Luogo del cuore

In realtà, i romani mi sembrano insoportabbili. I migliori abitanti di Roma sono i turisti.
Hace muchos, muchísimos años, una mañana de domingo, yo estaba en casa de mi prima Mayra. En una pequeña habitación que daba a un patio tenían un pequeño estudio de radioaficionado, algo exótico, lejano y delicado para una niña de provincias de principios de los ochenta. Me acuerdo de cómo una mañana gris, como muchas mañanas de domingo de la infancia, se transformó en luminosa: la de que todo se abría a un mundo diferente, lejano y atractivo como la madriguera por la que se aventuró Alicia detrás de un conejo blanco. Entre aquellas interferencias y ruidos de huevos fritos, la voz de un chico de Brescia en Italia, una voz entrecortada que decía que sí que nos escuchaba; recuerdo cómo fue correr hacia el atlas, cómo fue también explicar a gritos innecesarios ante el micro que tú escuchabas desde «el noroeste de la España, Coruña». Un alfiler en un mapa era el concepto de lo extranjero entonces. Y Brescia fue una de esas fronteras lejanas que conjuras. Una más, claro está.
Hay algún ensayo por ahí que habla de la utilidad de lo inútil. No soy amiga de recomendar lecturas que no he hecho, y mucho menos comentarlas Pero el título es tan contradictorio como provocador, sintiendo quien esto escribe que es casi una traición a la esencia de lo inútil: que sea apreciado individualmente, sin grandes exhibiciones ni pactos públicos. La belleza en sí es un don tan inútil como perfecto, nos da ese placer de la disidencia individual, aquella que necesitamos construir para poder sobrevivirnos a nosotros mismos. Cuando me preguntan por qué estudio italiano o el por qué de mi fascinación por Italia, siempre sonrío y explico que, precisamente, porque no vale para nada, porque la lengua italiana es tan bella como poco práctica. Entiéndaseme bien: en una época en que todo es utilitario y ha de tener un fin en términos de puntos, habilidades y competencias, no hay nada mejor que empeñarse, sencillamente, en aquello que te gusta porque sí, porque nunca vas a comprenderlo del todo. Italia me fascina porque no vivo allí, porque su historia y su realidad es tan luminosa, herida y compleja que me sobrepasa, me provoca rechazo en algunos momentos, pero que, como decía recientemente en un artículo Enric González, tiene – a diferencia de otros lugares sugestivos- esa capacidad de hacer la vida llevadera. Italia, con sus Salvinis y sus partisanos, siempre corre el riesgo de convertirse en una postal soleada cuando queremos alejar el estereotipo de pizza, góndola y transeúntes bien trajeados; nos devuelve siempre la idea que hemos creado de ella, la amplía y la reduce: nos enamora su música y sus san Remos, su cercanía y a la vez su exotismo. Desde lejos sigue siendo ese destino del Grand Tour que ansiaban los aristócratas británicos, quizá los que más han contribuido a elaborar esa estilización que comparto. Mi idea, difusa,mezcla a Tadzio en el Lido con Albertone comiendo spaghetti, también a Silvana Mangano luciendo cacha y llamando a la rebelión. Italia es la Magnani corriendo tras un camión y es el perfil de Dante, son los tiffosi y las Brigate Rosse, es el paseo por Turín buscando la antigua sede de la editorial Einaudi, la tarde cayendo sobre el Castello Estense de Ferrara, la placa que recuerda a Umberto Eco en un pasillo de la Biblioteca de Bolonia, la lluvia pertinaz una tarde de primavera en el Foro. Italia es tan grande bellezza como Suburra, tan comedia de maggioratas como la vida creciendo alrededor de Lila y Lenú en un Nápoles destartalado y oscurecido por la sombra del Vesubio. Acabo de regresar y ya quiero volver: cuánto me falta por vivir allí, cuánto encontrar de realidad y vida. De lejanía de mi vida corriente: porque eso, y no otra cosa, es un viaje.
Todo lo que escribo es siempre parcial y poco conciliador. No voy a hacer un análisis más riguroso, más realista, más agarrado a las noticias: los lugares a los que viajo y me gustan siempre están idealizados, incluso desde la primera visita. La chica que recorrió Italia con mochila en 1985 no se cansaba, no vio las colas delante de la Galleria dell’Academia, ni siquiera en le stanze di Raffaello, las calles de Venezia le parecieron igual de hermosas que en la idea que Aznavour tenía de ellas cuando las recorría enamorado. No, en ese viaje todo era perfecto porque ibas quitando alfileres de aquel viejo atlas que consultaste un domingo de mañana, iba llenándose de barroquismos y renacimientos, iba con hambre atrasada de otro aire. Por fin, aunque no fuese muy habitual, el mundo se abría. Y yo, primera persona de nuevo, sabía lo que quería encontrar, que no era nada más que un puzzle atesorado durante años, con piezas brillantes y muy bien escogidas. Qué más añadir: una es consciente de cómo elaborar esa ficción, de cómo no sorprenderse para mal más de lo necesario, de cómo atenuar los impactos que esa construcción,débil pero muy arraigada en mí,puede sufrir. Los ataques de realismo, esa constante amenaza de suscribir lo que Sciascia decía cuando afirmaba que Italia era un país sin memoria ni verdad, están siempre ahí. Pero esa idea resistente que he conformado durante muchos años resiste. Y es algo que, por fortuna, no puedo reducir a la lógica ni resolver con un Excel, son datos no muy fríos, son de mi cosecha, es propio. Qué más da si a nadie le convence: yo quiero ser una eterna Jep Gambardella- pero como señora estupenda, es decir como flaneuse, para cuándo una palabra en italiano- engullida por ciudades que amo.
P.D. Paseé largamente por Brescia en una tarde de este mes de mayo. Ojalá me hubiese cruzado con aquel chico, hoy un adulto, que me hizo situar en un mapa una ciudad del norte de un país que se llamaba Italia. Grazie tante.