Desaparecer
Leo un artículo sobre la poeta Blanca Andreu que decidió un buen día borrarse, desaparecer, pero no al modo de Salinger o Bobby Fischer, se fue al modo en que lo hacen las niñas de provincias que nunca escogieron ese título para un poemario. Se fue a Orihuela al duelo y a la serenidad, alejándose del abrumador sentido de la nada que es la fama, el resaltar, el aparecer como un cromo repetido en todas partes. Es curioso cómo las escritoras no saben cómo nos han acompañado, cómo hemos musitado versos y párrafos con fiereza, admiración y la encendida pleitesía de Bartleby. Hoy es día 24 de julio y hace exactamente treinta y un años que mi amiga Pepa se fue no por voluntad propia ni mucho menos, sino porque las enfermedades son ese moverle los marcos a la juventud. ese croque en la cabeza que te aleja de tu vida airada y de vuelta de todo para recordarte que aquí hay también que también despojarse. Pepa, decía yo antes de divagar, y yo nos compramos un cuaderno de cuentas antiguo, apaisado y con rayas, en una papelería de las Cinco Calles en Compostela. Creo que fue en 1986, pero la memoria nos hace órdagos a la grande de vez en cuando. Nos gustaba ese cuaderno como nos gustaba escribir con pluma, ver cómo se deslizaba la tinta en aquel papel rayado que se pondría amarillo con los años, guardado en esas cajas de mudanza que nunca vas a volver a abrir. Yo escribía citas de libros, con la ingenuidad de quien cree descubrir algo por primera vez. Una era de Blanca Andreu, de aquel libro cuyo título ella no escogió y que a mí me fascinaba De una niña de provincias que se vino a vivir a un Chagall. Mi cita hablaba de «amor y la niña rusa que devoraba reno asado y bebía líquen /amor, la nña rusa que leía a Tom Wolfe». Aquel libro de título impuesto había ganado el Adonais, el premio que Patty Diphusa decía que era imprescindible para poder llamarse poeta. A lo abrumador y ruidoso siguió un telón y seguir moviéndose entre bambalinas, lejos del foco. Y la cita seguía escrita a pluma en aquel cuaderno, que viajó en mochilas y maletas, que habitó muebles que no eran míos y que quedaron atrás, como tantas cosas, en las distintos lugares donde hice algo parecido a un nido. Siguieron ahí y en mi cabeza, a veces imaginando dónde podía colocarlos. A Blanca Andreu solamente la vi una vez, con un perrito blanco y chillón, en la librería Colón, aquella casa que muchas tuvimos durante años en Coruña. Recuerdo que se compró La casa de los mangos azules de David Davidar. Yo la miraba de reojo buscando su monedero para pagar en la caja, y pensaba en Tom Wolfe y unos versos que dormían ahora en un papel cada vez más amarillento, pensaba que aquella mujer que acallaba a un perro díscolo, que estaba compartiendo espacio conmigo en aquel lugar, desconocía que de algún modo me había acompañado muchos años, sin saberlo ni pensar tampoco de quién son realmente los versos, quién se los lleva de bruces a lo largo de la vida, esos versos o letanías que aprendemos a veces porque necesitamos recordarlos y otras, las más, porque han caído de sorpresa, han salido de una chistera, los acoges. Yo pensaba en todo esto de forma confusa y la veía alejarse siendo ya una silueta, siendo el ruido de una puerta que se cierra, de una calle que puebla de ruidos nuestros recuerdos.
Hoy es un día desordenado como todos los festivos que se encadenan. Pensando en las desapariciones voluntarias, en alejarse de cualquier epicentro, pienso también en otras volatilizaciones, las que son producto de una mala gestión de la honestidad, de la desidia o, sencillamente, de lugares o espacios que no interesan pero con la incapacidad de afrontar ese momento de decir, como en la novela de Echenoz, «Me voy». Una, es verdad, puede escurrirse entre los mimbres de una amistad recién creada, de una relación que está empezando a fluir, sea en la dirección que sea. Y de repente, nada, silencio, se rompen los puentes, los mimbres, se han ido los perfiles, las amarras. Y una se queda con cara de tonta, con esa terrible y mala idea de que es tonta o muy cándida, cuando, en realidad, no hay explicación más allá de la política del avestruz. Desaparecer, con todas las consecuencias, es hacerlo con la idea de me voy porque no dejo detrás nada que pueda romperse, que pueda dañarse, me llevo mi maleta llena de mis pocas o inexistentes certezas, pero no voy a romper el cable de un teléfono, a borrar esa intimidad recién creada, a no decir el cómo ni el por qué, a dejarte un hueco que escuece como una muela recién extraída, que, caramba, es nuestra aunque no nos valga. A esa desaparición sin explicaciones ni motivo compartido, porque siempre hay un motivo, siempre, ahora le llaman ghosting. Y bueno, qué queréis: de fantasmas vamos servidas. ¿o no?
-He leído Peyton Place de Grace Metalious en Blackie Books. Una de las perturbaciones de mi tardía infancia fue ver Vidas borrascosas, que fue el título que pusieron a la versión cinematográfica. La novela es de una crudeza tremenda y describe perfectamente las relaciones podridas en un pueblo pequeño con cuestiones como el aborto, el racismo, la nula conciencia de clase, las élites y sus desmanes. No cuento más porque ya di la brasa en Instagram con esto: tan solo dejo aquí la idea fundamental, el infierno es un lugar cotidiano y con horarios comerciales.
-Os recomiendo totalmente Tres veranos de Margarita Liberaki (Periférica) Una educación sentimental de tres hermanas tan distintas como son las hermanas entre sí. Estamos ante tres veranos sofocantes en una casa a las afueras de Atenas, hay distintos telones de fondo políticos y sociales, pero tenemos una familia curiosa y con secretos que huelen a baúl cerrado, a historias reinventadas, a sueños magnificados. No me extraña que fuese una de las novelas favoritas de Camus: es extraordinariamente luminosa.
Lloré de risa con la serie I love that for you con mi nueva ídola Vanessa Bayer. ¿Qué se puede esperar de una niña con una condición especial adicta a la teletienda y que ya adulta, se presenta a un casting para ser presentadora del principal programa de teletienda? Pues hacer valer esa condición especial.
Y de propina, lo que vi ayer en Santiago: