Algo de noviembre
Esto que ahora escribo es más propio del principio de noviembre, esos Difuntos, que del este diciembre, mi mes favorito del año, con su carga de dulce e insoportable nostalgia. Diciembre nos pone un poco al límite, queramos o no, con sus balances y sus listas de lo mejor y lo peor. Quizá la bajona venga cuando sea igual haber vivido 2020 que 2021, en ese parón con freno y marcha atrás, mucha marcha atrás, que han sido aperturas, cierres, vacunas, la vida rara. Pero volvamos a lo que nos ocupa: noviembre termina con san Andrés, y hoy recordábamos a un Andrés que se fue demasiado pronto en esa ilógica y despiadada dinámica que tiene la muerte. Mi madre repetía durante noviembre: «bendito mes, que empieza con Todos los Santos y acaba con san Andrés». Que yo recuerde esa letanía, esa ladaíña que diría mi querida Verónica do Rexo, no tiene mérito cuando ha sido cantinela y estribillo durante los treinta días. Era pasar por delante del calendario de cocina, un alarde de modernidad de los años setenta, con un aro imantado para señalar los días, y salía la coplilla del mes bendito, ese mes de grises y segunda evaluación, de días tan cortos como los dibujos animados antes de los deberes, ese noviembre que no era casi nada porque, por no tener, no tenía más de treinta días. Pero comenzaba con, por aquel entonces, dos días festivos, ahí es nada. Y nunca distinguí uno de otro, cuándo Difuntos y cuándo Todos los Santos. Se visitaban los cementerios, algunos exageradamente llenos de flores bajo la persistente lluvia, recuerdo mil años después, el de Iria Flavia, con pensamientos, lirios y su cálida melancolía de lugar recoleto. Yo, lo que hacía, era revisar las esquelas que estaban siempre al final del periódico. Mi padre recortaba algunas con nombres que nos hacían reír, suena a película de Mario Monicelli, pero era así: algunas erratas, una señora que se apellidaba Carro Mato, aquella a la que una caja de composición saltarina covirtió en milenaria, ni más ni menos que 1192 años tenía. Mientras mi padre, con las gafas caladas en la punta de la nariz daba cuenta de esa extraña afición, yo leía cuántos hermanos y hermanas tenían las personas fallecidas, si les ponían un versito al principio, si tenían más de dos o tres esquelas en la misma página, grandes o pequeñas. Me reconfortaba ver, en aquellos nombres desconocidos, que un viudo quedaba acompañado o que los hijos habían dado nietos. Qué ingenua idea de compañía y felicidad, marcada por el número de líneas en un cuadradito de un periódico. Yo miraba y releía versos y frases que me parecían preciosos, de una dedicación devota, trascendente. Qué poco enseñan los periódicos de lo que la vida te traerá después.
Esta semana se ha ido Almudena Grandes. Ya no se puede decir nada más después de los versos de su desolado viudo, de esas lectoras y lectores alzando libros en un cementerio civil, de las columnas y recuerdos de tantas personas a las que regaló presencias, risas, compañía y líneas de compromiso. He contado en Facebook algo que me encantó de ella y que le escuché en una entrevista. Hablando de cuerpos grandotes y los engordes, comentaba que nunca renunciaba a sus patatas fritas, le encantaban y, a pesar de los límites leoninos de las dietas, se permitía un buen plato de patatas fritas de vez en cuando. No conocí personalmente a Almudena Grandes, ella me habló a través de sus libros, como tantos escritores y autoras que desconocen el modo en el que han cambiado nuestras vidas con sus historias, con su feroz y salvaje escritura, con el altavoz otorgado a seres de papel que tanto tenían que ver con otros, más reales y desdibujados. No suelo ser groupie a priori, me da mucha vergüenza conocer a quien admiro mucho porque tengo miedo de meter la pata, de sentirme más impostora aún de lo que me siento habitualmente o también de llevarme una decepción. Pero admiro a las grandes conversadoras, a las mujeres que desgranan historias sobre los demás y no sobre sí mismas en el resbaladizo género de la entrevista donde doña Almudena trufaba de anécdotas y relacionaba unos libros con otros, unas vidas con otras. Una tejedora de ficciones, eso era.
No sé escribir necrológicas, bueno, en realidad no sé escribir casi nada. Pero en aquellos noviembres grises de recortes de esquelas, de acechar quiénes eran los que se quedaban y los que se iban, acabé comprendiendo que necesitamos decir, casi siempre a toro pasado, por qué queríamos a alguien, por qué admirábamos su modo de ser o sencillamente que lo echaremos de menos. Convención social o no, nombrar lo que da miedo nos da un poder que no supera la muerte, pero que comienza a domesticar las ausencias, a convertirlas en algo mucho más de casa, parecido a las fotografías que han congelado momentos y que espían nuestras idas y venidas por los pasillos, tranquilas y ajenas a nuestras prisas. A las muertes de quienes nos han acompañado de otro modo porque hemos escuchado sus discos, leído sus libros o visto sus programas, la posteridad construye un recuerdo basado en la permanente actualización, en imágenes en movimiento, en especiales o fragmentos momentáneos, virales y algo esquemáticos. Algo tan intenso y efímero como las coronas de flores bajo la lluvia de un cementerio.
Hoy leo sobre el aniversario de la muerte de una escritora que me fascinó mucho antes de leerla. Tendría yo unos quince o dieciséis años y el retrato de Montserrat Roig en la solapa de un libro de Argos Vergara, su imagen de mujer independiente y algo atrevida, me atrapó. El libro era La hora violeta y a mí sí me cambió como la precoz y precaria lectora que era entonces y quizá siga siendo ahora. Recuerdo a Natalia Miralpeix, recuerdo el retrato de aquella familia de la burguesía catalana, el velo de la Guerra Civil, el niño que se balanceaba en su sillita de enea, la mezcla de diario y novela, el sexo explícito y narrado, la cita de T.S. Eliot al principio del libro. Todo me pareció un mundo nuevo y adulto. No sabía yo nada de su compromiso feminista, de sus investigaciones de los campos nazis, de viajes a San Petersburgo. Recuerdo que tuve noticia de su muerte estando en California y se lo comenté a un profesor español que estaba de visitante en mi universidad y me llevaba en coche a una conferencia. Casi nos matamos del frenazo que metió, él la había conocido y tratado mucho, en tiempos. Tras esa conmoción hablamos un rato y fuimos derivando hacia la nueva narrativa española. Yo llevaba en la mochila la novela de una autora que acababa de ganar un premio literario considerado erótico, La Sonrisa Vertical. El libro era Las edades de Lulú y había sido una bomba atómica en el aparentemente moderno, pero en realidad muy pacato, panorama literario español. Una bomba atómica similar a la que supuso para mí, muchos años antes, la lectura de esa Hora violeta de la señora Roig. Es curioso: tantas casualidades en mi relación de lectora con ambas. Y pienso que las dos fueron denostadas, menospreciadas muchas veces por compromiso feminista, social, político (acabo de leer un artículo de Rafael Conte sobre Montserrat Roig que me ha dado ganas, literalmente, de vomitar). Etiquetadas como «esposas de» o «hijas de», sin explorar la inmensa calidad y los grandísimos territorios que nos abrieron a tantas.
Yo comencé hoy hablando de la muerte y de algo tan antiguo como las esquelas. Y quizá ya ni el Ayuntamiento de Madrid ni el señor Conte ni nadie las escriba : tenemos redes sociales para sentirnos más parte de algo, sea ese algo lo que sea. Pero en esta mi pequeña ventana en el mundo yo agradezco profundamente a estas dos mujeres que se fueron tan pronto sus letras, sus opiniones, sus modos de ver la vida, incluso cuando no me gustaron, cuando no estuve de acuerdo, cuando hicieron tambalearse mis celdas de Excel. Porque de qué vale recordar a una escritora, a alguien que se va con su arte bajo el brazo, si no es con una sacudida. El resto son gesticulaciones de señoros y poco más.
Postdata: Ni que decir tiene que mi último curso californiano leí La voz melodiosa de Montserrat Roig, en un seminario sobre literatura española contemporánea, posmodernismo y otras zarandajas. Que un protagonista se llame Alpargata y te lo creas de principio a fin ya da cuenta de la calidad enorme de la autora.
LECTURAS
Cualquier libro de Almudena Grandes, cualquier libro de Montserrat Roig. .