Anchoas y Tigretones

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Tarjetas de visita

1960s Two Women Sitting Together Gossiping Under Hairdresser Hair Dryer

Creo que ya lo he contado, pero las teclas dormidas y las tardes de domingo son para repetir historias. Hace tiempo, en esa tarea que ojalá nunca debiésemos hacer, vaciando cajones ajenos para dar paso a un nuevo momento en la vida, empaquetando o tirando sabe qué a la basura, eencontré una pequeña cajita con el logo de una imprenta. Dentro, aquellas tarjetas de visita que hoy ni son casi un recuerdo. Las tarjetas eran del año 66, lo deduje por el texto, y en impecable letra inglesa los nombres de mis padres, la dirección y teléfono, sin código postal ni prefijo, eran los años sin códigos postales ni prefijos, sin terapias contra la soledad porque todo brillaba menos porque, quizá y tan solo quizá, se necesitase menos porque había mucho menos. Aquellas tarjetas tenían esa melancolía anidada que desprenden los objetos fuera de su espacio y de su tiempo, esos objetos que quieren abandonar una orfandad acumulada y lanzarse a nuestros brazos. Los nombres de mis padres, la dirección en la que yo viví tantos años-donde subí escaleras llegando tarde o con un mediocre boletín de notas, donde guardé tabaco en un agujero del pasamanos aunque eso ya es otra historia- eran ajenos a mí porque yo, sencillamente ahí no existía. Y debajo, la leyenda hermosa por antigua y rara: «ofrecen a vd. su casa». Imagino su ilusión volviendo, recién casados de la imprenta, viendo a través del plástico transparente de aquella caja sus nombres normales investidos de la solemnidad que dan las publicaciones, sean como sean, estén donde estén. Quienes serían esos «ustedes «, habrían tomado café en unas tazas que guardo ahora empaquetadas, admirado las fotografías en marcos recién estrenados, la impoluta limpieza de la moqueta, las plantas trepadoras de la galería. Qué violento es el tiempo sobre los objetos y sus recuerdos inventados.

Las tarjetas de visita eran un anclaje algo mentiroso al mundo. Zanjaban en una línea quién eras, dónde vivías, a qué te dedicabas. No tenía una tarjeta quien no tuviese algo que ofrecer, fuese casa, un servicio laboral, una amistad algo tímida, un puente entre soledades. Las echo de menos, tuve unas de juguete de niña y las agoté en ese propio cumpleaños, pisoteadas en el suelo con restos de serpentina y confetti, aunque quizá confunda el fin de año con el cumpleaños, que casi es lo mismo. Una fantasía infantil era la impostura de inventarse una ocupación para ponerla en aquellas tarjetas color de rosa. Los viejos chistes de ser modelo y actriz no habían aún cuajado en las presentaciones, pero yo, que quería ser monja e indio de mayor (profesiones bastante complementarias por otro lado), nunca encontré una palabra que definiese mi dispersión. Yo era un poco profesora, aspirante a escritora y astronauta, me imaginaba la mar de mona en un laboratorio rodeada de probetas, jamás en un hospital, eso nunca. Pero también plantando cosas- utilizo la palabra «cosas» on purpose, no he tenido aldea y sé poco de sachar y plantar- parando al mediodía para descansar y darme al descanso o a la oración (Jesuitinas made me, u know) como en el cuadro de Millet. Pensaba también en ser conferenciante, catedrática, taxista (esto me duró mucho tiempo), amiga del panadero de Barrio Sésamo (era una profesión, no hacían nada, pero estaban) y un millón de cosas más. Si las pulsiones infantiles sobreviven un poco, quizá ese sea el motivo de ser dispersa, de que me interesen muchas cosas pero sea poco ducha en casi todo. Esa idea de probar- del lettering al club de teatro, del bordado a la meditación- se complica precisamente en el marco de actividades pretendidamente abiertas. Ojo, que cada vez que veo una actividad que me apetece me pregunto cuánto van a tardar en preguntarme qué hace una bibliotecaria allí: desde gestión cultural a redes sociales, la sonrisita sardónica que no falte, claro. Prescindiendo del viejo estereotipo que, personalmente, me la sopla- igual que el sacar pecho con listados de películas donde salen bibliotecas, la constante disposición al agravio de una profesión minorizada y, sobre todo, el orgullo librarian que es bastante vaya por Dios- ser bibliotecaria, y no cualquier otra cosa, es casi seguro recibir una mezcla entre extrañeza, lástima y falsa solidaridad (a no ser que manejen referentes de cultura pulp, en cuyo caso les perdono todo).

Pero en realidad yo venía a hablar de otra cosa, además de nostalgias y cajas recién encontrades. Existen en todas las comunidades, grandes o pequeñas, pero fundamentalmente en las pequeñas, los y las repartidores de carnets de legitimidad. A mí una escritora local, subrayo el adjetivo, me preguntó que qué hacía yo en la presentación de un libro. Imagino que lo mismo que ella, o quizá no exactamente: el hecho de que te la sople completamente hacer la pelota te da la libertad de ir a donde te dé la gana. A mi querida P., una señora algo paleta y seguramente con un ego inaudito e innecesario, le recriminó estar en un jurado porque «quién eres tú para estar aquí». Una persona que me pidió ayuda para difundir un librito me pidió que destacase algún aspecto de mi trayectoria, porque no la entendía (WTF!) y «tenemos que poner algo en la nota que enviaremos a la prensa». El «¿y tú que haces aquí?», primo hermano del «¿Y tú de quién vienes siendo?» es una constante en el mundo cultureta revenido, pero también en algunos bares con filtro de modernez, en espacios ya domesticados por élites endógenas y displicentes que son, a fin de cuentas, lo que son las élites. La idea de que una pertenece a un cardume, a un ecosistema cerrado, es bastante provinciano y excluyente. La frase ahí es muchas veces «Pero, cómo no vas a conocer a Menganito». Pues llevo 55 años sin conocerlo y tampoco me ha ido tan mal, mulleriña. Porque ya hablamos de los síndromes de la impostora, pero poco de las impulsoras del síndrome.

Por eso, casi miro y acaricio con nostalgia estas tarjetas de visita que he rescatado. No pretendían ser nada más que cortesía, un modo bonito y algo historiado de situarse en el mundo. La diferencia es que tú las creabas y tú las repartías a quien te parecía, nadie las cuestionaba, eran un agradecimiento y una invitación. Que alguien reparta esos carnets de legitimidad de los que hablaba antes, no es más que un favor para ahorrarte la terapia o el venirte abajo como posible impostora: decid que sí. Cada vez que os ofrezcan algo, presentar un libro, participar en un foro, en un debate, decid que sí. Porque, por supuesto, siempre habrá quien lo pueda hacer mejor, a quien no le gustes tú ni tu pelo azul ni que sepas más o menos del tema. Incluso, y es muy posible, que lo hagas rematadamente mal, vaya como el orto: no pasa nada, no te has tatuado una falta de ortografía en la cara ni has matado a Kennedy. Lo importante es no ceder milímetros ante quien quiere quitarnos, porque sí, todo el espacio: pasar de todo eso es la mejor tarjeta de visita.

Leo/veo/escucho

Leed Literary World de Posy Simmonds, ahora que lo han traducido al español. Es estupenda la casi hagiografía, pero llena de salseo del bueno, Carmen Balcells, traficante de palabras de Carme Riera. Leed también Cauterio de Lucía Lijtmaer y Los sentimientos del príncipe Carlos de Liv Stromqvist. Y cómo no: esa fantasía maravillosa que es Cocido y violonchelo de Mercedes Cebrián. Esperan muchas cosas en la mesilla, pero vamos lentas últimamente.

He visto dos series que me han gustado mucho, por razones diferentes. Una es A sort of, donde encuentro el que creo que es el personaje que más me ha interesado en una serie en mucho tiempo: Sabi Mehboob, paquistaní-canadiense, de género fluido que lidia con convenciones, libertad y la responsabilidad de ser el único interlocutor de los niños a los que cuida. Ojalá una segunda temporada pronto: mitiquísima la conversación en el desayuno con su amiga trans. Está en Movistar. La otra es Single drunk female (traducida, madre mía, como Vaya tela, Sam!). El recorrido por la neosobriedad, la vuelta a vivir con una madre (que es Ally Sheedy, la freak de El club de los cinco) a tu pequeña ciudad porque, borracha como una cuba, has agredido a tu jefe en una revista de modernitos pija, por lo que, como es natural, te despiden. Está en Disney.

En podcasts, sigo recomendando los que ya recomendé hace tiempo : en Reina del grito, me encantaron las conversaciones con Laura Fernández y Bárbara Lennie. Me gustó mucho el episodio «Rompiendo tabús y prejuicios»que llevaron Lucía Lijtmaer e Isa Calderón en Otra españolada, ya que, entre otras cosas, hablan de dos de mis películas fav en el mundo, que son El desencanto (guiño guiño a Dama de Sorrento) y Función de noche. Y, claro, mis queridas Hijas de Felipe con sus barrocos estigmas y genuflexiones, sus monjas salidorras, Juan Rana y una petición que les hago desde aquí: por favor, un episodio dedicado a Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana.

Y no paro de escuchar a Rosalía ni a Natalia Lacunza.

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