Anchoas y Tigretones

Un año en un trastero

Hannah Horvath durmiendo en un trastero alquilado por su exnovio, Adam, para darle el bote con sus cosas, en «Girls» (temporada 4, episodio 5, «Sit-in»).

No sé si os he contado alguna vez que siento pasión por los trasteros. Así como para algunas son los lugares a los que nunca acceder- por pereza, por miedo, quizá también por una anticipada nostalgia- los desvanes son para mí la fiesta del caos, el patchwork imposible, los retazos de algo contado por un narrador algo alcohólico, poco veraz, tramposo y, sin embargo, amigo. Almaceno y olvido, y un buen día, como si de un ritual higiénico se tratase, abro esa puerta de misterios ya casi desconocidos por pretendidamente olvidados, asombrándome del ritual del reencuentro: bolsas y capachos de verano, la cesta del picnic con la que fuimos alguna vez a Bastiagueiro, aquel abrigo que tanto te gustaba y que nos recordaba a Morrissey y al Manchester de los 80 sin haber estado nunca en Manchester, los juegos de mesa que me acompañaron en la infancia y en varias mudanzas para habitar trastero tras trastero, el inevitable y complejo electrodoméstico que te regalaron alguna vez y no sirve para nada (pongan aquí raclette, Vaporetta, Fondue y cuanto extranjerismo apetezca), cajas de apuntes ordenados y álbumes de fotos que nunca volverás a hojear, cassettes que me grababa aquel chico a quien tanto quise y que tanto quería a los Stranglers. Las  viejas maletas, sí, las viejas maletas. Si hay algo que haga que me dé un vuelco el corazón son esos cuadrados de Samsonite con ruedas que han ido conmigo por todo el mundo, bueno, por el que conozco, que  no es un trozo pequeño. Mis maletas, siempre un poco cojas (las risas con las calles nevadas de Bolonia y la loca rueda trasera de mi pequeña maletita de cabina las recordamos cada vez que hablamos de aquel viaje) huelen a México y Cambridge, tendrán seguramente arena del desierto de Marruecos, esconden azucarillos de Italia o de alguna exótica compañía aérea, contendrán también algún ramito amarillento de brezo escocés y, ay, muchas calorías norteamericanas. Mis viejas maletas, y digo viejas porque nunca las he cambiado, son de diversos tamaños y están todas baqueteadas por la vida y el maltrato de los aeropuertos; han sido forzadas para guardar todo tipo de recuerdos y caprichos, tienen manchas y algo de alegre desaliño. Estas cómplices compañeras, como digo, conviven en esta madriguera del País de las Maravillas con otras maletas todavía más antiguas, sin ruedas, con tarjetero y un aire deliciosamente retro: las de mis padres, que, hijos de otra generación, han viajado tan poco.  Una de estas veteranas maletazas exhibe un lazo de terciopelo negro que le hizo mi padre en un viaje a Roma y que he sido incapaz de deshacer, tampoco he puesto mucho empeño, la hace única y hermosa. Todos esos recipientes de felicidad finita me agreden cuando abro esa puerta renqueante : siempre he sido de maleta fácil, de viaje improvisado, de poca provisión y previsión. Tengo muchos paraguas baratos producto de no consultar la previsión meteorológica, algunas decenas de cuadernos de viaje empezados y nunca concluidos, neceseres comprados al vuelo el día anterior a la partida, y no digamos  ya ropa interior porque me he olvidado la mía en casa:  bragas rusas tremendamente sólidas; otras, alemanas ,muy eficaces y adustas; unas delicadísimas puntillas belgas y, cómo no, unas de Cañamás compradas en una tienda de Mondoñedo, con una maravillosa dependienta con gafas en cadenita que no paraba de repetir «es muy buena braga», mientras estiraba la goma de la cintura para demostrar que allí cabríamos yo y tres más si nos empeñábamos.

Mis maletas ya no me miran cuando abro el trastero. Dormitan desde finales de octubre, un mes de cálido y tardío verano en Sicilia. Lo rápido que puedes olvidar lo confortablemente instalada que está en algunas rutinas es un penoso ejercicio que hemos aprendido en los últimos meses. Acabo de encontrar, maldita serendipia, un billete de tren del 13 de marzo de 2017, trayecto Santiago-Coruña. Tres años exactos después yo hacía el mismo recorrido, pero con miedo y pesadumbre: nos enviaban a casa a la espera de la declaración del estado de alarma. En aquel mismo momento, mis maletas seguían somnolientas, quizá ya intuyendo una pequeña alegría de primavera. Qué lejos está todo. En la burbuja  olvidábamos a veces el sentido de todo aquello: no era una prueba para el héroe o la heroína, era una desgracia que afectaba dolorosamente a un mundo que parecía de otros, inmersos en esa arrogancia casi adolescente de que a ti no puede pasarte nada, ni contagios ni ERTES ni nada de nada.  Y pasaron cosas, claro que pasaron: algunas, para las confinadas, bastante buenas (véase mi post anterior). Otras, lamentablemente, no han sucedido: no hemos alcanzado una cultura laboral de madurez que entienda el teletrabajo como parte de la vida laboral sensata; no hemos, tampoco, alcanzado un compromiso político que entienda el apoyo de la comunidad y el establecimiento de redes vecinales como el fin de cierto tipo de individualismo salvaje; tampoco hemos asumido un debate real sobre la pobreza que nos rodea, sobre las diferencias de acceso a cuestiones tan secundarias para los que las tienen garantizadas como  el ocio (el día que mi vecina viejecita me contó, conversaciones por el tendedero, que yo era la única persona con la que había hablado en todo el día y que se moría de miedo viendo los programas matinale, ganas me dieron de coger una recortada). Mucho me temo que poner puntualmente estas cuestiones sobre el tapete no solo no las resuelven, sino que, como digo, se quedan en un enunciado sin diálogo ni respuesta. Las buenas intenciones del pasado son papel mojado, nada más.

Mis maletas, mis viejas maletas, están totalmente desentrenadas y dormilonas. No me importa : este año no toca escuchar otros acentos, ver otros mares, abrazar Mediterráneos o Tirrenos. Ellas seguirán ahí, apiladas unas sobre otras, esperando tiempos menos salvajes. Mientras, hemos de asumir (¡yo he de asumir!) que mi verano tendrá un paisaje conocido y una arena de playa domesticada. Pero acecharé de vez en cuando, con mirada de perro cazador, la puerta entornada de mi trastero: mis viejas maletas haciendo guardia son esa señal de futuros, de benévolos, deseados, tiempos futuros.

Leo, leo:

Una habitación compartida : conversaciones con grandes escritoras Inés Martín Rodrigo. Variadas, como son las entrevistadas, pero interesantes. Yo recomiendo las de Zadie Smith y Lydia Davis, pero por escoger algunas.

Veo, veo:

Estoy viendo El escándalo de Christine Keller, en Cosmopolitan, los lunes (los que tengáis más edad o más memoria es el caso Profumo). Lo que en su época se llamaba un escándalo de faldas, en realidad es una cuestión de lucha de clases, ni más ni menos. Los actores son soberbios y la factura de la serie es impecable. Y si queréis ver algo muy inquietante, la sueca Exit en Filmin.

Oigo, oigo:

Los podcasts de «Las chicas del volcán», «¿Puedo hablar?» de Perra de Satán y Esnórquel y «Jardines en los bolsillos», en RNE.

 

 

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6 pensamientos en “Un año en un trastero

  1. Lolicarril@edu.xunta.es en dijo:

    Cuánto te cunde el tiempo. Envidia me das.

  2. «Tres años exactos»

  3. ¿Jardines en los bolsillos? Corro a ver qué es eso

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