Deshacer la casa

Fotografía sin créditos en la entrada «How to properly back and label your next move in Alberta». Pulse imagen para original.
Creo que podría contar mi vida partiendo de las mudanzas que he hecho. Los cambios de casa se parecen algo a los incendiados paisajes después de una batalla: ese apartamento vacío, desvelando las marcas de los muebles ya huidos, la extraña sonoridad de las habitaciones cuando retiras todo, la incertidumbre y fabulación de qué risas, qué voces y vidas llenarán ese espacio, qué pérdidas y hallazgos serán necesarios para dotarlo de vida. Una mudanza es una feria de viejas oportunidades, de nuevos reciclados, también de descartes. Al final, todo se resume en un montón de cajas, de bolsas a reventar y a punto de romperse, de la evidencia-¡siempre!-de que no calculamos bien, que no sabemos cuánto guardamos, que el síndrome de Diógenes va a acabar con nosotros y la firme promesa de reinventarnos en una austeridad mentirosa; lo he comprobado y esa intención no dura nada: al poco ya hemos llenado nuevamente de libros y postales las estanterías, de fotos a punto de caerse en la pared, de cartas del banco sin abrir, de bellas inutilidades cualquier espacio. Pero siempre estamos en el terreno de la habitación propia, del caos organizado de la vida privada, del intercambio de dos soledades diferentes. Me toca mudanza y me tocará domesticar espacios y sonidos, crear nueva épica doméstica. Pero será mía.
¿Y qué cuando deshaces un espacio que no es tuyo? En Hay que deshacer la casa, de Sebastian Junyent, dos hermanas se reencontraban para, de una vez por todas, dar carpetazo a una herencia y vaciar el espacio familiar, lo que servía, de paso, para encontrarse con todos los cachivaches, con todo lo que fue y perteneció a esa épica doméstica de la que hablaba antes. Qué lejano parecía, y qué raro, todo aquello cuando vi en teatro a mediados de los ochenta; qué escasa noción del fin de la vida. Yo he estado inmersa en meter en cajas, en decir sí o no, a muchos objetos, muchos álbumes y muebles que acumularon y fueron parte de la vida de mis tías durante años, muchos años. Y nuestro: qué perverso silencio cae siempre en los espacios habitados en otro tiempo, donde corríamos por los pasillos y nos disfrazábamos con ropa de mayores., donde cantábamos apiñadas en una mesa en Año Nuevo, donde recibimos regalos y discutimos sobre algunas cosas. Qué distinto es un sofá vacío, un costurero sin abrir desde hace tanto, cómo alterar ese orden sin pervertirlo, cómo entender que perteneciste como espectadora a ese escenario. Lápices y llaveros, pequeños cuadernos de notas con citas de Marguerite Yourcenar, recibos ordenados desde quién sabe. Qué melancolía en llevarte un álbum de fotos de la juventud familiar de la que no participaste, con amigas y lugares de tu ciudad que reconoces como ajenos y vintage, con la idea de que estás robando un pasado que fue parte del anecdotario de sobremesas. Las casas vacías de otras, qué modo tan trágico de escribir biografías, de lamentar el tiempo perdido.
Deshacer la casa es también encontrar carpetas de recortes que abres con pudor y ojos de perro cazador: listas de cumpleaños de todos los sobrinos, recordatorios de acontecimientos familiares, pulcras caligrafías de tinta desvanecida que, al leerlas, te hacen el estómago pequeñito, tan pequeño que solo es una minúscula molestia. Es un binomio de pérdidas y hallazgos, tomas de decisiones crueles y aleatorias, que crees que no te corresponden. Porque en esa invasión de la intimidad vacía encuentras que quizá no hayas conocido a nadie, que todas aquellas listas y recordatorios eran una forma de amor y de estar en el mundo que dabas por sentado, que tenían un valor que no reconocías porque iba siempre en el pack de tu vida rodeada de gente que pensabas que no iba a faltarte nunca, que nada iba a fallar ni a salir mal, que todo iba recto y luminoso en la línea del horizonte. Qué limitada es la juventud, de verdad. Lo único que sobrevivirá de nosotros será el amor, colándose entre las cajas de álbumes amontonados en un trastero, un amor que nadie recogerá porque no tendrá ya destino: fue vivido, sucedía ante nosotros y no lo vimos. Menos mal que podemos reconocerlo después, en esos restos invisibles, en esas cajas llenas de polvo que reconstruyen lo perdido.
Nota bene: Tengo obsesión con la historia de los Modlin, de la que ya he hablado en distintas ocasiones. El azar fue fundamental en reconstruir su historia, pero no dejo de pensar en una caja de lata que vi la última vez que paseé por El Rastro: fotos en blanco y negro de una familia, miradas desconocidas, sonrisas, manteles de una casa con las migas del pan del domingo. Me pareció sobrecogedora esa involuntaria exposición a la mirada de los curiosos. Imaginé en ese momento que todos mis recuerdos, lo acumulado durante años, terminasen así, a la vista de cualquiera, sin el valor del conjunto, con su contexto totalmente obviado, casi distópico. ¿Os imagináis?
Leemos: Paradójicamente, un ensayo sobre la casa de algunas escritoras…¿hay algo más íntimo que elaborar una semblanza a partir de un escritorio, de una silla de jardín, de una balda de una librería? La escritora vive aquí de Sandra Petrignani está traducido por Romana Baena y publicado por Gatopardo Ediciones.