Venir cucú ya de casa (sobre el derecho a estar tristes en 2021)

La protagonista de Mi año de descanso y relajación planifica, es un decir, todo un año de pasmar, de pasar de todo, de dormir de sofá en sofá, de atrincherarse en su casa -ayudada por algunos elementos narcotizantes, alcoholizantes, lo que englobamos bajo la maravillosa palabra «estupefacientes»- todo para dejarse ir, para no pensar en si la supervivencia, en si la vida, en que si vale la pena o no. Es un relato incómodo porque la lectora puede alternar comprensión y rechazo, es un personaje irritante, pero increíblemente valiente. No es Bartleby ni es una yonqui, es alguien que, sencillamente, se deja ir. ¿Juzgamos que una mujer, sin grandes sustos económicos puesto que es heredera e hija única, no aprecie la vida porque, sencillamente, le importa un cuerno vivir? ¿Es o no es legítimo- no digo comprensible o deseable- marcarse un Leaving Las Vegas mucho más ralentizado, porque se trata de dormir y no pensar?
En estos días que nuestra casa nos abraza tanto, donde dejamos de imaginar monstruos en los armarios porque, de aburridos, están domesticados, una se detiene mucho más en la contemplación absurda de lo ya conocido. A veces, la casa es aburrimiento: un aburrimiento de falta de sorpresas, no de cosas por hacer. De premeditación y previsibilidad, qué cosas: antes no sabía a qué hora se levantaba una persiana que se atasca siempre, tampoco que tengo un vecino saltarín de comba ni que los niños del último piso bajan por las escaleras en un revoloteo de mascarillas y mochilas. Existía una rutina en mi casa que me era desconocida, las vidas y las casas existían como siempre, todo avanzaba sin necesitarme. Tengo una sensación algo parecida a aquellos lejanos días del primer duelo, cuando casi me indignaba que el mundo, con sus pasos de cebra y sus autobuses, sus descuentos del Gadis y sus cuñas de publicidad, siguiese adelante cuando mi madre había muerto, cuando había terminado un dolor y comenzado otro. Esa extrañeza, ese desajuste, esa punzante sorpresa, desaparece poco a poco con la instalación de la rutina. Y qué rutina: de un confinamiento a un abrir la mano, de allí a la responsabilidad individual, al no contagiarse, a ser sabedores de un privilegio encorsetado. A disfrutar la salud y a protegerla. A hablar de las muertes de otros, de las vidas de otros, de sus extrañezas. Porque todo siempre les pasa a los otros.
Y estamos tristes: en mi privilegiada casa, en mi fantástica salud, asoma de vez en cuando la tristeza. Ese ajuste personal al que hemos de acostumbrarnos las personas que vivimos solas – no te quieren menos, simplemente, los demás también siguen con su vida, a veces una carga tan pesada como la tuya, aunque no lo digan- hay que extremarlo. Me he sorprendido recordando con rencor inusitado viejísimos agravios, enfados pretéritos, sinsentidos a los que he concedido una energía más necesaria en otros menesteres. Qué me importa a estas alturas aquello que pasó hace mil siglos, me importa un huevo lo que piense esta o la otra de mí, y qué más me da que te vaya bien o mal. Estamos atacadas, amigas. Por soledad, por constante obediencia, por excesivos minutos de descuento en un partido que no acaba de terminar. Yo me cabreo leyendo tuits de gente que me cae de puta madre, me ofenden cosas de los grupos de whatsapp dichas con la mejor de las intenciones- por no hablar de memes y constantes chascarrillos- me provoca urticaria mental el comadreo intelectual de redes sociales que antes observaba con curiosidad de entomóloga. Cuando comparto todo esto, todas y todos (casi) estáis de acuerdo: tocados, tocadísimos estamos. Como dice la gran Cristina Fernández Ostos (ay, amiga, cómo se nos nota que escuchamos a Esnórquel y a Perra de Satán), algunas estábamos ya cucú antes de todo esto, no levantamos cabeza, a medio camino entre la pena existencial y el cabreo de señora gilipollas olvidadora de su privilegio.
Yo no sé si la tristeza es un derecho o, como se dice en el principio de La colmena, algo que puede convertirse en atavismo. No lo digo con prepotencia de alguien que no conoce lo que es la depresión porque da la casualidad de que sí la conozco, por eso la dejo al margen. Hablo de esa falta de ganas, esa desidia que algunas nos esforzamos cada día en salvar, en cumplir con todo aquello que nos piden. Y sí, soy consciente de estar sana, de tener trabajo, de tener un círculo importante de personas importantes y que hacen cosas importantes por mí, me quieren, me cuidan, me marcan. Y no llega, de forma injusta y algo arrogante, no llega. Porque estamos cansadas, demonios, hartas y, en otro orden de cosas, nos sentimos algo estafadas sin ese maravilloso (hay que joderse) futuro que nos están robando. Me contaba ayer una amiga que nunca estuvo mejor Tinder que ahora: que la gente quería hablar, conocer a los demás lentamente sin esa presión de citarse en un bar . Si todo esto nos ayuda a ir algo despacio, pues bueno, concedo; pero permítanme lugar para el escepticismo, así soy. Preferiría, sin lugar a dudas, no ver contradicciones como que me pidan un pseudoconfinamiento y recibir publicidad de agencias de viajes para Semana Santa; olvidar, por un momento, que no tenemos una fecha en la que, mágicamente, el virus desaparecerá; que no tenemos ni una sola certeza sobre los futuros, ni sobre salud ni sobre economía. Leí una entrevista con una psquiatra en la que advertía un hecho del que, también, parecemos habernos olvidado: hay más de 300000 personas en España que no han podido hacer un duelo, digamos, normal, si es que la palabra normal sigue significando algo. Pues tengámoslo en cuenta, porque ahí sí que van a faltar hombros sobre los que derramar lágrimas y hagamos acopio de amor y comprensión a raudales. A pesar de nuestra legítima pero pequeñoburguesa penita.
Y, claro, cómo no estando yo por medio, me acuerdo de C.S. Lewis, pero, sobre todo, de la cara de Anthony Hopkins en Tierras de penumbra pronunciando el mantra de los que observamos la vida con algo de escéptico fatalismo: el dolor de hoy es parte de la felicidad de ayer, ese es el trato.
Os deseo toda la salud del mundo. Y también todas las lágrimas que os venga bien derramar, no está probihido y teneís, tenemos, todo el derecho.
A beneficio de inventario:
Mi año de descanso y relajación de Otessa Moshfegh está editado por Alfaguara. Yo lo leí cortesía de Galiciale, plataforma de lectura digital de las biblios públicas a las que mando toda la fuerza y el amor del mundo. Ayer terminé de leer Bordados de Marjane Satrapi y me ha gustado mucho más que todos los tebeos anteriores: más gamberro, menos lírico y más original. No os dejéis engañar por el título: las mujeres se reúnen, pero no para bordar, para hablar de sexo y placer sexual femenino. Y me he reído un montón.
Si tenéis Filmin, os recomiendo la serie 22 de julio, sobre los atentados de Oslo y Utoya, el shock que produjo en la sociedad noruega y algo muy importante: el estado de bienestar comienza por la salvaguarda de lo público, del bien común. Y, también, que los medios de comunicación tienen una responsabilidad muy grande en esclarecer, investigar y tratar de ordenar los sucesos que relatan. Y, por supuesto, en cómo lo relatan. Si esto os parece intensito de más, como soy yo cuando me pongo, podéis ver también El imperio de la ostentación en Netflix, donde una recua de ricachos coreanos, singapurcenses y chinos tienen una pandilla en L.A. y exhiben sus problemas del siglo XXI ante chamanes, quiromantes y encargadas de tiendas de Rodeo Drive. Oiga, una tiene su corazoncito, qué pasa.
Y de banda sonora, esto:
Moi bo, como sempre.
Moitas grazas, don Rubén.