Anchoas y Tigretones

En un cuaderno Moleskine (33) : los otros veranos

Photo by Pablo Merchán Montes on Unsplash

Como siempre, algunas hojas en el cuaderno que siempre lleva encima, nunca el mismo, nunca por orden:

 

«Hubo un tiempo en el que el verano era el verano de una niña sin aldea. Junio llegaba con esa promesa infinita de tiempo para perder, con esa mochila de una promesa de libertad indefinida en la que se mezclaban la ausencia de katiuskas y de gomas Milán; las horas estaban llenas  de flotadores o camas elásticas, de helados de La Italiana y de casetas de la  Feria de Artesanía. Hubo veranos, digo, en el que las niñas sin aldea no cambiaban de escenario ni en junio ni en julio, tampoco en agosto, y no necesitaban setiembre tampoco como un final de etapa; hubo tiempos en que vieron ese mes como la frontera alcanzable de algo nuevo, lejana pero con todo por estrenar. Niñas que no tuvieron bicicletas ni pandillas llegadas del otro punto de la península para recorrer las calles de cualquier pueblo blanquísimo del sur, pueblo de ficción televisiva. En esa época tomabas el postre en casa a la misma hora casi que todos los días, solo que no había plátano, sino picotas o peras de san Juan,  y veías en la tele encendida en la salita, como en todos los postres del año, imágenes de algo que se llamaba «vacaciones»:  playas repletas de gente, de toallas guardadoras de sitio, de un exotismo de ahorro de clase media que era tan ajeno como inaudito en tu lugar de picotas y siempre el mismo flotador. Tú eras feliz: era tu vida.  Y eras feliz, entre otras cosas, porque aprendiste y muy bien a aburrirte, a qué hacer con el tiempo de aburrimiento, a hacerlo desaparecer, a gestionarlo. Pero, claro, no era tiempo de actividades extraescolares ni campamentos urbanos, solamente era eso: tiempo.

Aquellos veranos empezaban con la compra de sandalias, siempre azul marino, para recorrer el espacio entre tu casa, también la misma casa del invierno: eran las playas cercanas o las piscinas atestadas de ruidos, con el premio de la merienda al aire libre, olor a Nivea y a tirarse a la bomba, una felicidad de bolsillo tan perfecta como recortada. En esos veranos, hace de esto décadas que ahora puedes recorrer con varios dedos de la mano, todavía no sabías que era muy importante aprender inglés y que, por eso, muchas niñas del colegio se iban a Inglaterra -porque siempre era Inglaterra-, de donde volvían hablando de chocolatinas Cadbury’s  y comidas terribles con familias como los Roper; otras también volvían, pero ya más resabiadas, hablando de chicos espigados que daban primeros besos y escondiendo una primera cajetilla de More. Tú no lo sabías, no sabías nada de esto porque no tenías aldea ni tampoco existía en tu mente Inglaterra, donde vivía una reina con sombreros, se tomaban muchas tartas y pastelillos; Inglaterra era un lugar en los libros que te  prestaban tus vecinas, allí las niñas hacían fiestas a medianoche en internados al borde de las rocas de Cornualles. Pero tu tiempo, en tus julios y agostos sin genitivo sajón, era más tuyo que nunca. Todos los veranos ajenos estaban impregnados de ese horizonte ideal que da el extrañamiento, también los de los pueblos con río, las fiestas con farolillos de luces y casetas de tiro. Comiste algunas veces algodón de azúcar, fuiste en coche a la playa de Barizo, tragabas trozos de tortilla de patata llena de arena y bebías gaseosa en unos vasos de plástico con dibujos de payasitos. El tiempo, ya lo hemos dicho, era muy largo y extendido, daba para leer tantos tebeos como primeros libros en la galería soleada de una calle del centro de la ciudad; también para jugar hasta muy tarde, para ver fuegos artificiales de las fiestas de agosto, para llevar vestidos con tirantes que se enroscaban y comparar tus brazos morenos con los de las amigas. Fuiste adolescente, ibas de visita a distintos lugares, te empezaron a gustar más las noches de los pueblos  con verbenas y trasnoche tolerado. También empezaron a gustarte más las noches, más dosificadas en permisos familiares, de tu ciudad. Acampaste alguna vez bajo algún cielo estrellado. Y tuviste un verano único en el que recorriste Europa con mochilas y aquel bautismo de modernidad y adultez que era el Interraíl.  Eso, entonces, eran los veranos: espacios de luz infinita, a light that never goes out.

Llegaron otros años en los que el verano tenía también sandalias, pero era el tiempo de hacer granero para el invierno; asomaba  la precariedad que convirtió a alguna generación en hormigas temporeras y  previsoras.  Eran los veranos intermitentes: hermosos en las escapadas a Corrubedo, a Porto do Son, a los pimientos de Padrón y a los berberechos en tascas pequeñitas. Esos años siempre estabas más blancucha que el resto, y escuchabas las historias de viajes de quienes podían gastar en conocer aeropuertos. Tú mirabas tu viejo pasaporte, caducado hacía años, y planeabas  futuros veranos, sin saber entonces que serías una viajera de invierno, de ciudades reposadas, de escasas aventuras a lo Camel Trophy.

Quizá a algunas los que más les gusta del verano es la añoranza previa del próximo otoño. Aun así, démonos prisa: los helados se derriten rápidamente, es hora de ir todos los días a probar, uno a uno, todos los sabores.»

Fuera de todo esto: 

Lean a Barbara Comyns y su desnortada y perversa ficción. El enebro (Alba editorial, colección Rara Avis). Es una lectura perfecta para el despertar de una siesta de verano, de esas de jardines con sombras acaricadoras. Cuidado con los pájaros que revolotean.

Vean Tales of the City (está en Netflix, basada en las obras de Armistead Maupin), San Francisco siempre es una buena idea. Revisando las temporadas previas, me sorprende pensar en cómo pudo emitirse por la pacata tv norteamericana esta ficción tan libre y tan abundante en desnudos integrales, en conversaciones sobre transfobia…

Recomiendo vivamente (me encanta decir eso, no me preguntéis por qué, pero es una frase hecha que adoro) la lista de Spotify «Señoras que…» de Bibiana Candia. De Mari Trini a Beyoncé, pasando por María Jiménez, Rocío Jurado…

 

 

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4 pensamientos en “En un cuaderno Moleskine (33) : los otros veranos

  1. Susana Madera en dijo:

    Muy inspirado este texto! Me gusta muchísimo: encuentro el lenguaje muy poderoso. Le voy a echar un vistazo a la serie de Tales of the City

  2. Bendito «aburrimiento». Entre los 7 y los 17 (más menos…), en verano: meses de leer, sobre todo de leer, pero como bestias, como ya nunca. (y helados de la Italiana… ¡ay!) Me paso a lista de Spotify, gracias!

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