Didion pasando por C.S. Lewis o Richard Ford. La idea común es la de transitar por lo desconocido, por esa intensa desazón que modifica el color del mundo y en la que el tiempo se hace lento, inhumanamente lento. Humanidad, esa es la clave: la tristeza es parte de la condición humana. La rabia porque el mundo siga su curso, porque abran las tiendas o suene música en la radio, cómo es posible con lo que yo tengo encima O, como decía Anthony Hopkins disfrazado de C.S.Lewis en Tierras de penumbra: «el dolor de hoy es parte de la felicidad de ayer, ese es el trato». Qué dureza.

En esa pequeña maravilla que son los Brain Pickings de Maria Popova he llegado de forma totalmente fortuita al Sad Book de Michael Rosen. Un cómic de pocas páginas, con texto del propio Rosen e ilustrado por el brillante Quentin Blake, Y allí sí encuentro literatura parca pero auténtica:  la incomprensión y rabia ante la pérdida, la sensación de traición y mundo al revés para las que nos quedamos y que nos lleva a decir «pero cómo has podido hacernos esto, cómo has podido irte de golpe y dejarnos así a nosotros». Cómo puede ser que esto que sé que sucede esté sucediendo al fin, y que me esté sucediendo a mí.  Y Michael Rosen habla de convivir con la tristeza por la muerte a los dieciocho años de su hijo Eddie a causa de una rápida meningitis. Convivir con una nube gris que en ocasiones nos cubre y otras nos da un pequeño respiro, algo de lo que a veces quieres hablar y encuentras interlocutores, también algo que cambia cómo ves la ciudad y la gente que va en autobús o conversa animadamente en una cafetería. ¿Por qué no puedo yo participar de todo eso, cuándo se irá esta nube? Y todo aquello que pasa ante nuestros ojos y que desencadena un recuerdo ¿podemos convertirlo en algo feliz? Sí, sí podemos, no siempre, pero a veces, sí: porque una de las cosas que una aprende del duelo es de nuestra capacidad extraña para equiparar amor y dolor. Rosen recuerda a Eddie en su función de teatro, en su cuna de bebé, tirando cojines en el sofá, riendo y jugando con sus amigos por la calle. Y siente que le gustaría hablar con su madre, que tampoco está. Y aparece un recuerdo paralelo : la imagen de su madre por las calles llenas de gente un día de lluvia, puede ser Navidad. Ese recuerdo que surge a partir de otro y que te hace sonreír.  A mí también, por motivos distintos.

 

Vivo en un lugar tras una cortina de lluvia. Un día, tendría yo unos siete años, fuimos a despedir a mi padre a la estación de tren, iba a Madrid varios días por un asunto laboral. Llovía muchísimo, y tras salir de la estación, arrollaba. Mi madre me cogió de la mano, cruzamos la calle bajo la lluvia, corriendo para aprovechar el semáforo que iba a ponerse ya en rojo para los peatones.  Recuerdo perfectamente aquella tarde de noviembre como nuestro primer día «de chicas». Subimos al autobús riendo y, al llegar a casa, tras quitarnos la ropa empapada, mi madre me frotaba los pies con alcohol, recuerdo perfectamente el olor de la sopa que cenamos, las risas al ver cómo pingaba la gabardina más grande y la trenka pequeñita, tendidas en la galería que daba al patio. Nosotras solas, hasta vi un trocito de película de noche.  Un día distinto, diferente, algo más privado que otros. Y yo lo he incorporado a mi baúl de recuerdos,ese  del que echo mano cuando las cosas van mal. Y así, cada día que llego a casa empapada de lluvia y cansancio, miro mis pies encharcados y me acuerdo de la botella de alcohol en aquel cuarto de baño con bañera de patas, yo sentada en una banqueta que había hecho mi padre. La luz de casa, ese es el recuerdo, la luz de un lugar donde yo vivía, donde estaba segura, el lugar de la infancia lleno de ruidos domesticados y quejidos de madera, una casa, la mía. Un recuerdo al que engancharse, nada más.

Decía Barthes que cada uno tiene su ritmo de aflicción. Así es: me descorazona del mismo modo quienes pasan por encima de las muertes sin llorar apenas como quienes tardan en levantar cabeza, sumidos en la pesadumbre. Pero aún más me  inquietan los que como Rosen o como muchas otras personas, conviven con ese vacío. A pesar de los esfuerzos, a pesar del paso del tiempo, por mucho que sepamos que «todo esto pasará», en esas épocas de nubes negras, la tristeza es un derech. Ojalá que nunca lo tuviésemos que ejercer.

Sad Book de Michael Rosen, ilustrado por Quentin Blake está editado por Candlewick Press.

 

 

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