Anchoas y Tigretones

Archivar en la categoría “Lugares sin encanto”

Paseantas

Two ladies in tight-skirted suits by Whitley Tailleurs Inc, 500 Seventh Ave New York.
Foto de Jupe en Flickr con licencia CC BY- NC-SA 2.0)

Acumulo libros. No, no solamente en casa, en las estanterías. Acumulo porque compro o pido en préstamo interbibliotecario (gracias, BUSC, qué gran servicio) varios ejemplares a la vez. Dicen que hay una palabra japonesa para esta manía que no es bibliofilia, es angustia del vacío o, más bien, consumismo, cultiño y tal, pero consumismo. La palabra es tsundoku, pero, como digo, es otra cosa : hay a quien tranquiliza ver en casa libros largamente deseados, comprados en las librerías que tanto nos gustan. Libros que se han movido de una estantería a otra sin que aún los hayamos abierto, incluso los olvidamos, abandonados por la presión constante de la novedad. No hago propósitos de ningún tipo para corregirme: encontrarme libros nuevecitos, que compré en algún momento con lo que en aquel momento era ilusión apremiante es un consuelo en días en que te pones a ordenar. Es una dinámica, la del orden, que en mi caso me hermana con Sísifo. Para qué, algún día podré saberlo.

Una de esas joyitas que me he encontrado es La revolución de las flâneuses de Anna María Iglesia, publicado por Wunderkammer, esa editorial que es una pequeña cámara de maravillas (ay, esa edición de Los bellos y los dandys, cuánta vista he perdido ahí). Otro día hablaremos del recuerdo al reencontrar un libro del momento en que lo hiciste tuyo, de cuando te lo llevaste de una mesa de novedades, si ya era de noche y las farolas se reflejaban en algún lugar, si yo me hacía un lío con la bufanda o, por el contrario, si llegué a la librería reventada de calor, sorteando los cantos de sirena de las heladerías. No recuerdo cuándo llegó a casa este tomito, pero sí que podría haber sido mi mantra estos meses de paseos como único ocio, de añadir al lujo del aire libre el casi nuevo inédito de la tierra bajo los pies. Habla Anna María Iglesia de la conquista de los espacios públicos y de ocio por parte de las mujeres, tomando como portavoces a algunas mujeres personajes de la literatura, a algunas que dejaron de ser objeto y fueron sujeto del propio paseo. El espacio urbano no solamente era hostil, era terreno vedado: el paseo como descubrimiento, como placer, estaba reservado a los hombres. El habitar el espacio común, efectuar ese «ejercicio de poder» según Foucault, era una actividad puramente masculina, vinculada a la reflexión creativa. Y sí que existieron, en la literatura y en la historia, grandes flaneuses, paseantas como personajes de Virginia Woolf y de Pardo Bazán.

De niña odiaba los paseos. Los odiaba porque siempre he sido de caminar rápido, nervioso. Pasear me resultaba agotador por su lentitud, no disfrutaba del entorno, de los paisajes, de esos stickers que nos ofrece el día a día para adornar el recuerdo. Pasear al ritmo lento era, sigue siendo a veces para mí, un auténtico suplicio, lo es en general acomodar el paso, pero eso ya es otra historia. Me gustaba recorrer de punta a punta, sentir los pasos unos encima de otros, ir acumulando cansancio de forma rápida y, como digo, nerviosa. Los sábados por la tarde mis padres tenían el ritual de recorrer el Dique de Abrigo. Las últimas veces que fui con ellos fui porque estaba castigada (alguna mala contestación, discusiones algo cartesianas por mi parte apelando a esa lógica inexistente en la relación madre-hija). El Dique me resultaba un lugar triste, exento de glamour, me avergonzaba esa idea de ser aún niña que sale con sus padres un sábado por la tarde. Veía aquellos adoquines, el faro al final, todo se me caía encima como un manto provinciano algo «Calle mayor»: los saludos, las inevitables referencias a lo alta que yo era, las conversaciones que no me interesaban. Aquellos días se fueron, quedaron cubiertos de olvido, también se marchó mi soberbia, llegó mi añoranza, mi tristeza de no haber recorrido de la mano de mis padres aquella línea recta que entonces se me antojaba interminable, de no haber aceptado el helado de «La italiana» que mi padre ofrecía, siempre solícito, solo para intentar mi sonrisa. Hoy, en esa casi soledad que va construyendo el paso del tiempo, miro hacia el dique con la rabia de las oportunidades perdidas.

El año pasado podemos decir que aprendí a caminar y aprendí mi ciudad. Pasear se convirtió no solamente en el único ejercicio, sino también en una oportunidad de mirar, de parar un poco y subrayar ese tiempo tan elástico y tan pobre, tan agarrado aún a las restricciones horarias, a las aperturas de mano en poder o no poder hacer. He caminado en estos meses kilómetros y kilómetros en soledad, escuchando el mar o la lluvia fina encima de mi capucha o amparada por mi reciente afición a los podcast. Y,sobre todo, he compartido paseos y diseñado itinerarios. María Jove y yo volvimos a un paisaje que desconocíamos haber tenido en común: el parque de Santa Margarita, la plaza del Comercio, el Agra del Orzán. Allí vivían mis tías, en la calle Francisco Añón, en un cuarto piso sin ascensor donde hemos celebrado días de Reyes e inicios de año, donde me dejaron, por primera vez estirar la masa de unas orejas de Carnaval con una botella de vidrio en aquella cocina pequeña y llena de amor, en una tarde de granizo en la que merendamos en la sala de estar y vimos en la tele La mitad de seis peniques. Tuve dudas al pasar ante el portal, tan distinto era todo ya. Mi paseo de ese día fue melancólico y algo triste, no fui yo una mujer que conquistase espacios : volvimos a casa cabizbajas, el paseo nos devolvió una ciudad que ya no era o que, quizá, habíamos abandonado por otra con plazas de la Ciudad Vieja, con menhires en el Paseo Marítimo, con carril bici. También por una ciudad silenciosa y vacía en algunas zonas, una ciudad casi en la rara siesta sin fin de un pseudoconfinamiento. Caminar es una reflexión, pero también es, en tu propia ciudad, reencuentros de juegos perdidos, de casas de amigos de la infancia en las que comiste chocolate Dolca y aprendiste a jugar al tute cabrón. Ahora allí ya no vive nadie, nadie que tú puedas reconocer como compañero de chocolate Dolca y tute cabrón. Esos espacios cerrados los habitará quien desconozca todo ese ADN sesentero y setentero que se paseó por las habitaciones.

Quizá el pasear, el caminar, tenga más que ver con una búsqueda que sabemos de antemano no va a culminarse, que es como aquellos problemas de matemáticas que abandonabas por imposibles. Sigo yendo a pasear casi todos los días y repito itinerarios, no me importa lo aprendidos que estén, lo repetidos, me sigue gustando recorrerlos. Y no creo que sea nunca una flâneuse, seré más bien, una señora que aprendió a caminar algo más despacio. Y no es poco, creo yo.

(Este post está dedicado a todas las personas que me acompañaron en mis paseos: Vero Lorenzo, Pitu Fraga, Jose Marquez, Luis Cao, Carlos Portela, María Jove, Marimeli Gallego, Alba María. A papá, claro. Todo lo que hemos hablado es parte de mí).

Lo que leo: La anomalía de Hervé Le Tellier (Seix Barral) es una barbaridad (os he hablado algo en Instagram).

Intempestiva : unha biografía (literaria) de Xela Arias de Montse Pena Presas (Galaxia) e porque non pode ser doutro xeito, hai que ler o que diga Montse e xa.

Luces de varietés de Manuela Partearroyo, (La uÑa rota) es un brillante ensayo sobre la conexión Valle-Inclán// Fellini aka la España felliniana y la Italia valleinclanesca, con un estudio de los precedentes de la comedia como denuncia, la presencia de Berlanga y Azcona, Monicelli…

Lo que he visto

Druk (Otra ronda) es una aproximación al alcohol como celebración, tolerado socialmente y del que se puede extraer un carácter festivo y también un oscuro vitalismo. Ese señor de pómulos insultantes y ojeras sexis se tiene que llevar todos los premios que haya en el mundo: Mads Mikkelsen, qué guapo eres, condenao.

O sabor das margaridas Bueno, me había gustado tanto la primera que, creo que en buena lógica, la segunda se me está haciendo menos interesante, pero no está mal.

También veo «series señoriles» y algunos grandes éxitos refrendados por la crítica que son un maldito bodrio insufrible, pero, como Jaime Peñafiel, valgo más por lo que callo que por lo que cuento. (Y si no te importa mi opinión no sé por qué has llegado hasta aquí).

Territorios

Map with colorful pins –>Photo by delfi de la Rua on Unsplash

 

No soy nada original si confieso mi pasión por la cartografía, por los mapas, por los dibujos de territorios que son más un estímulo de la imaginación que una realidad . En diciembre estuve en una exposición de la Biblioteca Nacional titulada Cartografías de lo desconocido, una recopilación de los modos de recrear aquello que se desconocía o se inventaba; de Jauja de las Indias Orientales, de los Mares del Sur y la orgía capilar de los monstruos marinos, cancerberos de algún que otro plus ultra. Recorro las salas plagadas también de citas sobre esa necesidad de orientar la imaginación, de delinear la desconocida entidad de un lugar en el mundo. Me dicen que los mapas son testigos escurridizos y es cierto. La idea que tenemos de exotismo, de lejanía y extrañeza viene de los mapas, son ellos los que determinan- guiados por nosotros- esas pautas de propio y ajeno en el territorio, consolándonos ante aquello que aún no conocemos, subrayando nuestra vinculación con otro lugar. Los mapas también anticipan la nostalgia, esa idea que recorro a menudo : ¿es la nostalgia un estado previo a cualquier suceso o una consecuencia del suceso en sí, de lo vivido? Ojalá tuviese una única respuesta, aunque creo que el sentimiento existe y, posteriormente, lo vamos acomodando a lo que nos sucede. Sobre ese spleen, sobre esa añoranza permanente, escribo algo más largo, y como solemos decir por aquí, esa será otra historia.

De niña creé algunos mapas ficticios. Recuerdo haber querido vivir en el paisaje de las cajas de lápices Alpino, con ese ciervo gigante y ese surreal lápiz en medio. Yo, niña sin aldea, vivía rodeada de inacabables relatos de fin de semana y vacaciones de muchos amigos que, sí, tenían aldea. La aldea, para los que vivíamos en ciudad, era un territorio tan mágico como idealizado, con sus ríos y falta de horarios, con sus juegos eternos, con su pan de verdad y sus animales que no eran mascotas. De esas idealizaciones tan perfectas venían después las decepciones terribles. Recuerdo pasar  por el pueblo castellano de una monja que me dio clase en las Jesuitinas. Su relato era el relato de la juventud, de los paseos con amigas, de- como decía ella- «la llamada» (lo siento, Javis, no fuisteis los primeros). Yo vi un perro solitario vagando entre adoquines, nada más. No tenia el pulso de su historia, el hilo creado por la vida y la ausencia, los luminosos días de mayo, el heno en verano, nada. Un perro y soledad. Me acordé también de aquella amiga uruguaya que me contó lo difícil que le había resultado contener la decepción  cuando vio por primera vez el pueblo de su padre. Criada en la perpetua añoranza de España, alimentada por un grupo de exiliados, el paraíso perdido era también un lugar a reivindicar,  a construir en la memoria de aquellos que no podían ni esbozar la añoranza. Luego, claro, la realidad era otra; especialmente cuando venías de la muy cosmopolita Montevideo, cuando los relatos familiares comienzan a ser patrimonio personal (ajeno en tanto, ay, en tanto) y más materia narrativa que historia.

La nostalgia ha de ser domesticada si no queremos modificar el encuadre del pasado, qué difícil y qué poco narrativo lo que acabo de decir. Otra cosa es asistir al derrumbe, a los cambios salvajes que aguardan en cada esquina y del modo más inesperado. Cuando, por ejemplo, tu barrio ya no es tu barrio, cuando tu casa va a dejar de ser tu casa : cuando tu entorno va a dibujarse de un modo en el que no solo no reconocerás el trazo, tampoco los límites ni los colores. No solamente el tiempo nos deja un poso de tristeza, las sacudidas vitales  que no controlamos vienen siempre con su equipaje de rabia y perplejidad. Hubo quien dijo que si en tu barrio comienzan a proliferar al mismo tiempo las barberías, las bicicletas y las tiendas de delicatessen, jódete, puedes darte por gentrificado. Y por expulsado también, especialmente si vives de alquiler. Ahora que comienzo a ver ese horizonte cerca de mi portal, yo sí empezaré a diseñar mi mapa imaginario. Uno en el que no entren cierto tipo  de estrategias, de intereses, en los que pueda alargar más y más esta memoria que construyo para mí y mis propios yos futuros. Con lápices Alpino o no, el caso será dejar las fronteras borrosas, las líneas difusas; «todo lo fugitivo permanece y dura» 😉

Recomendaciones: Sobre los cambios radicales e inesperados en el entorno, sobre la resiliencia, es hermosísimo el documental N-VI . Llegué a él por una recomendación en el último Carballo Interplay. Está dirigida por Pela del Álamo y la podéis ver en Filmin.

Muchas me preguntáis por lo que leo mientras ando por aquí. Ahora estoy releyendo a Thomas Bernhard y lo comparto con la última novela de Agustín Fernández Mallo, Trilogía de la guerra. No me matéis, pero no conseguí terminar Ordesa. De todas formas, yo creo que ya está bien de la mitología que rodea a libros y lectoras; a que la gente recomiende y deje de recomendar,  nos estamos poniendo pelín coñazo.Ya lo decía Celia Cruz: «no hay cama pa tanta gente». Leed y ved mucha mierda también, es fundamental. Telebasura, revistas del corazón, haceos un John Waters. Por vuestro bien: si no hay límites, nada hay que nos estimule.

Música: El tema del momento de novedoso tiene poco. Lo llevo escuchando en bucle porque tengo una semana de celebraciones muy intensa. Y tiene que ser ella, of course, tan rubia, aristocrática, bellísima.

 

 

Señoras que pasman (viendo la vida pasar)

Sin título, voy yo y le pongo uno: «Señora que pasma viendo la vida pasar» https://unsplash.com/@tinaflour

Para Alejandra, a la que le gusta pasmar.

 

Algunos viajes despiertan en ti el espíritu de El turista accidental. Estancias brevísimas, de maleta sin facturar y con cosmética de bolsillo o de muestra de perfumería, ese ir y no ir, un soplo de avión y de tiempo escaso en otro entorno. La maleta merece siempre un capítulo aparte en cada salida de casa: ¿soy yo la única que, pese a consultar tanto la predicción metereológica, siempre lleva de más o de menos, olvida lo fundamental y ya desde el primer día añora aquel jersey que quedó en el armario, sufre por la ausencia de aquellos calcetines que no traje con lo bien que me irían con esta camisa, o me acuso de perder el sentido del color al deshacer la maleta en mi nuevo territorio?  La maleta me incomoda, de verdad que no sé nunca qué llevarme y qué dejar, y no hablemos de esa dificultad añadida de qué zapatos son recomendables para un aeropuerto o no. Vayas a donde vayas, tienes que pasar por ese desnudo impuesto e inconcluso, ese soft porno regulero que es casi de débito conyugal: quitarse el reloj, los pendientes, el cinturón y depositarlos de forma ordenada en un lugar determinado es lo más parecido a los preliminares de un polvo semanal, de bodas de plata, casi obligado y de precepto. ¿Para cuándo la música en ese striptís (me chifla escribir y decir striptís, es maravilloso)? ¿Por qué Spotify no me propone una lista de temazos que vayan desde lo intimista y sensual hasta lo descaradamente trash; por qué no se propone coreografía conjunta en las agencias de viajes, en los mayoristas, en los anuncios de airbnb, en los Skyscanners? Para mí sería más rentable aprender un baile para ese momento que el ofrecimiento de un über en una ciudad europea, más que los regalos de propaganda que adoro y que no sirven para nada, más que cualquier accesorio de bolsillo absurdo,denme un baile de aeropuerto, por favor.

Pero no, no voy a hablar de mis veleidades cabareteras. Quizá siempre que me voy de viaje escribo sobre lo mismo, con la imagen prefabricada del destino que nunca coincide,pero hoy sobre todo escribo más que nada porque quiero dejar un testimonio previo de lo que imagino y contrastarlo con lo que encontraré en realidad. Quiero un post como un trampantojo, quiero un post cápsula del tiempo, quiero un marcapáginas de esa nostalgia anticipada que son los viajes cortos y europeos. Yo viajo y casi no miro ni mapas, me dejo llevar por las ciudades. Porque sí, una es una señora heredera del espíritu del «Grand Tour» y le va la rancia Europa para escaparse, para reposar la mirada, a pesar de que los viajeros no existan ya y hayan sido sustituidos por los turistas. Huyendo de todo eso, quiero un paseo sin marcas en guía turística, en el que pueda perderme cosas a propósito, en el que abrace la nostalgia de mi casa respirando ese aire ajeno y extraño que deberían vender embotellado para aspirar con deleite en épocas de poco salir y de poco mirar. Sería una gran cura, una gran promesa de que todo es cíclico, comenzando por las ganas de perderse.  De perderse y, sobre todo, de observar la vida en una mesa de café, en una silla literaria y gastada, a través de unos cristales lluviosos o a los que yo coloco bruma porque me da la gana, que para eso es mi fantasía, nos han jodío. Y pasmar. Pasmar para poder fabular a gusto, para atrapar a todos los transeúntes que desaparecen de tu vida en un instante, a los que inventas hasta árbol genealógico y  a los que deseas toda la suerte del mundo, todos los happy ends posibles. El viejo militar (me da la gana que sea militar, qué pasa) que me miraba fijamente en el metro de Moscú, con una guerrera llena de medallas y sandalias, cosa más kitsch imposible. La elegante pareja de octogenarios, ella con un abrigo rojo que aventaba la grisura del día; él con una elegante gorra de gentleman mirando con lentitud el escaparate de una librería en York. La madre y el hijo que reían sin parar en un supermercado romano, el niño empeñado en unas piruletas, la madre devolvíendolas con paciencia infinita a la estantería. La pandilla a mi lado en una terraza de Ferrara que ponían a parir al marido de otra amiga, qué bien me lo pasé escuchando, cómo espabilé mi italiano ese día. ¿Qué harían al volver a casa, dónde les esperaría la muerte o la tristeza, qué más alegrías vendrían a partir de ahí?

Pasmar es un descanso para la memoria, es crear una ficción a medida y también apartarla si lo deseas. Es tuya, es pasmar. Es bueno pasmar para dar valor a lo que te rodea: tu vida se inserta en otras en una escala determinada,no eres más pequeña por viajar menos, los destinos pueden estar en la puerta de enfrente ; el principal viaje, el más épico, es el que tiene que ver con lo que vemos todos los días. Y observar tu vecindario, las colas de la frutería, el hombre acodado en la ventana que también pasma tanto como tú, los juegos, las risas, lo lento. Antes de ponerme Paulo Coelho y empezar a hacer subir los niveles de glucosa a quien haya llegado hasta aquí, no tengo más que decir hoy que cambio de atalaya para pasmar, para ver, para inventar. Por unos días, escuchando otro acento, leyendo la lluvia en otras baldosas diferentes. Y fantaseo mucho en los aeropuertos con encuentros imposibles, pero eso es otra historia, mucho menos pasmona, para otro día.

Si al final, de cada viaje, por muy épico que sea, una parte muy molona es regresar. Regresar y seguir pasmando, eso es. Hasta la vuelta.

Cosas que me llevo en la maleta:

Ordesa de Manuel Vilas

Noites de safari de Marleen MaLone

La construcción de los entusiasmos

running-into-adam_652x435

Hanna y Adam

Del lado de acá:

Los viajes están lejos de la constatación del tópico.  No puede una, por ejemplo, guardarse el folleto turístico y esperar, una por una, que se resuelvan todas las expectativas sin sorprendernos: la simpatía y los tórridos romances en Italia, la perfecta caja de bombones parisina, la niebla circunspecta y tan british, el jazz desgastado de Nueva Orleans. No. UN viaje debe desprenderse de toda aquella construcción proporcionada por el cine, la literatura, la imaginería colectiva. Borrarse de opiniones y contrastes, lanzarse a la piscina de lo propio, aguardar con la mente virgen.

Del lado de allá:

Sí, ma non troppo: queremos que Viena tenga noria y la música de El tercer hombre, también a  Sissi y Francisco José en su imperio de tarta con nata.  Roma puede ser aperta y Pina corre desesperada o es, también y ya puestos, un paseo  por el alucinado Bomarzo. O la llegada a Ostia de Nanni Moretti tras las huellas de Pasolini.  Venezia es Mahler y Dirk Bogarde. También queremos  el Berlín de Isherwood , el Chicago de los Intocables y la Philadelphia de Katherine y Cary. Por no hablar de la tele y sus Sopranos, el mar bañado de alcohol bajo el ceño de Buscemi a orillas de Atlantic City (que es muy Burt Lancaster). O meterse una carrera imposible, arf, arf, tras Ewan McGregor, quién lo pillara, por Princess Street  por Edimburgo adelante, escuchando a Iggy Pop de fondo, y con la declaración de principios más nihilista del mundo. Qué grunge me suena :» Choose life, choose a job…».

¿Qué queremos al viajar? ¿Comprobar nuestras intuiciones y verificarlas o bien asumir la posible sorpresa? ¿Qué equipaje hemos incluido de antemano además del inevitable chubasquero: expectativas, posibles decepciones, optimismo a priori? Un viajero, lo sabemos, tiene siempre abierto el billete de vuelta. El turista cierra todo. ¿A qué viene todo esto? A que después de los viajes del verano, hablamos y hablamos, de vuelta en nuestras ciudades provincianas-más grises que antes, mucho menos asumibles- de lo que esperábamos y lo que encontramos. Lo que esperamos, siempre, es una mezcla alucinada de literaturas y cines, de las opiniones de los otros, una papilla audiovisual y escrita de  tantas citas e imágenes.  La ciudad de las filias y fobias, de la fascinación y la mueca displicente es Nueva York.  Hay tanto de ella en nosotros, tanto fotograma y tanto Woody, que es imposible no reconocerla, si no palmo a palmo,sí en gran medida. Ese y no otro es el «problema»: las ciudades, los lugares que son ya tuyos antes de conocerlos, que son la  propia construcción de tu entusiasmo, víctimas, sin pretenderlo, de una suerte de «cinematrografismo literaturizado».   A lo mejor, aunque quieras encontrarte con Lena Dunham o flipes tanto como yo con algunas escenas de Erase una vez en América, a lo mejor, y sólo a lo mejor, no necesitas ir.  Y no porque te decepcione en un sentido estricto de la palabra sino porque quizás veas un parque temático y no una ciudad. No es mi caso, repito, no he tenido esa sensación nunca. Pero construir el propio entusiasmo, como digo, es una tarea privada e independiente.  Y que depende del baremo que queramos utilizar.

Creo que es legítimo ser dueño y señor de los lugares que magnificas o que, incluso, borras de tu barra de favoritos. Vas cambiando también con los años, como en todo, aunque lo que te sorprende una vez puede seguir haciéndolo más veces. San Francisco me ha fascinado siempre  y bajar en coche por la calle Lombard una obligación que, ojalá, pueda repetir alguna vez.  Y, qué demonios, me encantaría bañarme en la Fontana di Trevi mientras Marcello me observa fascinado.  Y acepto, como espectadora, como viajera, el final del espectáculo como lo que es: una salida del cine, guardar una entrada de la película , hacer álbumes y coleccionar recuerdos.  Un pacto de principio a fin, tan valioso como el de la ficción, tan sobrio como un acuerdo entre partes.

Mientras sueño con nuevas mochilas y aeropuertos, paseo por la ciudad que visito a diario.  Donde la piedra se viste de lluvia, recóndita y amable, triste e introspectiva, que es a veces parque temático y otras un castillo propio en un mundo  que lleva mi nombre. Y, como dice un buen amigo, entrar en un bar y observar las vidas de otros es una forma de viaje. A partir de ahí se construye la literatura.  Desde el primer párrafo a este último, creo que hemos recorrido un curioso viaje de ida y vuelta. Abrir los ojos, encontrarme con los tuyos, la forma más hermosa de salir de casa.

Navegador de artículos