Anchoas y Tigretones

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El (mal) deshumor

Reñir, constantemente: pulsad imagen para fuente.

No sé si es consecuencia del confinamiento del año pasado, de abrir y cerrar las ventanitas de las desescaladas, de pasmar tanto o, pensando en positivo, de haber hecho una limpieza de fondos, agendas o reestructuras de nudos (los gordianos, siempre los más complicados). No sé si es, como digo, el resultado de todo el agotamiento de escalar y desescalar, de los encuentros y la vuelta a los olvidos en esa versión, sardónica, y muy desencantada del mito de Sísifo. 2020 fue Sísifo y un poco Apolo y Dafne, un maremágnum de cosas raras y claro, como todas sabemos, los actos tienen consecuencias. Las consecuencia de las que hablo son el estado en el que habitamos los humanos: un permanente resquemor, cabreo, agotamiento, un constante deshumor.

El privilegio es siempre una atalaya con la pata coja. Estoy hablando de Zooms y de imágenes enmarcadas en pantallas durante días y días porque soy de las que me he zafado sin haber pasado el bicho. Ni yo ni nadie muy cercano, soy una suertuda. Puede parecer obsceno hablar de la necesidad de la risa cuando la realidad es aún dramática y no tiene visos de mejorar, lo siento, soy una optimista bien informada. Y claro que hay derecho a la queja, al despotrique y al desahogo. Veo too much caras de perro en todas partes y no digamos ahora que se puede/no se debe ir sin mascarilla en espacios abiertos: los que antes vigilaban por las ventanas, vigilan ahora que la máscara no te cuelgue de más por debajo de la barbilla. Si estás en una cola, la distancia de seguridad es, en muchas ocasiones, objeto de recriminación o comentario ajeno. ¿Recordáis cuando éramos como la niña Pollyanna y jugábamos a aquel juego de la alegría de aplausos y sonrisas a vecinos desconocidos en ventanitas desconocidas? De cómo hemos pasado de la, a veces, empalagosa beatitud al gruñido constante es un tratado de poco recorrido: estamos cansados, perdiendo la capacidad de asombro, rodeados de realidades violentas y que nos están haciendo retroceder un mundo. Aquí sí que somos más Sísifos que otra cosa, y no solamente en la maldita pandemia. Y lo dice una señora borde de campeonato, que ha escrito breves ensayos sobre el pollyanismo y el exceso de azúcar.

Creo que el año pasado la política creo extraños compañeros de cama: si todo lo personal es político, la política de obligaciones confinadas, ese año de paredes resabidas hizo que recibiésemos llamadas raras, whatsapps de personas que ya no estaban en tu vida y que no van a volver a estar porque no ha lugar, porque son yogures caducados: esa constante promesa de que algún día te lo comerás porque total no pasa nada, esa visión en la nevera tantos días y como tales, acaban en la basura porque en realidad ya no son nada. Pese a esto, decían en un episodio del podcast ¿Puedo hablar? que fue la mejor época de Tinder, que con la poca presión para quedar y desestimando esa rapidez obstinada del mundo digital, todo era mucho más reposado y dado a la conversación. Aquella época yo la enlazaba con mis primeros días en un país ajeno que sabes que has de hacer tuyo aunque no puedas al principio, donde recibías afectos a distancia y de regalos de despedida que te acompañaban en tu maleta nueva de nuevas aventuras. Estrechabas más lazos con los afectos que dejabas a 10000 km por eso mismo, porque estaban lejos y porque eran ya recuerdo magnificado. Quizá todos somos más nosotros mismos cuando no hay compromiso de crear un lazo real, cuando la confianza que surge como una explosión tiene puesto un cronómetro. ¿O es que no eran los dos protagonistas de Antes del amanecer mucho más auténticos el uno con el otro porque todo se desvanecería con la llegada del sol? La idea de lo efímero nos ayudó en los primeros días, de ahí a hacerlo todo más azucarado: nos meten en casa un par de semanas y a otra cosa, mariposa. Ja. Ahí ya empezamos con Apolo y Dafne, con Prometeo, hubo quien fue la desdichada Casandra y todos los mitos más que se nos ocurran. En esa doméstica Odisea, en ese postergado volver a nuestra Ítaca de normalidad, perdimos el humor, el principal patrimonio de la supervivencia. A lo mejor muchas no éramos ya la alegría de la huerta antes o, como dije en otra ocasión, veníamos cucú de casa. El problema es que la mala hostia se convierta en patrimonial, en el modo de estar en el mundo. Y eso sí es preocupante. Insisto: hablo desde el privilegio que da el tener una estructura medianamente estable pero, incluso en mi trabajo en redes en el que he visto mucho y mucha violencia, detecto una mala baba, un cabreo mucho más enconado, una actitud de espadas en alto más acusada. Y una caída libre del sentido del humor, de la trivialidad porque sí. He visto agarradas brutales en la calle, en el barrio pretendidamente megaguay en el que vivo, por las mascarillas. Follones por la distancia de seguridad. En otro contexto, acusaciones por parte de mala gente sobre la pertinencia o no del teletrabajo (yo pagaría por no tener que ver a algunas personas, de verdad). El buen humor, el intentar exhibir algo de pequeñita felicidad en el día a día empieza a estar mal visto: falta de compromiso (¿con qué?), banalidad, poca enjundia y seriedad para encarar la vida. Pues claro, afortunadamente.

Es fácil creerse en un ecosistema de verdades inamovibles, de apacible tranquilidad o de dramas que podemos embotellar. A veces, en el despacho que comparto con tres compañeras más, recordamos con sorna cuando nuestra máxima preocupación eran las radiaciones de radón. Todo ha cambiado de sitio y la maleza que cubre el futuro se ha hecho más y más espesa. Si no achicamos los ojos para ver algo más allá, si no oteamos el futuro descojonándonos vivas, mal andamos. Luego ya viene la segunda parte: que si te ríes eres muy tonta y todo eso. Pero eso ya lo dejamos para otro día, que se nos agota el cartucho de optimismo.

Y siempre, gracias a las diosas, vienen Los Punsetes

Leed:

Rápido, tu vida Sylvie Schenk (Errata naturae, 2021). Maravilloso: de esos libros que pasarán, seguro, desapercibidos, pero que esconden una humilde grandeza. Dos países, dos lenguas, el lugar de la culpa (de los otros): una reflexión diferente sobre la identidad y el hogar que creamos cuando llevamos nuestros pobres huesos a otros países (saldrá un comentario mío sobre esta novela algo más extenso en Tempos Novos, ya os lo traeré aquí).

Leo también a Ivy Compton-Burnett, pero me descorazona la traducción, sorry, Anagrama. Tengo Papel, el inmenso ensayo de Mark Kurlansky en Ático de los Libros, Quemar libros (saldrá pronto una reseñita mía sobre este librazo) de Marc Ovenden en Crítica e Irmandiñas de Aurora Marco, en Laiovento cortesía de GaliciaLe.

Ved:

La batalla por Britney de Mobeen Azhar es un documental en el que se aborda la curatela que la familia de la cantante lleva ejerciendo un montón de años y que le impiden tomar las riendas de su vida. El movimiento #freeBritney de los fans de la cantante es algo mucho más que una frikada: es poner encima de la mesa por qué a unos se les considera sencillamente excéntricos y a otras, sencillamente desequilibradas e incapaces de controlar su vida. Detrás, un padre posiblemente codicioso y un enjambre de abogados y asesores que se están forrando.

Manolita, la Chen de Arcos es un cuidadoso documental-entrevista a Manuela Saborido Muñoz, la primera transexual española en cambiarse el nombre en el DNI y en adoptar una niña. Si pensáis que Alaska es transgresora después de ver este docu, pues os lo hacéis mirar. Dirige la maravillosa Valeria Vegas.

He visto también Maricón Perdido (qué suerte tenemos de contar en el mundo con Bob Pop), Una danza para la música del tiempo (gracias, Filmin, por traerme a Anthony Powell en serie) y ahora, como buena dama brit, me estoy viendo TODAS las adaptaciones de las novelas de Agatha Christie que encuentro por doquier.

Escuchad:

El podcast La vida sigue igual es tan sugestivo como poco pretencioso ¡y me encanta!: las conversaciones son fluidas, los invitados pueden hablar sin que se les interrumpa. Mario Temiño es un entrevistador pulcro, con preguntas muy adecuadas que no pretenden ser las del primero de la clase. Cero postureo, mucha verdad.

El grupo Son tías simpáticas Toni Acosta y Silvia Abril . Lo que es muy de agradecer es que se desmarquen de otros podcasts con el esquema «yo estoy muy loca y tú menos» (que a mí me encanta Estirando el chicle, vale, pero se trata de hacer algo diferente).

Chonismo lírico (o dar Coelho por gato)

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That’s for your bad manners – Niagara By Hotlips – Own work, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=32513496

Soy de la creencia firme que las mejores teorías se hacen siempre en los bares, esperando a gente que llega tarde, dándole duro a calentar la barra. El cuarto de baño es también un lugar de pensamiento adecuado que no mágico, aunque si estás en casa ajena leas y curiosees las melindrosas etiquetas de los champús de los otros, los botecitos de las cremas de cara y cuerpo de los otros, los restos de dentífrico  en el vaso para enjuagarse la boca de los otros.  Los cuartos de baño ajenos son lugares que nos reconcilian mucho con nuestro descuido casero, fundamentalmente porque nadie es hiperperfecto ni tiene la casa en estado de revista (si está así es porque no vives en ella, anda y no mames).  Comprendo que la praxis necesite sus laboratorios, pero, como diría mi madre, o falar non ten cancelas y pasar el día de pasmona, de trosma (otra palabra de mi madre, esto promete ser algo revival y normanbateseano) es lo que tiene: que piensas en cosas que quizá a nadie importen, pero que además de ser entretenidas encajan de repente, y de forma muy certera, en ese hueco que queda en toda formulación, en toda teoría: ya saben los gaps o la elipsis, que somos todos muy teóricos de la literatura, muy de la retórica y muy coñazos de Dios.

Mi querida Alejandra de Diego me hizo llegar este maravilloso Manifiesto anti-cuqui de la también maravillosa Diana Aller. Me encanta, lo adoro, lo subrayo y suscribo, pero falta un punto. Y llevo hablando de esto en bares bastante tiempo, en bares y en cafés, creo que hasta lo he mencionado en este cuaderno. Queridos todos, hoy vamos a hablar de chonismo lírico. ¿Qué es el chonismo lírico? Partimos de la base de que todos sabemos, o al menos tenemos, una intuición mediana de lo que es algo choni. Lo choni no es exactamente lo hortera. Lo hortera va a su bola, lo choni tiene discurso y eso lo hace peor. No vamos a hablar de tal o cual música, de reguetones y mayonesas, de uñas postizas con purpurina o de vaqueros recauchutados. Tampoco de creerte la reina de dragones o de hacer posturitas en primer plano y primera persona en Instagram. No. Ahí el chonismo es muy evidente y no da escozor, puede dar pena o te puedes partir la caja, cada cual con su conciencia. El problema es que lo choni no se agota, por el contrario; se intensifica, se cuela como una mosca cojonera y transforma cualquier significante. Digamos que el chonismo se viene muy arriba, vaya, aunque también podríamos hablar de que se encripta, de que disimula y que silba para no ser descubierto. Ojalá fuese así: está en todas partes.  Chonismo lírico son las citas literarias buscadas en Google con su buena Comic Sans y su buena foto de una  rosa con rocío goteante. Chonismo lírico son las paridas que pululan por redes sociales- no «en Internet», eso es exclusivo de esa necesidad que tenemos de estar todo el puñetero día demostrando que somos la pera, ergo, redes- generalmente atribuidas al pobre de  Paulo Coelho, Tagore o Einstein; aunque los gurús contemporáneos hindúes, los CEOs de algunas compañías tecnológicas- fallecidos o no- van ganando posiciones, Gandhi mediante.  Choni lírico es Federico Moccia y esa tendencia abierta por las editoriales de»mocciziar» las cubiertas de los libros de bolsillo. Hay cubiertas de los libros de bolsillo pretendidamente cuquis pero que no : hay una cafetería donde dos se enamoran, una librería donde dos se enamoran o un aeropuerto donde dos se enamoran, hasta aquí un grado de cuquismo relativamente aceptable. Rascas un poco y parecen vivir dentro de una cita de Depaak Chopra  Ella es ejecutiva y él también, tienen pasta a manta, aunque todos buscan el amor y a tomar por saco: hacen mindfulness, yoga y comen quinoa, se hablan entre ellos de forma intensa y trascendente, siendo la  cubierta del libro la que da  da buena cuenta de ello. Como tienen pasta y comen esas cosas, pues les da por irse a buscar su yo interior e intercambiar trascendencias en lugares que quedan muy a mano, por ejemplo, el desierto, que queda muy a mano cuando vives en Boston o Berlín. En el fondo quieren lo que todos queremos desde el minuto uno del encuentro:  ya saben y no me hagan decirlo, que esto lo lee mi familia. También es pasto de chonismo lírico que la cubierta del libro lleve otra cita de otro escritor choni lírico alabando la obra con frases para la historia del calibre de «Un gran descubrimiento» o «El paradigma de la emoción». Choni lírico sin más, aunque ahí- y esto merece post aparte- nada como los libros de religión post Concilio Vaticano II y las canciones de, como dice mi amigo Gaspar, «cristianos de guitarrita». No hay NADA que contenga más chonismo lírico que «Tú has venido a la orilla» o » Yo tengo un gozo en el alma». Aunque ahí ya tocamos temas de dimensión trascendente y la gente tiene tan poco sentido del humor como altísima capacidad para ofenderse, especialmente desde el humor, así que carpetazo al asunto.  Otra línea mucho más choni lírica es el amplio mundo  que rodea al  revival medievalista. Coger a Tolkien por las runas  (no me digan que no habría sido bonito poner aquí «coger del rábano de Tolkien por las hojas», pero no hay narices) es lo que tiene: que se crea una cosmogonía- él lo hace, era un puto genio- a partir de la imagen de, por ejemplo, Viggo Mortensen. A mí me mandáis lo que sea que tenga Viggo Mortensen y os perdono cualquier conato de chonismo lírico, aunque en esta tesitura del medievalismo choni lírico cabe desde Tyrion Lannister a  Légolas, de Xena la princesa guerrera al proceloso mundo de los highlanders: esas brumas escocesas, ese devenir de la falda ondeando al viento, esas cumbres alejadas hacen que casi veamos el sudor de los guerreros goteando en algún lago.  Todo,en resumen, todo sincretismo histórico que lleve espadas y conquistas por el medio roza peligrosamente el chonismo lírico o lo es de forma clara.  Tiene mucho éxito, sarpullidos ortográficos aparte y comas bien puestas deseables en las citas.

El chonismo lírico es el quiero y no puedo del desarrollo inteligente de la lectura: espolvorea un par de frases, ponle una guirnalda y añade una dosis de cucharada de trascendencia. Chonismo lírico hay mucho en los selfis usados como foto de perfil, en  estados de Facebook y Whatsapp que recuerdan a los Pierrots con lágrima de los ochenta:  explosiones de autoayuda, de amor hacia los hijos, la familia, el mundo, los perros, los gatos, la flora y la fauna mundial, siempre con el nombre del autor de la explosión de amor entre paréntesis. Chonismo lírico es pensar que las bibliotecas, las librerías y las frases de Neil Gaiman molan porque sí, porque son bibliotecas, librerías y Neil Gaiman y, en virtud de ese molamiento apriorístico, hay que repetirlas diez millones  de veces por si no os ha quedado claro. Neil Gaiman mola en cualquier aspecto de su vida y de su cuerpo serrano de inglés escéptico y guapísimo vestido de negro- y está casado con Amanda Palmer, ¿no se le rompe nunca a este hombre el molómetro?-pero es mucho más interesante, muchísimo más, cuando no habla de bibliotecas. ¿Por qué? Pues porque el riesgo de estar haciendo frases todo el día, de parir sentencias muy grandilocuentes, te convierte en carne de chonismo lírico. Sí, vale, ya sabemos que los bibliotecarios somos mejores que Google y blabla.  Los bibliotecarios molan el triple cuando no se pasan el día dando por saco y diciendo o haciendo memes con el objetivo de demostrar que las bibliotecas son la releche: ya lo sabemos, trabajamos en ellas, lo damos todo (odio esta frase, es para que me entiendan), hacemos las cosas más chiripitifláuticas para reinvindicarnos, reinventarnos. Y trabajamos muy, muy duro. Ya está. Paren. Gracias (y digo los bibliotecarios, con o, porque las bibliotecarias siempre molamos. Siempre, no lo olviden).

Todas somos o hemos caído en el chonismo lírico. Es relativamente fácil: tenemos nuestro corazoncito y la carne es débil de carallo. La señora que escribe esto firma como Sigrid de Thule, una forma algo como de escorzo en el chonismo lírico, pero no me doy fácilmente a las citas, aunque sí a la autojustificación. A fin de cuentas, tampoco se puede pasar una la vida formulando teorías ni papando la nata. De vez en cuando hay que remangarse y trabajar por el bien de la Humanidad. Por lo tanto, no olviden nada de esto, queridos niños, adorables niñas, y procuren no hacerlo en su vida internetera. Si os llega una cita literaria con guirnaldita, con paisajito, con comas y puntos espolvoreados por doquier, duden. Duden de la veracidad, claro, pero duden también de sí mismos si les surgen tentaciones de compartirlo: estarán contribuyendo a una expansión de la sensibilidad cutre, de identificar lo sentimental con el sentimentalismo- esto me recuerda a la dicotomía «libertad/libertinaje» de las clases de religión, qué guay-  hasta llegarán a creer que lo que hace Almodóvar es lírico. ¡Diferenciemos entre la emoción legítima y la de botellón, hermanas, se acerca el fin! Y si tienen ataques, todos los tenemos, lo mejor es que tengan a mano la  imagen  que ilustra este post- la de arriba también, pero la de abajo es mucho más contundente-  y una prueba de fuego: el toque punk. Si después de un toque punk, de una remezcla y de poner la cita patas arriba la emoción sobrevive, será literaria, será legítima, será verdadera; aun reconociendo que todo es contextual. De no ser así, lo sentimos, pero  les estarán dando gato por liebre. O, qué narices, gato por coelho. Si es que al final siempre volvemos al excelso escritor, a la creación del canon chonista lírico y la permanente duda. Pues eso, quizá, quiere decir algo . 🙂

coelho

Te pido perdón, Paulo Coelhiño, pero esta foto viene al pelo.

Mis hashtags del asunto:

#contraelchonismolírico

#coelhismoilustrado

#señormehasmiradoalosojos

 

 

Lectura, erudición (X) : las bibliotecas que nunca tuvimos

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Cosas que pasan en una biblioteca- Ilustración de JimmRugg.com tomada de thisisnthappiness.com)

Yo no sé si se puede hacer un libro de instrucciones de equipajes. Recuerdo a William Hurt en El turista accidental esbozando una arquitectura de la maleta, de los espacios mínimos disponibles, de lo máximo rentable. Cuando una está en un hotel, siempre le apetece arramplar con todos esos botes minúsculos que prometen, bajo la luz de un cuarto de baño inmaculado, una felicidad a escala, un mundo de burbujas exóticas y de aparatejos de medida sofisticación (esas esponjitas para limpiar zapatos en su pequeña caja acartonada o ese kit de emergencia para la costura de botones rebeldes ).  Muchas veces, con el paso de los días, nos abandona el interés por llevárnoslo todo, por conservar esa efímera construcción de lo perfecto con logotipo. Y si algo sobrevive a esta ansiedad bulímica del champú y de los tristes peines de plástico, acaba confinado en un cajón para futuros viajes, para futuros momentos de improvisación, en los que una no acarrea ni conlleva más que sus propias expectativas. Que no es poco.

Dice la lúcida Verónica Lorenzo que construye, con el devenir de los años, una biblioteca que lo es ahora y será futura, ya que es una joven biblioteca para heredar.  Vamos guardando y llenando estanterías con libros deseados, añorados antes de que lleguen a nosotros. Los leemos, algunos salen de casa y  vuelven. Otros, en extraños y necesarios arranques de generosidad, son liberados del escaso orden de las baldas y se van, felices y contentos, emocionados y con un plausible desconcierto, pegados a la gabardina o a la falda del nuevo poseedor. También los hay castigados, sin inaugurar, rebeldes o testigos de un momento en el tiempo y que respiran el propio aire de su discreción. Libros que atraviesan el umbral de casa heridos con la alegría de una dedicatoria, con olores a nuevo y a humedad de tienda de lance y de segunda mano, viajeros desde Cuesta de Moyano y mercadillos en universidades norteamericanas. Pasajeros extraños, habitantes con derecho a pensión completa y música perfecta, eso conformaría un posible guión de  los libros de nuestra vida.  Desde aquella señora Blyton de la que tanto he hablado aquí, pasando por los años airados y veloces de literaturas francesas e italianas, de otras lenguas, de otros planetas literarios hasta esta última dedicatoria que me ha llegado desde Barcelona y que, también a mí, me ha alegrado el día (¡gracias, guapo!).  Todo ese patchwork de colores y formas en papel, de editoriales diversas y reconocidas, son – ¡otra vez Rob Fleming!- casi un paralelo de las bandas sonoras de nuestra vida. Algunos de mis pobres volúmenes están torturados, otros conviven con fotografías y películas en una auténtica pesadilla para Dewey. Pero qué le vamos a hacer, una tiene que tener un punto ácrata en esta pretendida teoría del orden.

Verónica me cuenta que hay algo que su planeta bibliotecario doméstico no refleja y son todos aquellos libros que vivieron como huéspedes pero que habitaban una casa más grande : la biblioteca pública, la muncipal, la universitaria. ¿Qué dirían de nosotros esos historiales de préstamo, qué mujer era yo o qué sentía cuando, por ejemplo, leía a Ian MacEwan o me dejaba llevar fascinada por Roth, Woolf, la señora Munro, Rivas o Bolaño? Autores, todos ellos, que acabaron en mi mundo propio y privado, en estos ya doblados estantes de mi choza, pero que primero fueron préstamos y líneas en un carnet. ¿Tendría mi historial de lectura pública más «guilty pleasures» de los que podría reconocer? Es genial no ser famosa para que todos estos destripes no puedan salir a la luz por mis posibles e improblables hagiógrafos y herederos, ávidos de ponerme a caldo en un suplemento dominical. Volviendo al asunto: ¿Quién se llevaría después de mí alguno de esos volúmenes? Hay algo de desolador al devolver el libro en la biblioteca, algo semejante al «game over» de aquellas maquinitas de marcianos de los años ochenta y en la que tanta pasta me dejé.  «Adiós, querido libro, ahí te quedas en tu soledad de penumbra bibliotecaria, te llevas una parte de mi vida contigo computable, todo se mide en minutos y horas, en sorpresas, lágrimas y cabreos (alguna que otra vez). Te devuelvo a este mostrador como una dama que envía a su vástago a un estricto internado británico, de esos de llevar pajarita en la cena y calcetines de rombos. Es por tu bien, hijo». O bien, como despidiendo a un novio fantástico pero de imposible materialización práctica: «No sos vos, soy yo. Es mejor que conozcamos a más gente. Podemos quedar más adelante, en mí siempre tendrás a una amiga».  O casi mejor, creo que los libros de la biblioteca son como los estudiantes Erasmus que, ajenos a tu vida y costumbres, vienen una temporada a convivir contigo y vuelven a sus propias geografías, felices y distantes, al exotismo de lo diverso que ha sido cotidiano  por un tiempo.

Y no sólo de bibliotecas vive  la mujer lectora : qué sería de nosotros sin todos aquellos que nos llevaron hacia la promiscuidad libresca prestándonos tebeos y volúmenes, alimentando nuestras ganas y ampliándolas, sirviéndonos de tanta ayuda y que formaron, también, parte de las lecturas que custodiamos. Lo que me recomendó tal o cual persona, los gustos de la otra y que yo comparto o aborrezco, todo eso es también parte de la herencia, querida Verónica. Una nube difusa e infinita de pequeños momentos hablando de literatura, de versos, de prosas intensas.  De palimpsestos e hipertextos. De la vida en alfabeto.

Y yo, es cierto, he comenzado este post hablando de maletas y de pequeños botes de gel y colonia fugitivos, de huéspedes fugaces. Son hermosos así, en su pequeña estructura perfecta, en su no quedarse para siempre, en constituir un recuerdo breve y escaso de un hermoso viaje. Como una mirada o el perfume de un transeúnte, eso dejan en nosotros los libros de los otros o los que son de todos, los que viven en esos infinitos depósitos de bibliotecas : una presencia impactante por efímera, siendo ya desde el principio recuerdos de recuerdos de otros, mitad nostalgia y mitad fantasma.  Y a veces, como creo recordar que decía la escritora Virginia, es más difícil matar a un fantasma que a una realidad.

(De lo que pienso de las bibliotecas, de su necesidad y de la construcción de la casa de lectura de todos, hablé aquí)

Tres años de Anchoas y Tigretones

 

y que cumplas muchos más...

Y todo, todo lo que cabe en un post, en un cuaderno digital, en unos comentarios, en este extraño diálogo asíncrono, en todos los colores de mil pinceles, en idas y venidas, en mudanzas y asentamientos, en tantos días y en los años que llegan. Y en los que se van. Gracias a todos. Aquí seguimos.

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