La pobreza, esa obscenidad
Mirar a los ojos a la pobreza es difícil cuando nunca has sido pobre. Incomoda y aturde. Es una visita pesada que quieres quitarte de encima cuanto antes. Evidentemente, en todo hay gamas: cuando hablo de ser pobre, hablo de ser pobre,;ojalá no sepan de lo que estoy hablando. Casi todas las personas con las que me relaciono o conozco, y ya sé que ese «todas» es un absoluto que me llevará a negar la mayor en cualquier momento, hemos o han tenido problemas económicos, pero ninguna ha sido pobre. No. Pobreza es no poder ir al instituto (y quedarte en casa, sin clase) porque tu pueblo dista un tramo enorme y no tienes otro medio de desplazamiento que la bondad del que pare y te lleve en la carretera. Pobreza es, sabemos, dividir y subdividir raciones de pasta, arroz, salsa de tomate de marca blanca y que el plato de una madre, de un padre, sea siempre el que tiene los bordes más limpios, el que ha acogido menos cantidad. Pobreza no es renunciar, pobreza es soñar con poder renunciar: nada es una oferta real. Pobreza es desayunar agua caliente sin más y entretener la espera de las horas futuras mirando la tele. Ser pobre es no tener un plan más allá del día a día, es sentirse fuera de cualquier rutina, son cartones en un portal o cajero automático, pero también es el agujero en el zapato del que tiene trabajo pero sigue siendo pobre, de quien enferma seguido porque vive en un cuarto infame, compartido con humedad y tos. Estas son algunas, no todas, facetas de la pobreza, son pequeños flashes. Y son todos reales.
Hoy he hablado con una mujer que me pidió dinero, muy avergonzada, a la puerta del supermercado. Ojeras, pelo descuidado y mojado por la lluvia, creo que todavía lejos de la marginalidad, pero asustada de verla acercarse a pasos agigantados: eso se ve en una mirada, en su manera de estirar su cazadora al hablar conmigo, en su voluntad de dar buena impresión. Su historia es tan común que casi no quiere ni contarla: parada de larga duración, víctima de la crisis del 2008, sesenta y dos años, ayuda de 400 euros para piso y comida. Llora, llora como quien lleva mucho tiempo aguantando, llora porque le cogen la mano y alguien la escucha, porque alguien le regala cinco minutos. Llora y se queja. Pero no se queja de la pobreza: se queja de no tener hijos, familia, de no poder compartir el dolor, se queja de que todo el espacio que habita en la vida sea un espacio vacío. Se queja, sin decirlo, del eco de su voz en cualquier lugar. Se queja de soledad. esa faceta de la pobreza de la que tan poco hablamos. Que la soledad, en cualquier circunstancia de la vida, es un ghetto al que no queremos ninguna ir, es un hecho. Pero el miedo a la soledad es un vértigo que no termina porque, generalmente, confirma la peor de las sospechas.
A las que podemos, y bendito sea por siempre, escoger el hedonismo, hacer locuras (hay un precioso artículo sobre la locura cotidiana de Manuel de Lorenzo que podéis leer aquí y que suscribo de arriba abajo), no tenemos excusa para no mirar la pobreza a los ojos. Para aprender, de una vez por todas, que convivimos con un mundo extraño y extremo, en el que es perfectamente legítimo el «un día es un día» y la conciencia de que cualquier día, en cualquier momento, podemos llorar avergonzadas ante una desconocida en la puerta de un supermercado; no hacen falta ni seis grados de separación. Por pobreza, por soledad, por la indiferencia de otros, por la enfermedad, que no siempre une. Ser hedonista no implica ser indiferente, al contrario: implica el derecho, la absoluta obligación, de ser feliz (mientras el mundo nos lo permita). Lo demás, perdónenme, es vivir de perfil.
Cosas bonitas para escuchar: Escucho muchos programas de Radio3. Hacía tiempo que no escuchaba, por el horario, «Café del sur», una belleza los domingos a las 8.00 (cosas de dormir a pierna suelta). Aquí hay un podcast dedicado a Bella Italia, que es, eso, bella italia. Y con una versión de Batiatto de «Il cielo in una stanza» que es da morire d’amore. Lo podéis escuchar aquí.