Anchoas y Tigretones

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Buzones

El bueno de Forrest Gump esperando su correspondencia. Fotograma de la película, pulsa en la imagen para llegar a fuente.

 

 

El paso del tiempo es cada vez más extraño a agendas y organizaciones. Mi tiempo, el tiempo que vivo, lo mido más por detalles absurdos como ese recibo que acabo de encontrar en el bolsillo de un abrigo. Yo era esa persona que, hace más de un  año, compró en un supermercado cervezas y jamón, Fairy, papel de cocina, huevos, una lechuga. Sociología aficionada aparte- y enlaces proustianos también- puedo aterrizar de forma más o menos nebulosa en aquel día o aquella época, en recordar que en aquel mes de noviembre yo esperaba una llamada que se produjo al final de diciembre, que viajé a otro país donde observé con alegría la nieve amontonada en los bordes de las aceras. Me sigue sorprendiendo la capacidad de algunos objetos para ejercer el papel de notarios no invitados a la fiesta, pero qué se le va a hacer: soy reina del «por si acaso» y guardo de todo, me asaltan de vez en cuando estos tigres del pasado y tampoco hay que darle muchas vueltas. Yo comenzaba hablando de lo poco firmes y absurdas que son algunas medidas, como las del tiempo. Según avanzamos en vida, todo va volando y se concentra en detalles minúsculos como un ticket de un supermercado un día de noviembre.

Antes, y cuando digo «antes» hago referencia a un arco temporal borroso, la Navidad no eran días 24 y 25. La Navidad comenzaba escogiendo «crismas» en una papelería del centro de la ciudad. Todo aquel espacio adaptado, donde colgaban los angelitos y pastorcitos de Ferrándiz numerados y etiquetados, era el pistoletazo de salida: calculabas cuánto tardaría aquel «crismas» en llegar a su destino, enumerando toda aquella pléyade de primos, tíos, familia lejana y cercana a las que enviarías una ternura empaquetada y algo cursi, pero que era convención de la época. Escribir y enviar era toda una ceremonia, incluso cuando no mediaba Correos por medio: mi expectación al llegar al colegio en el autobús y esperar encontrarme, como sí sucedía, alguna postal en mi pupitre, cómo alguien se te acercaba en el recreo para dártela en persona. La ilusión de la espera, la incertidumbre sobre quién y quién no te las enviaría. Yo hacía algo de trampa: siempre era de las primeras en enviar y esperaba la legítima reciprocidad, también que alguien que no esperaba se acercase a mí con un deseo de nueva amistad, como una tarjeta de visita de otro tiempo. No sé en qué momento dejamos de enviar las tarjetas de Navidad: imagino que era mucho más fácil, barato y rápido dar los buenos deseos de forma apresurada, darse la vuelta y alejarse en unas vacaciones que ya apuntaban maneras de adolescencia y portazos. Todo pasaba muy rápido ya y el día 7 solo querías meterte debajo de un edredón con tu walkman y cualquier disco de The Smiths. Pero en casa de los padres, como insultantes recuerdos de otros momentos, seguían acumulándose durante el mes de diciembre los tarjetones con patinadores y abetos luminosos gigantes,  renos con señores gordos sonrientes en trineos y rubicundos Niños Jesuses desnudos con nieve de ocho metros al lado. Claro, cuando empiezas a tener esta percepción y haces esta lectura, ya estás a punto de estallar en acné y mala leche constante, a punto de cruzar el umbral de un cinismo estudiado. Afortunadamente, como las gripes, se te pasa con un par de tortazos de la vida y también con tiempo.  Ese que es ahora tan difícil de atrapar. Leer más…

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