Vecindario

Balcones y persianas. Imagen libre de derechos tomada de piqusels (Muchas gracias). Pulsa en la foto para acceder al original.
Se acaba agosto y es como si se acabase febrero, marzo, un mes de los de en medio, de los meses sin puente, tristes y sin un círculo que señalar en el calendario. Agosto sin pena ni gloria, como de niño que suspende muchas y sigue yendo a clase particular, al estudio de ventanas bajadas y envidia de piscinas y mares. Agosto está siendo el agosto, el verano, el mundo de aquellos adolescentes de Barrio: un espacio que envidias por aquellos carteles amarillentos de una agencia de viajes en una calle adoquinada sin salida. Me pregunto para qué : no tenían mucha pinta de salir de aquellas plazas destartaladas, de aquellos bloques casi soviéticos y gemelos, eran lugares donde solo podías vagar y aguardar el paso del tiempo. Esperar para volver a los sanjacobos y la tele encendida en los comedores de cuadros con ciervos saltando un río, esas televisiones con las imágenes de otras playas, de otras vidas, de otros planetas de los que nunca habían sido expulsados porque nunca los pisaron. En aquel barrio, hasta soñar tenía censura.
En mi barrio, veo a un chaval de unos doce años salir a pasear su perro, un perro feo y palleirón. El chaval se enreda con la correa, que intenta domar con sus manos gordezuelas, con su pelo con corte antiguo y pasado de moda, con su chandal gris de Lidl con letras en inglés. Una señora con bastón le recrimina, baja la cabeza, avergonzado, me mira de refilón. No ´se quién puede ser, saliendo de ese portal igual a tantos portales. Quizá bendiga este tiempo de no tener que enfrentarse con todo aquello que convierte el colegio en un monstruo desagradecido: los insultos, el vacío, los recreos en soledad deseando ser todavía más invisible. Quizá sea eso o quizá sea tan torpe como lo somos todos en algún momento y yo solamente haga ficción partiendo de una vaga melancolía. En mi barrio, también, al final de la calle y volviendo de la playa, unas señoras me preguntan si se estaba bien, » y no hará mucho aire, mujer». Con mi recién adquirida silla plegable, me doy la vuelta y las tranquilizo: que hace buenísimo y que pueden bañarse. Asienten complacidas y sé que, mientras me voy alejando, subiendo poco a poco la empinadísima cuesta de la calle Cantábrico, comentarán entre ellas que qué riquiña la chica, qué alta la chica, no es de por aquí, es nueva, no sé quién es. Porque saben ellas más, mucho más, de mareas y de días en los que el cielo «abre tarde» que lo que sabré yo en toda mi vida. En realidad, cualquiera sabe más que yo de casi todo. En mi zona, por donde yo vivo, hay mercerías con nombres compuestos de dos personas, hay locales en alquiler con letreros que ya empiezan a estar amarillos pero que adivinan un futuro bum, hay tiendas de ultramarinos donde te llaman por tu nombre, fruterías con muy buen producto, bares donde te reservan churros del Timón cada domingo (soy bonillista, a mí no me valen). Me pregunto qué pasará cuando la generación de señoras que te preguntan que qué tal estaba el agua de la playa vaya desapareciendo. No sé si nosotros somos o seremos tan abiertos, tan de hablar con todo el mundo, tan de normalizar la conversación espontánea. Nosotros, quizá, somos más de hablar con quien no conocemos, con la silueta difusa de alguien tras una pantalla, tras una aplicación. Eh, que todo es compatible: algunos de mis mejores amigos y amigas comenzaron siendo una foto en Facebook o en Twitter. Y eso no quita que tenga amistades analógicas, como siempre he tenido. Pero a mí, que me hablan y hablo muchísimo en la tintorería, en la pescadería donde se ríen de mis mascarillas y mi aire misterioso, me parece que las personas de mi generación y las posteriores no tenemos el chip del comadreo gratuito, las ganas o el empaque de sacar conversación. Es verdad que hay barrios y barrios: me hablaba un amigo, hace poco, de lo hosca que era la gente por donde él vive. Si bien por mi calle y en su entorno se respira una alegría diferente, un aroma de barrio antiguo y algo desvencijado, es verdad que no he conseguido nunca esa «amable vecindad» de hacer colegueo con los del segundo o los del quinto, no he pasado jamás de tener unos saludos correctos y conversaciones puntuales. También es algo que me sorprende y me parece llamativo: ¿hemos perdido ese sentido de comunidad de pared con pared? No sé si he visto muchas series americanas de llegar a una nueva casa y llevar magdalenas en un cesto a los nuevos, también es cierto que cuando se hace, en las series y películas, es porque están midiendo dónde van a meter los cadáveres cuando toda la familia sea asesinada de forma artesanal o, también, dónde pondrá la cámara para espiar su intimidad y luego chantajearles Perdonadme, pero La mano que mece la cuna y Mujer blanca soltera busca creo que nos han marcado en nuestra desconfianza y en hacer que no creamos, así a priori, en la amabilidad de los extraños. Por no hablar de Luis Tosar como portero sádico-violador o Rupert Everett arrastrando su paranoia por Venecia. Y ya no mencionemos al protagonista de sucesos que «siempre saludaba». No, amigas, entre gente que se te mete en casa porque sí y tener algún referente en el edificio, hay diferencia. Pero quizá seamos de una generación que cree que las distancias son buenas y las magdalenas no siempre están ricas.
He tenido que llamar la atención alguna vez sobre el ruido- a las horas a las que les da la gana- a mis vecinos de arriba. No solo les ha parecido mal, sino que hicieron caso omiso: llamada de atención de buen rollo y con sonrisa, nada de amenaza.¡Con lo riquiña que soy y que además no sé hacer magdalenas, señora! No sé si el maltrato que damos al espacio público nos hace todavía ser más pijoteros con nuestro espacio privado, a veces creo que soy una especie de Jack Nicholson en Mejor imposible, otras, me doy cuenta de que la intimidad es un bien escaso, que me entero de discusiones, bromas, vidas en directo que ni me interesan ni de las que he pedido participar, por no hablar del omnipresente Jordi Hurtado y otros presentadores de concursos a volumen totalmente desbocado. Ya, ya sé: mi discurso es contradictorio y ese último párrafo es el de alguien que parece estar expectante ante las meteduras de pata ajenas. Pero no, no se trata de eso: el respeto crea ese equilibrio y ese sí que es el bien más escaso.
Todo este discurso, contradictorio y mal hilvanado, viene porque sí creo en la necesidad de una cultura de barrio, de unos lazos de ayuda mutua (ahí tenemos a los GAM funcionando a toda vela). Pero no estoy segura de que sea factible, para mucha gente joven, en un entorno inmediato. No creo en mejores tiempos pasados, pero, además de los primos, que siempre eran los primeros amigos, jugabas mucho con los niños y niñas de cerca de casa. Y es verdad, también, que esos lazos de diluían con los cambios de colegio, de casa a veces, con los primeros amores. Pero las pandillas eran de cercanía y se compartía tanto la diversión como las bolsas de pipas sentados en portales algún lluvioso día de verano sin playa. Quizá los lazos ya no sean territorios, quizá sean de otra forma, no necesariamente peor. Lo que me resisto a creer es que ya no nos importan.
Yo seguiré saludando en el ascensor, en el portal y en todas partes. Incluso a quien no responde.
Leo:
El último verano en Roma de Gianfranco Calligarrich (recién empezado, pero que pinta maravilloso, editado por Tusquets) y un ensayo que es magnífico Los antimodernos de Antoine Compagnon (Acantilado).
Veo:
He visto en Movistar una serie que está pasando sin pena ni gloria y que me ha encantado: Made in Italy. Es cierto que es algo telenovela, pero los orígenes del bum de la moda italiana, de la marca Italia, están muy bien contados. Y la constatación de que la elegancia no es ser notado, sino «essere ricordati» como dice un personaje. Gianfranco Ferré, Valentino, Armani, Krizia y muchos más se pasean por los capítulos de una serie a la que han puesto a parir en todas partes, pero que a mí me ha encantado.
Sigo abraiando como es capaz de facer algo bonito da normalidade dun bairro de sempre.
Opino como o outro, que os bairros e as xentes cambian e non hai unha regra escrita e sempre haberá xente educada e xente que non lle importe meter ruido a través das paredes. E, non teñas medo, sempre haberá xente que fale con outra xente.
Moitas grazas por pasar sempre por aquí. Certamente, é posible que a miña visión sexa algo tristeira, pero hai que pensar que. efectivamente, sempre haberá con quen falar. A mágoa que temos é que cambien as cousas, que muden ao mellor para algo que non comprendemos…imaxino que ten que ver con facerse vella!