Anchoas y Tigretones

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Her, him, Narciso, Pigmalión

her

Theodor, el escribidor

(No sé si es necesario decir que hablo de una película, así que a lo mejor cuento algo que adelanta acontecimeintos, o, como se dice ahora «contiene spoilers»). Vamos al lío:

Mirarse en el espejo una mañana puede ser un atrevimiento, una desfachatez, una pedantería insoportable, un acto supremo de soberbia y hedonismo. Mirarse despacio es, a veces, reconocer la imperfección que ha marcado tu adolescencia y con la que ahora convives de forma mucho más natural o no, saber que eres fea o guapa y creértelo o no, sonreír e intentar verte con los ojos cerrados.  Muecas absurdas, ensayos de poses interesantes, los momentos ante el espejo son el antecedente directo de los «selfies» instagrameros, de las irreconocibles fotos de perfil en muchas redes sociales. Me gusta lo que veo al verme, me gusta menos. Me veo en mañanas de resaca, en madrugones malsanos, en días de radiante optimismo. Cogería a veces un lápiz invisible, y con el cincel de Pigmalión imaginado, recortaría por aquí y por allá.  Añadiría esto y lo otro. Hay quien se ve tan hermoso  que se besa en el espejo olvidando que es una pura fantasía, reuniendo a Pigmalión y a Narciso en un mismo momento. Sin pensar en los diferentes finales que tenían ambos mitos.

El que está al otro lado del espejo es eso, es otro. Lo que buscas, lo que buscamos -o intentamos encontrar, que quizás sean conceptos distintos-son miradas que complementen la nuestra, que sostengan nuestro desconcierto, que sepan ver en nuestras lágrimas. Que vayan en la misma dirección. Una mirada que no tenga color de ojos definido. Quizás, incluso, que no tenga cuerpo, ni gestos imaginados, ni entidad física alguna.  Y si puedes- si pudieras, si pudiéramos-escoger por catálogo o a la carta un objeto  de veneración estaríamos subvirtiendo el principio básico del «amor fou», ese con el que todos soñamos alguna vez: eres tú a quien quiero y a tomar por culo, me quedo hasta el final.  Aun sabiendo, como sabes, que el  cartel de «Fin» podrá aparecer en cualquier momento. Que la pasión que otorga la felicidad es obsolescente y quizás esto venga de nuestra condición humana y nada más. Ese pacto del que habló alguna vez C.S. Lewis, esa resignación, ese casi «fatum» de pagar el precio por ser demasiado feliz.

Lo de menos en Her es enamorarse de un sistema operativo elegido a la carta, que puede memorizar páginas infinitas en nanosegundos, que te organiza esos aspectos tediosos de la vida con una imaginada sonrisa  abierta.  Samantha escoge hasta su nombre, está siempre disponible para ti,  ordena tus mails, tu agenda y tu futuro, prioriza y desestima.  La compañera. A tu lado, solícita y adecuada en su forma de sirena invisible. Y, claro, lo imposible es lo que sucede, y Theodor – ese hombre casi gris, de pantalones anticuados y vanguardista tecnología doméstica, con el oficio más hermoso, cálido y aséptico a la vez del mundo-se enamora, estableciendo una rendida dependencia, rellenando el vacío emocional de la pérdida previa.  Y, como casi siempre en las relaciones humanas, aparecen las risas, los amigos comunes, los lugares y guiños compartidos. Y, de nuevo, como casi siempre, los celos, la incertidumbre, el avistamiento -¡otra vez!- de los necesarios y pertinentes duelos.

Entre la veracidad y la verosimilitud se analizan muchas obras de ficción, juzgando y evaluando ambos parámetros. Biopics que apelan a la primera condición. Hay literatura y cine que juegan con el segundo concepto,llevándolo a límites a veces peligrosos, dependiendo del lector o el espectador que decide si envidar, ser mus o, directamente, pasar. Esta espectadora se ha sentido cautivada por un escribidor de cartas que asume las aristas de muchas relaciones perfeccionándolas, sin saber nunca por qué fracasó la suya. También sintió que algunos fotogramas chirriaban a pesar de la belleza clínica de los entornos- ese contraste entre la Santa Mónica petada de gente, como un domingo parisino en el río, y la altivez metálica de construcciones vacías.  Futuro y Los Ángeles…hum, qué peligro hacer analogías, ¿verdad?. Pues  un L.A. mucho más Lost in translation que de Hollywood Boulevard y, desde luego, sin lluvias ácidas. Y, sobre todo y por encima de todo y esto es para esta espectadora lo de más, Her es la necesidad humana de comprender por qué terminan las relaciones, por qué las pérdidas son tan devastadoras que pueden llegar a paralizarnos.  Un sistema operativo enamorado que aprende el juego de la seducción y los rigores que conllevan algunos  enamoramientos: la posesión, las recriminaci0nes, la exigencia, el hastío y el desvincularse . Humano, demasiado humano. Y la gran paradoja:  a partir de la relación con un OS, Theodor   afronta esa  dimensión de su  pasado. Ese pasado que le agrede en amarillentos flashbacks, de esa mujer que había crecido con él y con la que fue uno, de la  que no era capaz de desvincularse del todo, de la que reconoció haberse desmembrado iniciando un camino de evolución totalmente aparte. La pareja, esa marcianada que todos apreciamos si nos sale bien. Que se convierte en un bien de consumo cuando los yogures vienen en paquetitos de pares y no de nones. ¿Imprescindible, necesaria, suspirable? A gusto de cada uno: existe el descreímiento y también la eterna esperanza. Los hay que hablamos casi siempre en primera persona, precisamente por entender de complementarios y no de imprescindibles. Casi igual que Samantha en su recorrido emocional hasta la deserción.

Y, oh, no creamos que esta es una fábula neoludita, por lo menos no para mí. En el año 2014 estamos todos un poco de vuelta de tanto apocalíptico, ¿no es así? Bien. Pues, al final, la tecnología y lo metálico, la humanidad y las lágrimas, los recuerdos y los planes de futuro están amalgamados en la vida real, en la digital, en el devenir y en la espuma de los días. Y la complicidad doméstica  lo es en el cuarto de baño o a través de un monitor que nos conecte a la red. No creo que estemos hablando del placer de los extraños, ni del vacío en el estómago que provoca tocar un unicornio o fascinarnos ante la belleza del monstruo.

Yo hablaba al principio de mirarse en el espejo y descubrirse. De constatar un ideal  imaginado. Desde la novia de Frankenstein a las mujeres perfectas, de las redes sociales de búsqueda de pareja a partir de un perfil, el combate es entre Narciso y Pigmalión. Queremos crear lo que nos gusta, queremos constatar que somos perfectos. No nos engañemos. Somos, en casi todo, mucho más individualistas- y más cobardes- de lo que queremos creer. Y no se dejen engañar por ese momento en el que Theodor se sienta en las escaleras del metro y observa a su alrededor a todos sus coetáneos ignorándose entre ellos y relacionándose en la virtualidad. Quedémonos con su suspiro de nostalgia final mirando, en compañía de su amiga de tantos años, las ventanas de unos rascacielos infinitos, donde a esas horas y simultáneamente, muchos hombres y mujeres reciben buenas y malas noticias, se observan y se ignoran en silencio, se aman y discuten, gozan de largos silencios y de animadas conversaciones. Y, todo ello, no necesariamente en pareja. No necesariamente en persona.

Cosas aparte:

Banda sonora: Arcade Fire (a-pi-ro-lan-te). Pondría un enlace a un Youtube donde está enterita, pero como ya no sabe una si está haciendo pecados con esas cosas, pues van ustedes al tubito, teclean y buscan.

Con quién fui a verla: Con Verónica Lorenzo (@PantuflasdeCor), que estaba tan desconcertada como yo, y que no sabemos si nos gustó o no la película, a pesar de nuestra devoción por Spike Jonze y por Joaquim Phoenix.

Si quieren leer críticas de la película, lean la de Marta Peirano, Todo ángel es terrible,  brillante y extraordinaria.

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