Basado en rumores reales
Leí en alguna revista o periódico que, durante muchos años, Juan José Millás, un escritor del que admiro su tierno desencanto crítico, se levantaba muy temprano, horas antes de tener que salir a su rutinario trabajo, y se sentaba a escribir. Sin ningún plan de futuro, no creo que desaforadamente, más bien casi como haciendo ejercicios de caligrafía imaginativa. Quizá la vocación sea eso: no esperar nada y escribir o crear contra cualquier cosa. No sé cuántas personas leen o leyeron aquellos borradores o cuartillas de Millás, quizá solamente él mismo. Sería muy Auster y muy Millás que, dentro de unos años un desgarbado estudiante de Filología Hispánica de, pongamos por caso, Misuri o Boca Ratón (Florida), tomase el té con los herederos de Millás y le permitiesen bichear en su biblioteca, en su despacho, en sus archivadores kitsch de cartón, en sus carpetas azules de gomas y los encontrase, ávido de dar al mundo ese yacimiento arqueológico de papel amarillo y tachones, de notas al margen y post it en los que se coló, quizás, algún recibo de la tintorería o una tarjeta de un cerrajero solícito dejada en el buzón. Y digo con herederos o «the heirs of Juan José Millás» porque para que esto sucediese tendría que estar muerto, Dios no lo quiera y ojalá con esta pobre línea yo le alargue la vida. Ese estudiante, que, por supuesto tendría el look y la pinta de Gabino Diego en Amanece que no es poco y que hablaría español un pijo de bien, llegaría a acuerdos con editoriales para un plan de publicación, leería sesudos papers en congresos, digamos , por ejemplo, en Calabasas (California) o en Toledo (Ohio o España, da igual). Death or glory, publish or perish, you know. Y el interés por conocer de dónde pueden venir algunos detalles, incluso por intentar reconocer o establecer patrones de relación entre borradores y resultados finales, esa pesquisa filológica, ese desentrañar de la madeja que es a partes iguales la satisfacción del arqueólogo y la gloria académica.
Matt Salinger, que dice adorar la escritura de su padre, recibió del autor de The catcher in the rye instrucciones muy precisas sobre cómo y cuándo publicar algunos inéditos; una hoja de ruta precisa y clara, que daba idea de la trascendencia que el hurañísimo autor tenía de su propia escritura. Es muy Salinger programar ese juego de prestidigitador una vez que él ya no esté. Otros autores, el caso de Larkin o Kafka es sonado, pidieron la destrucción de esos restos y reliquias, esbozos e incluso sonrojantes obras de juventud, en un intento de hermanar vida y obra que irían así a la par: ninguna sorpresa detrás de mí, soy el editor de mis escritos, pero también el curator de mi futuro papel en la historia, el vigilante de mi propio canon, A veces alguna mano salvó manuscritos en última instancia : de la basura se rescataron futuros premios literarios; del fuego, algunos poemarios hoy considerados imprescindibles. ¿Hay legitimidad en estos actos de «salvamento» o debería prevalecer la voluntad del autor? En el complejo pero estéril debate sobre epistolarios o inéditos, manejamos con cierta ligereza la palabra ética. Yo adoro los epistolarios, creo que es donde descubrimos facetas mucho más humanas, para lo bueno y para lo malo. Y hay algo de íntimo y doméstico en el hecho de que quienes fueron grandes autores o autoras se suelten la melena, digan lo que les parezca de coetáneos o, incluso, elogien su propia vagancia. ¿Por el bien de la literatura deberían importarme un pimiento porque lo que debe interesarme son las obras? Pues no tengo una respuesta clara: del mismo modo que la proyección social- y sus redes sociales, ya no digamos- de algunos escritores o escritoras actuales me produce profunda antipatía e influye en cómo valoro su obra, otras y otros me han cautivado e incluso conmovido. Con quienes involuntariamente escribían para la posteridad, tengo el honor de compartir tiempo, me lo paso francamente bien. Y es genial que pueda leerlos en su intimidad, oteando a través de un agujerito mentiroso y ficticio. No sé si es legítimo que yo, Lorena Gómez, esté leyendo lo que se escribían Pasternak, Rilke y Tsvietaeva en el verano de 1926. Pero la pulcra y delicada edición de esa correspondencia (Cartas del verano de 1926) que me acompañó en un solitario y muy triste verano en la playa, me permitió degustar una vibrante Europa, también a comprender cómo entendían los tres implicados los entresijos de la creación, la amistad entre poetas, la vida. Este año confinado, me acompañaron Keats, los Shelley y lord Byron, en ese delicado caramelo que es El mundo roto (Lord Byron, como diría Alba María, no podía parar de creaaaaar). Y qué puedo decir del Miquiño mío: sé mucho más de una mujer a la que ya admiraba ( y el salseo me chifla, amigas, me chifla) y me encanta saber que amaba y era correspondida, chúpate esa, Juan Valera. De las páginas de los diarios, me lleno los ojos de lágrimas con Barthes y su ritmo de aflicción. No sé en qué quedará la polémica con los diarios de Zweig, pero el escritor de profunda mirada llorosa estaría atónito ante semejante espectáculo. Y quizá, y solo quizá, las partes tendrían que sentarse a hablar y decidir que triunfase la literatura, pero imagino que eso es ya otro asunto, lejos del voraz mundo editorial contemporáneo, ¿verdad?
En esa, llamémosla para entendernos «trascendencia involuntaria», el tiempo ejerce también una labor de canalización. Todo aquello que se ficcionaliza es susceptible de ser rechazado o incluso «retractado» : el reciente caso de la periodista Helene Devyck, exesposa de Emmanuel Carrère, al que acusa de construir una autobiografía y no una novela en Yoga. Tuviesen o no un contrato para preservar ciertas intimidades-lo que es un tanto turbio,con todos mis respetos- está claro que es una estocada a la exitosa fórmula de la autoficción que tan bien ha explotado el autor francés. Otros casos de éxito reciente, como El dolor de los demás de Miguel Ángel Hernández, creo que juegan en otra liga: es una muy legítima ficción a partir de unos hechos reales, muy cercanos y dolorosos, de los que ya hemos hablado por aquí. Como decimos, es otra liga.
A mí me han pedido permiso para ser personaje de ficción y, qué quieren que les diga, estoy encantada. Mi yo cabaretero de tímida exhibicionista está deseando verse en letra impresa, arreglá pero informal. No puedo contar mucho más por el momento, pero es algo divertido y, qué coño, me halaga un montón. Ojalá me dejasen contratar una estilista para salir remonísima en la imaginación de los lectores y lectoras. Ojalá yo pudiese sublimar así mi propia trascendencia y no a través de las futuras escrituras, es muy cansado, yo es que soy muy pavesiana, qué le vamos a hace; ojalá poder influir en la escritura de ese personaje ¿Es una persona real dueña de un personaje creado a partir de ella misma o no? Quizá esa sea una cuestión de más calado de lo que parece Hace unos días asistí algo perpleja a una conversación entre escritoras en las que se contaban followers, acciones de marketing digital, promociones y debates en redes. Y digo atónita porque, incluso trabajando en algo similar, no deja de sorprenderme la minuciosa gestión de la imagen, el aparentemente desapegado cultivo del ego, que, imagino, es producto de una competitividad canina y también del miedo. ¿Son ellas mismas posando en redes, cultivando una impostada cotidianeidad, contestando a todos y cada uno de los comentarios? ¿Debería la impostura ser imprescindible para la creación y su posible trascendencia: crear heterónimos, alter egos, dejar pistas y diarios falsos y reírse de la futura Filología?. Eso sí molaría muchísimo, Entre egos y autoestimas anda el juego, señoras. Eso sí, basado en rumores reales.
La persona que escribirá el nuevo Quijote también lo hará desde una celda (de cárcel o de piso de protección oficial) y tendrá como objeto de ridículo los superhéroes Marvel (o DC, da igual).
Claro, porque conceptos como la verosimilitud y la veracidad son independientes. 🙂 Gracias por pasar.