Anchoas y Tigretones

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Huevos de Pascua 2020

Me he muerto de miedo con esta ilustración para, ojo, felicitar la Pascua de 1906. Pinchad en la imagen para ver la fuente

Estamos en abril, sí, estamos en abril. La pereza de estos infinitos festivos, de esta incertidumbre desconcertante, nos regala una paradoja algo grotesca: no estamos de vacaciones porque es un período obligatorio de soledad; las cifras, tragedias sin nombre; las pantallas de nuestros teléfonos, los nuevos bares. Nos vemos y no nos vemos, hemos empezado a desear salud y no suerte a los pocos contactos que tenemos. En burbujas con Netflix y repostería, hay aún quien vive en un estado de permanente queja, de «pequeña muerte» contemporánea, de obsceno y egoísta minifundio mental. No, no podemos quejarnos en nuestras Baratarias de privilegio, en nuestros Instagram poblados de neopanaderas.  Queda suspirar y pasar página, incluso cuando hemos olvidado ya que tenemos calendarios.

El pasado mes de octubre, en Erice, Sicilia, hice dos compras: la primera, en una farmacia, donde la buena de la farmacéutica se persignaba ante los ronchones de mis piernas, cortesía de los mosquitos palermitanos. La otra, mucho más hedonista y enjundiosa, fue un calendario con carteles antiguos de la industria de Italia: Vespa, Martini, Pirelli. Con los calendarios futuros me pasa como con las agendas nuevas, las hojeo y hago apuestas mentales sobre qué sorpresas nos deparará ese mes que tiene una ilustración tan chula, oh, mira, mi cumpleaños cae en domingo, la Semana Santa que lejos. Qué poco podía imaginar yo todo lo que vendría, qué lejanos y dorados me parecen ahora aquellos días sicilianos. Qué poco, también, que la Semana Santa sería, esta vez, mucho más tediosa que la que vivía de niña.

Lo he contado ya algunas veces: siempre tuve pánico a la Semana Santa, a las procesiones con encapuchados, a la sangre derramada y las coronas de espinas, a la tristeza melancólica de los Oficios por la tarde, a las películas con Víctor Mature, a volver a ver «Quo Vadis?» y no entender nada. Todo era un miedo y una tristeza algo irracional, una pesadumbre de domingo provinciano y de calles vacías; irracional porque eran vacaciones, al fin y al cabo, y porque ni la fe ni la tradición son algo propio en la infancia. A mí, la verdad, lo único que me llenaba de ilusión eran los huevos de Pascua. Unos huevos de chocolate gigantescos, del escaparate de La Jijonenca y la confitería Los Cantones, envueltos en papel de colorines. Mi anhelo, mi fantasía, era que me regalasen alguna vez uno de aquellos huevos gigantes que venían  en casitas de chocolate también y decorados con unos polluelos de peluche. Eran preciosos. Por supuesto, nunca los tuve. Me regalaban algún huevo con sorpresa dentro, que solía ser un bombón o un caramelo que aceptaba con la cabeza gacha, imaginando la vida feliz de quien obtenía el huevo con pollos de peluche amarillos  y con el pico algo torcido, casi picassiano.  Envidiaba más a quien le pudiesen regalar esas casitas con pollitos que la, esta sí de verdad, envidia disfrazada de estupefacción con la que recibí la noticia de que una compañera de clase se iba en esas vacaciones «a la nieve». Lo de ir «a la nieve», quisiese decir eso lo que quisiese decir, era, para una niña de provincias de los años 70 algo tan exótico como la famosa cerveza de jengibre o los marshmellows asados de las series de adolescentes norteamericanas (por no hablar de las taquillas de los institutos, algo que a mí me fascinaba).  Volviendo a los huevos de Pascua, yo, en aquellos años, no tenía ni idea de que lo regalaban los padrinos o madrinas a ahijadas. Mi padrino era mucho más moderno y prosaico: cuando tenía seis años me trajo de Milán una muñeca que era, ni más ni menos, que Rita Pavone. Por supuesto que yo no tenía ni idea de quien era aquella pequeña, pecosa y delgadita chica, pero tenía minifalda y unas botas «de chica moderna y mayor» que siempre me empeñaba en quitarle para descubrir unos diminutos piececitos. La aparición de «la Pavone» en mi casa fue todo un acontecimiento celebrado por mis padres y mis tías, que eran fans y no paraban de decirme la suerte que tenía. Quise mucho a mi Rita Pavone. Mi madre le hizo un cárdigan precioso, largo, de color gris perla. Con el tiempo, como pasa con todos los juguetes y si no vean «Toy Story», Rita Pavone desapareció o quedó arrinconada, sustituida por Leif Garrett o cualquier otro ídolo de la adolescencia, por los teléfonos de chicos guapos escritos en márgenes de algún libro y a los que nunca llamé, por la dispersión extraña con la que juega el tiempo hacia adelante. En una de aquellas limpiezas generales que mi madre se empeñaba en hacer de vez en cuando, encontré una bota de la Rita Pavone. dentro de un juego de Memoridacta. Sin embargo, esa aparición triste años después no es mi recuerdo, sino aquellas pecas que le brotaban, redondas y perfectas en la nariz respingona.

Mi deseo de esta Semana Santa atípica, más enclaustrada que otras, es que os regalen un huevo con pollito de peluche. Y dentro, de sorpresa, tengamos un calendario de normalidad y obligaciones, de alegrías, de poder cruzar la calle cuando nos pete porque nos hemos olvidado una zanahoria para hacer un guisote, de mucho sexo y rockandroll, de conciertazos y de quedarse en casa porque tenéis una resaca del quince.  Una sorpresa de cafés inesperados y de llamadas normales, sin Zooms ni pantallas de por medio, porque sí; no porque nos aburramos o nos sintamos solitos o pequeños. Lo demás, el resto, lo ponéis vosotros : a mí, de momento, me dais un vermú en la terraza del Dársena.

Leo: Acabo de terminar Cómo ser famosa de Caitlin Moran (divertida a ratos, pero ni de lejos la genialidad de Cómo ser mujer) y Rewind de Juan Tallón, que me ha parecido una narración impecable y muy bien construida, emocionante.  Ambas han sido cortesía de Galiciale, a través de ebiblio, la plataforma de préstamo de libro electrónico pública y gratuita. Agradecimiento infinito.

Escucho: Pues, claro, a RITA PAVONE, porque además acabo de volver a ver Nueve Reinas y me acuerdo mucho, muchísimo de esta canción.

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