Hijos (11): madres e hijas

Laia Costa y Susi Sánchez, madre e hija, mujeres, en Cinco lobitos
Para María Cousillas
Hace un tiempo, cuando el mundo se paró ante nuestra perplejidad, el temor y las órdenes nos dieron un tiempo para bucear en armarios y carpetas olvidadas. Hubo quien retomó agendas, aquellos pequeños compendios de mundosl donde apuntabas, aunque supieses de memoria, números y direcciones. Las agendas situaban nuestro mundo en otro mundo: el de las amistades de ese momento, los chicos favoritos, las persianas rebeldes de aquel pequeño apartamento al que venía el señor que encabezaba la S y que no era otro que «señor de las persianas». En el tiempo detenido, digo, muchas miraron con estupor antiguos números sin prefijos, los primeros móviles, los primeros en muchas cosas que después pasaron a ser recuerdos, tan borrosos como las chicas del fondo de una foto del instituto. Surgió un extraño sentimiento entre curiosidad y vértigo, una extrañeza algo morbosa y también el afán de reconciliación, esos pequeños testamentos en vida que hacemos cuando nos vemos al borde de algún abismo. Llamadas o mensajes de exnovios, de amigas con las que no hablas porque la vida es lo que es y ya, de compañeros de otros trabajos o de quien en algún momento te hizo temblar de ilusión (los menos, la verdad). Esas viejas agendas tuvieron una segunda vida en un momento en el que temíamos por el mundo, por el futuro sea eso lo que sea. Yo encontré una donde había escrito en la inicial adecuada un número que no habría necesitado apuntar jamás, lo memoricé al instante, aunque guardé con displicencia el trocito de hoja de cuaderno en el que él lo había apuntado. Solo recuerdo su flequillo soleado al marcharse y la presión de mis nudillos apretando aquel papel dentro del bolsillo de mi chubasquero, no podía perderlo, ese número era el compendio de un mundo. No se sabía de cuál, pero de alguno. Más tarde, el tiempo alineó los planetas y sí, es verdad, no necesitaba el papel porque la letanía de unos números hasta ese día innecesarios, aleatorios, inútiles, cobraban una vida en mi cabeza, en la construcción de un futuro volátil, que es como tienen que ser los futuros.
He empezado hablando de lo antiguo que invita a la nostalgia: los números de teléfono de otros, de otras, con su armonía salvadora, silenciosa y exasperante otras veces. Miraba de niña los listines que rellenaba mi madre con su pulcra letra inglesa, aquellas amigas allí escritas a las que yo recordaba vagamente, con su dirección debajo para enviar, a principios de diciembre, la participación de lotería y la felicitación navideña. Mi padre tiene en un bloc imantado en la nevera unos números (el mío, el de primas, de amigos cercanos, cada vez, claro, menos ) mezclados con el prosaísmo de la tintorería que recoge a domicilio, el de la médica de cabecera o la gestoría del edificio. No borramos números, incorporamos más, incluso cuando aquellos han quedado obsoletos, fuera de juego o no tienen mucho sentido. Recorro a veces ese abecedario uniforme que es la agenda de mi teléfono móvil y encuentro algunos teléfonos a los que acompañaría el silencio en caso de pulsar sobre ellos o una voz que nos informaría que está fuera de cobertura, desconectado o que existe solo en un pasado nuestro que ya no es. Tengo todavía «mamá», «Casa de las tías», y algún otro que no desaparecerá de ese espacio, le corresponde, no será usurpado por cualquier otro. Creo que ese puzzle que son los afectos estaría incompleto sin esa porción de recuerdo inútil pero reconfortante, de esa cápsula del tiempo inversa,que es saber que todo eso no se lo robamos a nadie, le pertenece a quien ha dejado su silla vacía. Su DNI, su anticuado teléfono móvil, su tarjeta de bus, todo quizá metido en una carpeta de cartón con gomas, al fondo de un cajón, ocupando también su lugar de silencio. Todo ese orden diminuto está siempre dispuesto para ser habitado por la agridulce melancolía. Aunque sea ley de vida perder a quienes nos preceden,
Una de mis películas favoritas de este año, Cinco lobitos, partía de la reciente maternidad de la protagonista para exponer lo que tantas hemos vivido : la dificultad de que madres e hijas se entiendan, con el gap generacional y los constantes desencuentros producto del exceso de amor o de la restrictiva educación entendida como un «meter en vereda». Añadamos a eso las perspectivas e ideas diferentes sobre cuidados y trabajo, sobre parejas y familias, casi sobre todo. No hablemos ya de la afortunadamente superada edad de la arrogancia, llena de portazos y lloros incansables, de instalarse en una especie de «no future» hosco y defensivo. Madres e hijas, partiendo del amor mutuo, no sabemos recorrer sin sobresaltos juntas ese camino, mitificando también la relación basándonos en otras ficticias. Quizá en la realidad solamente pueda ser eso: un ping pong, un situarse en la diferencia, en la alteridad. Hasta que un buen día las hijas somos madres o madres de nuestras madres porque la edad y los achaques llegan y empezamos a acercarnos de otro modo, a tolerarnos, a «convivirnos»; las confidencias son tales, las recriminaciones serán menos, porque, por fin y por encima de todo, comenzamos a entendernos como mujeres, ambas desde la madurez.
Una buena amiga ha perdido recientemente a su madre. Yo he dicho en muchas ocasiones que el dolor y el desconcierto que provoca la orfandad en edad adulta no se tiene en cuenta, no hablamos de ese vacío entendiendo que es ley de vida. Y es un dolor también profundo que, quizá, no nos sitúa en ese terrible desamparo que es la pérdida en la infancia, cuando son esa mano que te sostiene, el orden doméstico necesario, la regularidad, el sentir el amor de forma casi natural. Cuando eres adulta y fallecen tus padres, piensas de otra forma en tu propia mortalidad, recorres todo ese camino de desencuentros y desapegos que se han producido a lo largo de los años, te castigas un poco más pero, y ese es también el milagro, recuerdas a esos adultos que fueron tus padres también como una adulta: comprendes sus errores si tú estás también educando, eres mucho más tolerante con algunos pasados; con otros, esto es cierto, no. Somos libres, es verdad, para construir y edulcorar nuestros recuerdos, lo somos también para enjuiciar o creer lo que nos parezca mejor. Pero ese entendimiento que se va produciendo al final es lo que hace que queramos, de vez en cuando, abrir de nuevo esa carpeta con gomas que tiene un DNI, listines de teléfonos de otros, tarjetas de bus, con la fascinación informada de quien conoce el contenido pero necesita de nuevo verlo, apelar a esa idea y tenerla viva, cercana. Los objetos, esos anclajes.
Mi amiga me manda por whatsapp una foto de su madre en la juventud. Es una de esas fotos de estudio en blanco y negro, donde una mujer muy hermosa mira sonriendo a la cámara. Desconocía, claro, ese futuro con una hija buena, con la que conviviría también y que la cuidaría hasta el final. Es también extraño para mí observar la belleza de una mujer desconocida que fue parte importante de la vida de alguien. Mi amiga tiene ahora la tarea de reconstruir para sí misma un espacio compartido en el que podrá palpar la ausencia, pero también izar sus futuros a través de sus recuerdos, de esas cápsulas del tiempo, de esos álbumes de fotos, de esos armarios de vida.
Comencé hablando de las agendas olvidadas, de los números de teléfono que son solamente negro sobre blanco, pero que construyeron lazos, mundos, lugares para habitar. De agendas amontonadas porque no queremos que todo eso se vaya de su hábitat natural, los cajones que abrimos en domingo o en pandemias. Y sí, aunque no lo parezca, tiene que ver con todo lo anteriormente expuesto sobre Cinco lobitos, sobre el duelo y la memoria, sobre reconstruir espacios y habitarlos con los recuerdos, sobre las madres. El recuerdo, creo yo, es siempre vida. Incluso en carpetas de cartón con gomas.
MOMENTO DE AUTOBOMBO : He escrito mucho sobre hijos, hijas, madres, padres. Lo último, aquí. También sobre duelos y cuentos de Navidad, por ejemplo, aquí.
LEO
Vengo de ese miedo. Miguel Ángel Oeste Posiblemente el libro más oscuro y sobrecogedor que he leído en 2022. Y diría, usando un calificativo que no me convence demasiado en literatura, necesario. De cómo construimos el odio en los espacios que, naturalmente, han de ser reservados para el amor, del pánico y la alerta constante ante la violencia, del nebuloso futuro. Una absoluta barbaridad de libro. Y he vuelto a Vivian Gornick, pero eso lo dejo para el futuro club de lectura (ya os contaré).
VEO
Total Control (Filmin). En el otro lado del (nuestro) mundo, las antípodas, se hace una tele la mar de interesante. Una de las protagonistas de este drama político, con los entresijos, luces y sombras del poder, era mi actriz fav de una serie que me encatnaba en los 90, Vidas secretas. Y la otra, bua, la otra no es ni más ni menos que Rachel Griffiths, la MARAVILLOSA Brenda de Six feet under y, como no, la Sarah Walker de Brothers and sisters.
ESCUCHO
Estoy escuchando compulsivamente la discografía de Vainica doble. También a Las hijas de Felipe y su elogio de lo diminuto, las Punzadas sonoras y un podcast con el que me tiro por el suelo de risa : Mamarazzis, con Laura Fa y Lorena Vázquez, crónica rosa con perspectiva de género y mucha, mucha diversión, autocrítica, sofocos y contradicciones. Son estupendas.
Gracias por tus escritos, extraordinarias prosa y sensibilidad.
Gracias a ti por leerme y por tus palabras, Alicia. Un abrazo grande y mi deseo de un año lleno de alegrías.