Anchoas y Tigretones

Manos y otras vidas

Publicidad de Crescendoe gloves, hacia 1950. He encontrado la imagen en Pinterest y creo que no tiene derechos. Si no es así, adviértanmelo y la retiro, aunque yo no gano un duro con el blog.

Miro mucho las manos de las demás, las manos que veo a diario, porque me parecen siempre las hermanas pobres de la fisonomía de alguien. Pasamos la vista por encima, como en las lecturas en diagonal de titulares y de rabias tuiteras, poco más. Veo tantas manos desconocidas en el día a día que tienen historias o que son historias en sí, que una ya no sabe si las inventa o forman parte de esa realidad aumentada que vamos hilvanando para pasar la vida.  Las manos del revisor del tren, devolviéndote el billete todos los días. Las manos de la señora que vende la fruta,  haciendo despacito una cuenta en el extremo del papel que está sobre la mesa, sus dedos regordetes exhibiendo sortijas y un esmalte de uñas de color perla. Las manos también que me curan cuando pulsan algún circuito oxidado de mi cuerpo, «clínica de fisioterapia» pone en la puerta, unas manos algo naif en el cartel del anuncio. Otras manos  ofrecen poemas envueltos en un rulito con un lazo, todos los días delante de casa. Oigo la voz que me pregunta si quiero un poema, a veces lo rechazo con dulzura;otras, me da pudor no hacerlo, lo compro. Otras manos, también desconocidas, se extienden delante de mí como una interrogación muda: dame dinero, llévate la tristeza, aparta la oscuridad. Manos que gritan, tantas manos a diario : las manos como el estandarte de una biografía que desconocemos, casi como la máscara de las personas que vienen detrás.

Hace años jugábamos a construir vidas ficticias, las «vidas de mentira», lo llamábamos. Hubo un momento que el gusto por la ficción comenzó a desbordarnos y dejamos de tener en cuenta la realidad. Dejándonos llevar por ese afán de competir en la fabulación, típica de los cafés de media mañana en la Universidad, imaginamos vidas al profesorado: así tuvimos una profesora a la que imaginábamos como reina de la belleza que había invertido el dinero del premio en pagarse una educación en prestigiosa universidad (en lugar de haber huido a probar fortuna en  Hollywood) ; un profesor al que creamos un pasado de atleta ligón en una universidad del Medio Oeste norteamericano, a  un reputado investigador le colgamos la cruz de que era,en realidad, un próspero comerciante de chucrut y salchichas en una pequeña localidad de Renania. Nos divertíamos tanto que creíamos tener el don de los guionistas para situar actores reales en entornos ficticios, los usábamos casi como peones sobre un tablero que nosotros íbamos moviendo a placer. La única regla era ser más rápido que los otros a la hora de descubrir nuevas presas, a la hora de hilvanar una biografía disparatada que provocase la carcajada de los jugadores. Ese recuerdo, ahora, me estalla en la cara como algo obsceno, casi como el haber participado en una novatada de la mili o en una burla general hacia alguien que no lo merece. Y no porque no fuese divertido, no. Porque he leído hace días la historia de un violonchelista de éxito que toca en la calle para sentir al público, desplazado por una cruel invalidez de su puesto en una orquesta de renombre. Y es una biografía tan literaria que seguro que en aquellos años de risas y fabulaciones se nos habría ocurrido algo similar. Y mientras toca en la calle, cerca de mi casa, miro sus manos que vuelan de un lado a otro del instrumento, unas manos que nacieron tan lejos de esta calle y de este momento en la vida, unas manos que han abrazado y habrán tirado de maletas en aeropuertos, habrán hecho también cuentas en el borde de un papel, habrán firmado contratos y resuelto crucigramas, habrán seguido la línea de la lluvia en un cristal, quizá en muchos más lugares del mundo en los que lo he hecho yo.

Y ahora, que intento terminar un post para que este blog siga teniendo sentido, me entero de la muerte de Carmen Alborch y evoco aquellas manos firmes y huesudas, su sonriente inteligencia, su melena rojiza y su modo de explicarnos que la soledad voluntaria es la forma más plena (¡y difícil, hijas, difícil) de la independencia. Manos, pelo, sonrisa. Qué esquemáticos son siempre los recuerdos, joder.

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