Mujer bebe sola en un bar
Para Pau (@extreme_thinker) por regalarme sus ideas y una gran conversación. Gracias.

Vintage woman drinking. Esta foto aparece en una edición de Beautiful and damned, de Scott Fitzgerald en Penguin. No tiene créditos aparentemente.
Siempre he oído decir que el mar reclama lo suyo, su espacio, devuelve a veces aquello que le sobra y le es ajeno. Los bolsillos de abrigos de otros inviernos – lo que los convierte en otros abrigos a los que de nuevo hay que domesticar- traen a veces entradas de cine arrugadas, triangulitos que al deshacerlos desvelan el turno de la carnicería del Gadis («le atendió Mari Carmen, que tenga un buen día)»,algún mechero que robamos cuando hacíamos que no fumábamos, monedas de euro, con suerte un billete. Otras veces, esos abrigos -asilvestrados por todo un verano guardados en un exilio de armarios oscuros- traen una barra de labios perdida hace tiempo (me sucedió ayer, qué maravilla desenroscar esa tapita de nuevo y ver salir esa fantasía cremosa, esa que crees te hará mucho más bella), traen también olores de una vida que fue nuestra en otro invierno. Pero no son los únicos habitantes silenciosos de espacios en claroscuro: las redes sociales son también lugares muy porosos y de ida y vuelta, no hablemos de noticias falsas ni de la falta de contexto, hablemos de esos artículos que lees, quieres guardar y no sabes qué demonios ha sucedido que los pierdes, no los encuentras y, voilà, vuelven a aparecer.
Leo sobre escritoras alcohólicas un artículo que ha vuelto ha posarse en mi pantalla, como una mariposa somonolienta de invierno. Nunca había pensado en el alcoholismo en términos de género. hasta que leí este articulazo de Begoña Gómez Urzaiz. De escritores y sus rituales de bourbon y whisky, de la casi admirada complacencia, de la tolerancia risueña que exhibimos ante ellos, sabemos mucho. El libro de Kingsley Amis, Sobrebeber, no es una expiación, es una exhibición sardónica y crápula, terriblemente divertida. Y subrayo terriblemente. Pero, como sabemos, no era algo exclusivo de escritores: el postureo de alta gradación se compartía con el bonachón de Spencer Tracy, el tipo duro Bogart, el simpático y atractivo Dean Martin y tantos otros. Pero, ¿dónde estaban las mujeres? El alcohol, su aspecto lúdico y la naturalización del mismo (véase cualquier capítulo de Mad Men y sabremos de qué estamos hablando) son y han sido un #todopirolos en toda regla. ¿Por qué? Porque una mujer que bebe es problemática, es un verso suelto, es un mueble que cojea. Leo sobre la adicción de Jean Rhys, de Duras (que habló bastante de su dependencia del alcohol) y el caso, a mi juicio, más extraordinario: el de Elizabeth Bishop, bebedora de colonia. Beben con culpa, muchas, como Jean Rhys, con la sensación de haber fallado. Y de no tener derecho a ese olimpo glamuroso de la creación alcohólica y, muchísimo menos, alardear de sus moñas gigantescas, algo de lo que sí hablaban y sin problema sus colegas masculinos, de Cheever a Carver.
Y ahora vayamos con nosotras. Dejemos el alcoholismo para centrarnos en la función, social o no, placentera o no, de tomarse copas, cañas o lo que queráis. No pretendo frivolizar, solamente hacer un pequeño trabajo de campo: ¿Cuántas de vosotras habéis ido solas a beberos una copa a un bar, por puro placer? O algo más: ¿qué pensáis si entráis en un bar y veis a una mujer sola, acodada en la barra, trasegándose su(s) copa(s)? Pau me recordó una escena de la genial Mindhunter en la que se decía «qué se podía esperar de una mujer que está sola en un bar». Yo confieso: cerca de mi casa hay una coctelería magnífica y me encanta cómo trabajan. No voy entre semana, solo por ver el local valdría la pena, es una maravilla, porque siento un pudor terrible y vergonzoso, casi de fracaso social, en beber sola, aunque no sea alcohol. Aparquemos, por favor, las homilías de momento: sabemos que el alcoholismo es un problema muy grave, muy banalizado y no se trata de eso. Se trata de hablar de conquistar espacios y de sentirse más Sancho Panza que Quijote. Y es cierto que es ridículo, pero no puedo evitar sentir un poso de vergüenza en la radiografía que, imagino, me hacen; etiquetada en términos que, creo y espero, no me corresponden. Y sí, hacemos de este modo el juego gratis a una idea rancia y absurda que autolimita y proyecta también nuestra (mi) más íntima vulnerabilidad: la opinión ajena. Ojalá nos la reflanfinflase todo porque hemos sido educadas en que todo lo que piensen nos la refanfinfle, ojalá tajarnos o no hasta el infinito (handle with care, of course), ojalá contar nuestras batallas al camarero (o preguntarle a qué hora sale, todo depende).Y aplaudo si lo hacéis, sois geniales: yo solamente vengo a hablar de lo que no hago.
El glamour del alcohol, si existe, es machirulo, o si no, escaneen los comentarios de sus parejas, amigos y vecinos cuando ven a una amiga o vecina más bébeda que Sue Ellen. Es inevitable: siempre comentamos, siempre sacamos un capítulo de un catecismo inexistente y la homilía es para ellas, no para él. Él es pavero, él es divertido, cómo es él. Prescindiendo del debate sobre la naturalización social (y genérica) del alcohol al que antes me refería,sentirse segura o no en territorio conquistado y sin compañía, es una labor mucho más ardua que lidiar con otros estereotipos. Pero para eso tenemos toda una vida por delante y la idea de conquistar solas los bares: la copa o el agua sin gas, eso ya lo escogemos después. Lo importante es entrar.
Recomendaciones que siempre me pedís y que yo doy siempre con pudor:
Ya sabéis que me compraría todo el catálogo de Alba editorial. Pues he cogido en la biblioteca (vayan a la biblioteca, señoras, comprar libros es maravilloso, pero en las bibliotecas pueden explorar y equivocarse mejor) Agnes Grey, de la Brontë que me faltaba por leer, doña Anne. Muy recomendable. He leído también una joyaca que se llama En un lugar solitario de Dorothy B. Hugues en Gatopardo ediciones. Soy poco lectora de novela negra, pero qué bien escrita está.
He leído también a Annie Ernaux, Los años (Cabaret Voltaire) pero eso da para un post enorme. Tengo aparcada a mi Marie-Helene Laffon de mis amores y su nueva y, seguro, maravillosa, Nuestras vidas (Minúscula, esa editorial tan encantadora). Me da que ambas tienen un paralelismo enorme aunque vengan de mundos muy diferentes.
Y escucho de nuevo a Suede, porque viene Brett Anderson al Gaiás, amigas, y estoy que no me llega la camisa al cuerpo.