Anchoas y Tigretones

Los otros libros

Estuche para lápices basado en una antigua tarjeta de préstamo de la NeW York Public Library. Gracias a Susana, que me trajo este pedacito de mi biblioteca favorita en el mundo.

 

Llevo a cuestas- aunque sea de forma imaginaria, no necesariamente como una metáfora- demasiados inventarios, demasiados libros de cuentas con haberes y debes. Llevo, también, los bolsillos llenos de pequeños recordatorios- un principio de cuento, las claves de alguna aplicación a la que alguna vez me apliqué, el teléfono que quiero olvidar y no consigo- de débiles enlaces a otros tiempos. Ese sedal a otros calendarios, esas boyas al pasado, son producto de una permanente nostalgia que no me ha abandonado jamás, que empecé a cultivar casi de niña. Cada año, al pasar de curso, miraba arrinconados los cuadernos apurados hasta la última línea con esa mezcla de añoranza (y algo de superioridad) de quien siente que ha pasado por encima de algo, que no necesariamente lo que venga será peor o mejor, que sonríes con complicidad a  la persona que eras entonces, a quien empezaba hace unos diez meses esos libros, esos cuadernos. No sé si tengo dentro una máquina para proyectar melancolía – sería bonito: como sombras chinescas, ¿puede haber algo más tristón y dulce?- pero esos recordatorios, esas flechas precisas a una felicidad que siempre encuentro en un pasado de desván y baúles, me convierten en una petarda con la cabeza en otro sitio, añorando las líneas que acabo de escribir, echando de menos lo que se deshace en un momento, las fotos del viaje más reciente, el titular del periódico de hace semanas que coges para llevar al reciclado…¿será que lo que hago, más que melancolía, es asumir la decepción de que el tiempo transcurrido entre esos marcapáginas, entre esos anclajes y el día de hoy han sido solamente un contenedor de ilusiones, de castillos de arena derruidos? Lo efímero es aquello que, a la hora de la verdad, permanece y dura: las miradas furtivas y sostenidas a algún desconocido en la calle-glorioso el pelirrojo de Bérgamo que se quedó mirando mi recién enzanahoriado pelo con sonrisa de hermandad-o, también, todo aquello que fue un momento parte de una rutina diaria, que hemos deslizado con nosotros en el día a día. Toda aquella arquitectura débil de un momento perdido en algún tiempo.

Hace años, la querida Verónica Lorenzo escribió sobre una joven biblioteca para heredar. Hablaba de cómo con esfuerzo y dificultad había ido reuniendo libros que la habían acompañado en diferentes mudanzas, en acarreos diversos por los lugares- ¡tan volátiles también las habitaciones que alquilamos, los pisos que abandonamos después de unos años dejando atrás tanta biografía!-que ha ido recopilando en sus escasos años por el mundo. Yo, que he padecido de síndrome de Diógenes documental del que consigo curarme de vez en cuando, le contesté en un post que llamé Las bibliotecas que nunca tuvimos . Lo releo ahora y pienso de nuevo en aquellos libros que me acompañaron y que nunca conservé: libros que llegaban por préstamo interbibliotecario desde Indiana o Massachussetts cuando era una inquieta y aún joven doctoranda de universidad californiana, otros que también fueron patrimonio lector de otros y otras en las bibliotecas públicas cercanas a las ya tantas casas en las que he habitado. Reconozco siempre que fabulo un montón sobre las hojas de préstamos de los libros : miro la fila de las fechas, si hay huecos o no, si estreno yo esa hojita de viajes imprecisos. Imagino quién ha podido tener ese ejemplar en casa, si le habrá parecido lo mismo que a mí la novela o el ensayo en cuestión, por qué lo habrá solicitado. Fantaseo con una especie de club de lectura virtual en donde pudiese comunicarme con todos aquellos lectores y lectoras que me han precedido, imaginar también a qué manos pasará después, cómo será la pervivencia en el tiempo de ese pequeño retazo colectivo que he tenido para mí en un momento. Es curioso: no soy capaz de comprar libros de segundo mano porque les doy un hogar que, creo, no les pertenecen. He visto tantas veces volúmenes- con sus notas y dedicatorias- a la venta, que siento muchísimo pudor hacia esa apropiación (esta sí involuntariamente cultural). Me gusta que los libros que no son míos tengan el estatus de huéspedes: los tengo en casa, los llevo de paseo, los devuelvo y no los abandono; forman parte de una extraña e invisible cadena de afectos que yo he esbozado de forma totalmente involuntaria. ¿Son todos esos provisionales habitantes de mi vida parte de lo que yo consideraría mi biblioteca? Pues claro que sí: son casi patrimonio inmaterial e involuntario, habitantes de un tiempo, nada más; acogidos de forma ocasional y queridos como los que llevan viviendo aquí desde hace mucho tiempo.

Por eso, quizá, cuando hablamos de habitantes provisionales, de la paradoja que se elabora cuando se habla de lo estable que se tambalea, hablemos de todo aquello que viene y va, que adoramos y mimamos en momentos concretos, de aquello por lo que daríamos la vida. Y, qué cosas, termino estas líneas apresuradas en un día festivo, en la extraña ruptura de una mañana de lunes sin tráfico y con gran parsimonia, y entiendo que a lo mejor no estoy hablando solamente de libros: todo aquello que no ha permanecido es quizá lo que se engancha mucho más en el recuerdo. Pero claro, esto ya no es una teoría, es, como ya dijo antes alguien, la pureza de mi corazón.

 

Como siempre me lo preguntáis, lo pongo:

Qué estoy leyendo: Terminé hoy Esplendor de Margaret Mazzantini (Seix Barral, 2016). Traducción de Isabel González. Por qué algunas autoras italianas son prácticamente desconocidas en España es algo  que no consigo entender.  Esta novela es gloriosa, de una violencia poética, un auténtico bildungsroman. La identidad sexual y el dolor amortiguado por destellos de felicidad en vidas que se unen y bifurcan. Y la Italia de 1970 como punto de partida.

Qué estoy viendo: Tales of the city., basada en las historias de Armistead Maupin y que conservo en un volumen muy baqueteado de Anagrama del año de la patata. Esta serie varía con respecto a algunos planteamientos originales (Maupin es cribió estas crónicas sobre la libertaria San Francisco a lo largo de varios años, para ser publicadas semanalmente) pero muestra muy bien qué debió ser el inicio de la comunidad LGTBi en la era previa y durante Harvey Milk. La estoy viendo en Netflix.

Qué estoy escuchando: Pues estoy con el firme propósito de trabajar más mi maledetto italiano, así que listas de Spotify con cantantes italianos. Me gusta mucho una que se llama Ma che freddo fa.. allí están Mina, Patty Pravo, Francesco de Gregori…variada e interesante.

 

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3 pensamientos en “Los otros libros

  1. Comparto la melancolía pero me he impuesto a mi misma combatirla. Por ejemplo, sí compro libros de segunda mano. Es más, son los que prefiero. ¡Ya no los quiere absolutamente nadie (es tal la avalancha)! Después de leerlos los dejo ir, los tiro directamente o los uso para encender la chimenea… (también los de primera mano, si creo que no voy a volver a leerlos)
    Pero bueno, es verdad que no solo estamos hablando de libros. GRACIAS por el post!

    • Combatir la melancolía siempre es buena idea. A la hora de la verdad, y que nadie me tire piedras por esto, los libros son papel y cartón, hay bibliotecas, ya los hemos leído: no pasa nada si los abandonamos, regalamos, reciclamos…pero hay algo más en lo que hemos ido acumulando en años, no solamente el polvo en las páginas y el lomo. Es difícil deshacerse de algunos, tampoco es fácil acoger a los que han sido de otros sin sentir cierto grado de tristeza, de empatía triste. Es así. ¡Gracias por leer! 😉

  2. La dulce melancolía…

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