Memorabilia

Wellcome Collection gallery (2018-03-31): https://wellcomecollection.org/works/mzvgyzbt CC-BY-4.0
La vida de una persona, y hablo con rotundidad porque ya tengo una «atalaya respetable desde la que contemplar el devenir» tiene hitos gloriosos, trágicos, incoherentes, aventureros, injustos y despiadados, banales y excitantes, divertidos, todo lo que queráis. Pero hay uno, que en mi caso se ha repetido varias veces, que conjuga todo lo anterior y es la mudanza. No hablo únicamente del hecho de que todo aquello que parece caber en cuatro cajas de Gadis es geomética y matemáticamente imposible que así suceda cuando empezamos a llenarlas. Llenar cajas es un cruce entre Sísifo y Prometeo, una delgada línea roja entre la locura y la sensatez, entre la imposible idea (para mí) de deshacerme de todo y vivir a lo minimal y la asunción, cabizbaja y humillada, de que guardo todo tipo de recuedos, objetos, inutilidades que forman parte de mí y se vienen a donde yo vaya dentro del caparazón de caracol. Que luego me horrorice cargar con recortes de artículos de prensa (!), con postales viejas y cartas como signos de otra época, con cajas de posavasos y bolígrafos que ya no pintan, pero que cogí en hoteles en los que fui feliz un fin de semana, con servilletas donde hicimos dibujos, con pequeños apuntes y notas de algún teléfono que daba igual apuntarlo porque no iba a olvidarlo en la vida, eso, digo, es parte de la incoherencia que generan los buenos propósitos, esas manchas en una agenda por estrenar, tan impoluta que da miedo en su blancura. Me he llevado, en sucesivos cambios de casa, un paraguas que nunca abrió bien pero que lleva en casa toda la vida y no voy a abandonarlo, esas tazas preciosas para té a mí que no me gusta el té, una bufanda llena de enganches que me ponía en inviernos de Compostela, unas sombrillas hawaianas para un cóctel que tomé en mis años angelinos, sintiéndome sofisticada y cool, antes de comprender que ser sofisticado y cool no tenía nada que ver con tomar cócteles con sombrillas hawaianas en miniatura. Todo esto, que hay que abandonar alguna vez por el bien de nuestras espaldas y porque no nos alcanza la vida para contener tanta melancolía, es un mantra que no se cumple y del que ya he hablado por aquí. Quizá los objetos de los que nos deshacemos, y también aquellos que conservamos, formen parte de un orden paralelo de las cosas, de una especie de poética absurda que los relaciona entre sí. Como en las etiquetas que ponemos en las redes sociales, en las localizaciones que usamos, todo va alineándose y mostrando una similitud de espacios pero no de personajes, de extrañezas increíbles de personas y acontecimientos: si pulso sobre un lugar en el que estuve me devuelven imágenes sin fin de personas desconocidas, sonrientes o en actitudes para mí desconcertantes, todo eso está dentro de una etiqueta somera en una red social, mil mundos en un solo lugar, desconocidas las unas para las otras. Esta hermandad en lo desconocido me provoca algo de angustia y también de habitar quizá un espacio y tiempo inadecuados, de ser una especie de recorte de corta y pega en un paisaje acartonado. No sé si pertenecemos a los lugares o somos, quizá, una creación de nosotros en esos lugares, en cualquier caso, da lo mismo: seguiremos pensando que ser parte de ese lugar y ese momento no nos hace esencialmente únicos, no nos nombra. Pero esa es otra historia y yo vengo a hablar de memorabilia.
La definición de memorabilia es algo vaga, por eso me gusta. Puede referirse a esas colecciones de objetos relacionados con alguien, sea esto coleccionismo fan o simplemente fetichismo. La memorabilia pueden ser esos souvenirs espantosos que se venden en las calles de las ciudades con casco histórico bellísimo y tiendas de recuerdos horripilantes, es casi un binomio sin disociación posible. Pero la memorabilia es también, o quizá yo me lo invento porque tengo mucha fe en mi capacidad neologista, ese afán de crear el propio recuerdo, de dotarlo de significado, de registrarlo de un modo breve, sin que tenga un cartel de algún lugar. Hay olores y sabores de infancia, vaya por Dios, que siempre hay que hablar de la puta magdalena. Pero también hay olor a lejía y garrapiñadas, a la colonia Atkinsons de mi padre y al betún de los zapatos que se limpiaban los domingos. En lo doméstico hay una construcción personal y algo poética del recuerdo; otras, las fijamos nosotros porque sí. Decía María Cousillas el otro día que cada vez que comprásemos un libro,tendríamos que registrar dónde lo hicimos, con quién estábamos, una cápsula de memoria de aquel día en aquel lugar. Asentí con cierta complicidad, pero lo cierto es que dejé de hacerlo hace tiempo. Fui a las revueltas estanterías y empecé a buscar. Sí, en 2002 compré El sueño más dulce, de Doris Lessing en Follas Novas, Compostela. Y debajo añadí: «Estoy con Jorge Domonte». Y me había olvidado de aquel día, era junio también, en que paseamos por el campus sur hablando de amores imposibles y de pianistas favoritos. Puedo recordar la luz preciosa delante de la Facultad de Químicas, la voz pausada de Jorge en aquella conversación, fue desenredar un hilo de forma sencilla. Busqué más y siempre encontré pautas que me hicieron reencontrarme con viejas hojas de calendario: las cartas de Silvia Plath a su madre que compré en un catálogo de librería de segunda mano, por correspondencia y que me entregaron en Iria Flavia,donde yo trabajaba entonces. Fue en 1996, un día de otoño. Aquellas cartas me acompañaron en mis solitarias comidas al mediodía y volaron a otras manos antes de volver a casa. Compré un libro sobre Girlzzzz en comic en la librería de la Secession de Viena que registré al momento, tanta ilusión me hacía comprar allí un libro que desconocía: From girls to grlzz ; un un tebeo de Dylan Dog en Bologna (apunté que el librero me alabó el gusto, un señor muy encorvadito que envolvió los libros pulcramente) y un calendario irreverente y divertido que, desde la estantería de mi casa en Montealto, me recuerda una sofocante tarde de julio en Nueva York, muerta de risa con Virginia, espiando a un librero guapísimo entre las baldas de Strand Bookstore, la madre de todas las librerías. Otras memorabilia en libros me recordaron a quien ya no está- ¡existen tantas formas de no estar!- pero que me acompañaron días de lluvia o de invierno (mis favoritos para comprar y regalar libros) en otras ciudades, asi en otras vidas. Pepa, Carlos, Toño, fuisteis escuderos en aquellos días apresurados.
He vuelto a crear memorabilia de libro: cuando llega a mí, a veces regalado, me sirve también para prolongar el momento de sorpresa. Hay que poner siempre quién nos lo regala, dónde estábamos, buscar un bolígrafo rápidamente para, como Perec, ejercer una tentativa de agotar un espacio, un momento en la vida que puede ser descongelado más adelante. Y, sobre todo, servir como llamadas de atención hacia el futuro, como pequeños post-it qu nos ayuden a dejar la melancolía en su sitio, domesticada y formal, sin desbocarse, que ni de coña los tiempos pasados fueron mejores. La memorabilia es, para mí, el cambio de mi caligrafía a lo largo de los años, pero lo es también la recopilación de las ajenas. Libros dedicados por quienes los escribieron, en la prosa apurada y reglamentaria de la Feria del Libro, otras veces con la temblona letra que nos dan las cervezas, cuando te hacen un regalo de cumpleaños para marcar el futuro. Pienso, también, que un cuaderno digital es una forma algo rara de memorabilia, porque no todo puede, ni debe, guardarse en estanterías. Hay cosas que para siempre te llevas puestas.
Leo:
Quemar libros: una destrucción deliberada del conocimiento de Richard Ovenden (Crítica, 2021) De por qué la apropiación de bibliotecas como botín, la quema de libros y el borrado de identidad siguen siendo, a día de hoy, vigentes. Ovenden es, entre otras muchas cosas, director de la Bodleian de Oxford.
As malas mulleres de Marilar Aleixandre (Galaxia, 2021). Concepción Arenal y Juana de Vega eran amigas y se reunían en el 56 de la calle Real, lugar que conozco muy bien. En esa amistad, en esas reuniones, surge el interés de dignificar la vida de las presas de la Galera, cárcel de mujeres de Coruña. Y, sobre todo, conocer sus historias y comprender que la pobreza es siempre una pauta de vulnerabilidad ante la justicia.
Veo:
Halston en Netflix. Excéntrico y egocéntrico, creador genial y vanidoso insufrible. Gasta en orquídeas porque las necesita y en coca porque le gusta. Solo por ver a Ewan Mc Gregor y la recreación de los locos años de Studio 54 vale la pena.
Escucho:
Muchos podcasts. Necesito conversaciones y ahora se van de vacaciones Estirando el chicle, pero sigo con los de Radio3 y Radio Nacional (Café del sur, Efecto Doppler, La estación azul…)