Anchoas y Tigretones

Aquellas pequeñas cosas

La pereza siempre ha sido el gran mal de los entusiastas. No, no he enloquecido: la pereza, el elaborar grandes ideas y desinflarse ante su desarrollo es un mal, un gran mal. Los días confinados–alejándonos de la causa fundamental y que no olvidemos es un drama, un grandísimo, terrible y espantoso drama– han sacado de muchos de nosotros una hiperactividad bastante frívola, un antídoto contra la tragedia cotidiana, contra el vacío del calendario.  A mí me dio por replegarme, abrumada ante las explosiones de creatividad, buen rollo y diversión, panes en Instagram y algún récord en la bicicleta estática. Me ha resultado imposible seguir todas las ofertas de contenidos gratuitos en línea, la diversión banal de los grupos de whatsapp, las convocatorias de todos los vermús online. He hablado al principio con mucha gente, por supuesto que he tenido el calor de algunos Skypes, de otros Zooms, incluso de algún Jitsi accidentado: todo está bien, pero, no en demasía. Al final, y como buena misántropa social, he necesitado un poco de silencio.

Por supuesto que me gustan los bares, la calle, el entrar y salir, la falta de planificación y horarios, nos han jodío. Claro que quiero una nueva normalidad (¿acaso existe una vieja normalidad? ¿O es simplemente un «adiós a todo eso»?) sea eso lo que sea, pero no he participado tampoco, porque no lo he sentido, del discurso apocalíptico del «ay, mísero de mí, ay, infelice». Como veía tanta actividad a mi alrededor y yo hacía, sencillamente, lo que buenamente podía, decidí hacer una pequeña investigación. Pregunté  a mis seguidores en Instagram si habían hecho algo nuevo durante todo este tiempo de confinamiento. Pues claro: MJ perdió la vergüenza y el miedo a tomar el sol en bolas en la terraza. L. me contó que había descubierto que odiaba las videoconferencias pero que había aprendido a reírse de sí misma y se imitaba poniendo voz de Millán el de «Martes y Trece». V. me contó que daba clase de español a su novio. A. le cortó el pelo a su padre y dice que no lo hizo mal del todo. V. dijo que había hecho torrijas. I. había caído en la vorágine de los cursos online y acababa de terminar el cuarto. M. diseñó una casita de juegos con cartón para sorprender a sus niñas. N. me contó (yo no lo sabía) que llevaba dos años recuperándose de una larga enfermedad y que esta cuarentena le parecía lo normal. Como veis, todo variado. ¿Y yo? ¿He hecho algo nuevo o he descubierto algo de mí? Pues creo que sí: He aprendido que lo doméstico, las muchas horas en casa dan para la observación casi entomológica. Nunca había estado un miércoles a las 10.00 de la mañana sentada ante mi escritorio, no sabía que la luz dibujaba unas hermosas formas en la pared desnuda, tampoco que un vecino también hace una parada para el café a las 11 y se asoma a la ventana que da al patio. He escuchado músicas ajenas, persianas, cisternas, alguna discusión producto del exceso de convivencia, de la frustración adolescente por no poder pasear la ira y la soberbia lejos de padres y hermanas redichas. Sé, también, que hay una pareja que se abraza en pijama en la cocina, que ha nacido un bebé que su madre saca a una pequeñita terraza y me lo enseña a veces, con orgullo, enrolladito en su manta de osos. Yo desconocía todo esto, he sido, casi, un poco exploradora. Y también ,claro, un poco cotilla. Y algo pirada también: un día me descojoné del extraño baile que hacían las pinzas de la ropa al mecerse con el viento. Sí, a veces me he sentido una tarada importante.

¿Y por qué hablaba yo de la pereza al principio? Porque hemos hecho más, mucho más de lo que creemos.No, no vamos a sacar la guitarra y ponernos en plan guitarrita post Concilio Vaticano II ni tampoco a jugar el juego de la alegría de Pollyanna. Yo he descubierto cosas de mí:  he descubierto que me encantan los podcasts, he llorado de risa con The Hunter, he llorado de tristeza leyendo artículos o testimonios de médicos y enfermos. He pasado de la concentración lectora a la más pura indiferencia, ahora vuelvo a leer como una jabata. Hemos vivido algo extraordinario, extraño y todos a una. Si no has sido un carrusel emocional en todos estos días, te felicito: o eres un cyborg o una maceta. Pero el tiempo, en cualquier caso, ha estado habitado, no ha sido vacío. No midamos todo en productividad, también las vueltas que damos bajo una manta en el sofá es un modo de gastar las horas.

Hoy, en mi paseo desconfinado a las 8 de la mañana y escuchando una de las muchísimas listas de Spotify compartidas en estos días, pensaba en toda la incertidumbre que es todavía irreal pero que hemos ido alimentando desde el 13 de marzo. Y no, no puse una banda sonora apocalíptica, al contrario. Me vino a la cabeza una canción que cantábamos muchísimo en casa y que rastrea el significado del recuerdo como un patrimonio personal, algo que te acompaña y reconforta, pero también te atiza. ¿Eres capaz de escuchar ·»Aquellas pequeñas cosas» de Serrat sin emocionarte? Yo, desde luego, no. Y creo que ese será nuestro bagaje: recordar no el tiempo de confinamiento si lo odiaste, sino haber tenido este mundo y que puede que vuelva de algún modo, aquel en  el que has podido o te han dejado construirte, en el que fuiste feliz, el que puede acompañarte siempre, el que fue siempre tu equipaje y también la manta que te ha arropado. Ese mundo. El tuyo.

 

 

 

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