Vivir en domingo

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Mi padre me contó en alguna ocasión que, de niño, le dolía la cabeza los domingos por la tarde. La tarde del domingo es esa cuenta atrás ralentizada por pequeños episodios de felicidad que no pueden distraernos, casi nunca, de lo inevitable, de ese lunes que odias pero también ansías. Lo que quieres, lo que queremos, es acabar con esa enfermedad del domingo que es como un catarro no muy grave pero pertinaz, que sabes que pasará y nada será tan terrible, pero tienes que transitar por esa angustia del fin de una breve tregua. Esa pequeña suspensión de la rutina que es el fin de semana se llena siempre de promesas y anhelos, esbozados en un cuaderno invisible y mental el viernes al mediodía. Yo acumulo tal cantidad de esbozos que sería imposible cumplirlos, aunque me transformase en un cruce entre superheroína y diosa hindú multibrazo y multitarea, con habilidad también para la dislocación temporal. A mí hay algo del domingo que se me hace provinciano y como con alivio de luto, casi como un personaje del primer Delibes; el final del domingo es un anticipo de esos juicios con una misma que nos dan de vez en cuando y que, al menos yo, aparto de un zarpazo («qué estoy haciendo de mi vida, por qué este trabajo y no otro, por qué no me voy al Nepal a pasar de todo-> esto me dura diez segundos, Nepal, ni de coña). Pero volvamos a la angustia pequeñita que, males contemporáneos aparte, intentamos mitigar a golpe de maratón de series y sofá, esa terapia aún no clasificada en ningún manual de psicología y que, seguramente, no sirva para mucho más que para aplazar ese examen de conciencia, ese calvinismo machacón aprendido en los años de catecismo o de educación reglada. No te levantas del sofá ni para tender la ropa, algo muy de domingo, pero, inevitablemente, los capítulos se acaban, las series también, y el calendario no miente: del domingo vamos al lunes.Y vuelta a empezar.
La esencia melancólica y algo febril de los domingos en la literatura y el cine nos indican que en esa calma chicha no pasa nada y puede pasar todo. El domingo es el único día en que muchos niños ven a sus padres, algunos amantes se encuentran furtivamente, hay siesta y lentitud, pero también intriga y pasión. Qué escondido está todo dentro de este día, de verdad. Veo una película que me emociona y me sobrecoge, creo que como tiene que hacer el buen cine. La enfermedad del domingo, ajustes de cuentas y biografías ajenas aparte, pone en el centro de la acción a una mujer cuya vida es un eterno domingo por la tarde, un stand-by, un pasar el tiempo sin esperar. Después de ese extraño encuentro entre madre e hija, sin saber nada la una de la otra en tantos años, la madre le pregunta qué ha hecho en todo ese tiempo, intentando entender a esa desconocida que fue parte de ella hasta que la abandonó.La hija responde que poca cosa: no terminó los estudios, no se especializó en nada, una sucesión de trabajos basura, …y remata con «no, yo no…». Yo, no: yo no he hecho más que respirar día a día, yo no he ido adelante o ni siquiera he buscado un camino, yo no he hecho nada más que entretener la espera de la muerte. Una vida que ha sido como esas tardes finales de la semana, alargadas y solitarias, en las que apenas intentas rellenar un crucigrama u ordenar un armario, mirar a través del cristal la calle vacía y somnolienta, poca cosa, ya ves. Ese domingo enfermo que podría ser un jueves o un martes, total es todo lo mismo. A lo mejor la soledad es ese hilo que une melancolía y distancia en esa relación de rencor y olvido que desarrollan madre e hija, no lo sé. Porque la soledad, y eso sí lo creo, es dominguera y de ahí vienen las punzadas de tristeza que nos hacen, muchas veces en domingo, en cualquier domingo, preguntarnos lo que la madre de Chiara le pregunta y responder lo que Chiara responde: quizás yo no haya hecho nada. Quizás estoy viviendo la grisura que merezco, yo qué sé.
Pienso en el niño que era mi padre con su dolor de cabeza endomingado, en todas las tardes en blanco y negro que hemos podido vivir adelantando la angustia sin sentido del final de la semana y del principio de otra. Y, sin tener nada que ver, me vienen a la memoria varias imágenes de una de mis películas favoritas, El Sur, de Víctor Erice, una película que es un domingo en sí misma: Estrella delante del cine Arcadia, la vuelta a casa, la imagen de aquella veleta en el tejado, incluso el baile el día de la Primera Comunión, ¿puede haber algo más de domingo que todo eso?
Sí, el domingo tiene esa esencia melancólica, algo enferma y maldita, como el otoño que adoraba Apollinaire. Seguro que a él le acabó doliendo la cabeza un domingo. Ese sentimiento es universal. Feliz lunes.
Para librarse de la grisura del domingo: Podéis participar en el reto #homero2019 y leer un canto de la Ilíada cada semana. Si esto es muy dominical, a mí me ha encantado Los países de Marie-Hélène Laffon, en Minúscula. Pensaba escribir sobre esto, pero se me fue el domingo al cielo.
Y escuchad Mr. Rain en Spotify. Cosa bonita.
Cuando era niño, los domingos me revolvían el estómago. Cada domingo era un largo, lento presagio agónico de que se había acabado el tiempo sin colegio y tenía que volver a los deberes y a la señorita Carmen con su implacable regla de madera. Los domingos no se disfrutaban y, por lo tanto, no existían. Sólo estaban ahí para martirizarnos durante veinticuatro horas, para agarrotarnos y no dejarnos leer esos tebeos que leímos el sábado, dibujar esos superhéroes que dibujamos el sábado ni vivir esas aventuras imaginarias que vivimos el sábado.
Pero con la adolescencia llegué a adorar los días laborables. El fin de semana sólo era un molesto paréntesis antes de volver a las risas con los compañeros de clase y a mirar a hurtadillas a Cristina haciendo como que me asomaba a la ventana. El domingo era un día que vivía con ansia, con prisa, presagiando todas las aventuras que ahora ya no tenía que imaginar, sino que podía experimentar a empujones.
Hubo un tiempo en el que trabajaba. Entonces los días pasaban acorchados, entumecidos, como envueltos en algodón empapado en láudano, desempeñando una tarea mecánica en la que yo no era yo y que sospechaba que podría llevar a cabo un mono amaestrado. Sólo vivía para los domingos, esperando a que llegaran para vivir de verdad, para sentirme un ser humano tras el borrón agotado del sábado.
En 1990 The Waterboys cantaban sobre una vida de domingos, pero para mí, ahora que ya soy el fantasma de las Navidades futuras, y que de lunes a viernes me arrastro tediosamente entre las horas, que los fines de semana parecen pertenecer a otro como una existencia contemplada en una pantalla de televisión, intento cada día vivir una vida de sábados. De los sábados de antes.
Yo, imagino que es cosa de la vejez, ya no temo los domingos. En mi caso era un pánico terrible a la soledad en casa, a que no viniesen primos ni amigos, a que fuese un lento y larguísimo languidecer frente a la ventana siempre salpicada de lluvia. Ahora, en cambio, los domingos son un regalo raro, de aperitivos tardíos y de comidas con la poca familia que me queda, de tardes solitarias de lectura o película, de reuniones con amigos o de paseos al sol, dependiendo del momento. Pero reconozco esa angustia, esa tristeza, ese spleen como algo agarrado a la infancia. Pobre domingo.
Gracias por venir y compartir tus vivencias.