Anchoas y Tigretones

Truffaut, hamburguesas, chocolate y un seiscientos naranja

Para Ignacio , que me recordó que tenía que hacer más Je me souviens.

Escena de La noche americana. Origen de la foto si pulsas encima

 

 

Este post es apresurado, tengo maletas en la puerta, y es un post también de agradecimiento.  Seguís ahí, pocas seguramente, pero veo que entráis a diario por si hay novedades. A las señoras que se ponen detrás de la pantalla y delante del teclado la vida nos va llevando sin sentarnos aquí , sin pensar «¿de qué puedo hablar hoy?». A veces es la pereza; otras, la mayoría, la constatación de que otras y otros lo hacen mejor, para qué entonces. Pues porque escribir es un pulso a la vida. Tengo notas y folios amontonados para algo un poco más largo que esto de aquí, pero prometo dos o tres posts a la semana a partir de ahora, si no el músculo se me atrofia.

En el cuaderno, esta nota de ayer:

«Buceo en el catálogo de Filmin. Un día tendré que escribir sobre la ansiedad de la abundancia y la sobreoferta, porque hago más mira por aquí, mira por allá, que otra cosa. Y encuentro La noche americana de Truffaut. Es curioso el modo que tenemos de tender hilos en la memoria, es una de mis películas favoritas porque es cine sobre cine y también porque me sabe a un cruce entre hamburguesa con mostaza y chocolate. No, no vayamos a la magdalena ni nada de eso. Es que SABE a eso. Y sabe a un día familiar muy feliz, de hace muchos años.

Mi madre tenía un seiscientos naranja al que adelantaban, no podía ser de otro modo, los camiones de las bombonas en el centro de Coruña- naranja sobre naranja, todo muy armónico- y de lo que yo no era consciente, me parecía lo normal. Por eso cuando algún día mi madre decía: «vamos a mover el coche un poco», sabíamos que era una invitación a un día entero de preparativos y copilotaje, aunque siendo yo pequeña y mi padre contemplativo y comentarista del entorno en el asiento vecino al conductor, no éramos unos ayudantes muy reales. Ese sábado, movimos el coche a Santiago. No había autopista, y era toda una aventura de colinas, atascos y desvíos. Íbamos a Santiago porque el día anterior yo había aprendido, no sé cómo ni por qué, el estribillo «Si vas para Platerías, a pregar na Corticela/beberás auga bendita nos cabaliños de pedra». Por supuesto, se convirtió en el mantra familiar esa tarde de primavera. Hoy pienso cómo nos verían desde el aire si alguien pudiese filmarnos con una cámara aérea: dos adultos y una niña cantando ese estribillo de forma intermitente en una bombona de butano móvil.

Llegamos a Compostela. Era a finales de los setenta, recuerdo mi abrigo con peluche que ya me quedaba algo corto y me daba algo de vergüenza, rec un chico con gafas a lo Lennon y poncho nos indicó muy amablemente. Me encantaban esas faldas largas de las chicas, los pantalones de campana, aquellas risas en pandillas, el suelo algo mojado de lluvias tardías. La calle de la Raíña llena de jóvenes entrando y saliendo de bares, la Quintana petada en corrillos. Me pareció entonces que Santiago era un lugar feliz, lleno de chicos y chicas sonrientes en calles preciosas, no me fijé en nada más, no sabía nada más. Qué grande me parecía ese lugar por el que ahora paso a diario y cómo tengo que pararme a veces ante su abrumadora belleza, ante esa altiva soledad que tiene su piedra. Compramos una caja de «Croquiños do Apóstol» en la Mora, yo estaba entusiasmada de lo fácil que había sido convencer a mis padres de que comprásemos algo tan innecesario, tan turístico, tan poco de merienda normativa. Me acuerdo de cómo se pegaban a los dientes, de que se hizo de noche en el camino de vuelta, de aparcar delante de Correos. Y de llegar a casa, yo muy excitada con el día tan distinto que habíamos pasado. Y me dejaron ver un poco la tele, algo excepcional porque era sábado. Claro, ponían La noche americana, en la que la gente era también joven e independiente, hacían cosas tan bonitas como rodar películas y tomar cervezas en las barras de los bares, fumaban, era todo una chulada, No entendí mucho ni la terminé; mi capacidad para perderme en las películas era todavía muy enorme, mi proverbial falta de concentración era mucho peor en mi infancia. Pienso que yo no dejaba de dar vueltas a lo que era mi idea de la juventud: un montón de chicos y chicas guapísimos en vaqueros, en pandilla, entrando y saliendo, un cruce entre los anuncios de Lois y Coca-Cola. La juventud era, quizá sea, un estado mental, para mí era algo lejano con la etiqueta de felicidad, con una idea de independencia que yo no sabría explicar. Luego el tiempo dicta o te deja hacer lo que sucede de verdad, pero ese es otro asunto, claro.  Hay un momento en la película en la que se explica qué es la noche americana: simular una escena nocturna, imitar algo. Para mí, todo lo que había visto aquel día en las calles de Santiago, mi idea de un futuro en el que llevaría faldas y bolsas de cuero repletas de apuntes en alguna Facultad del mundo, conformaban una idealización a la  que también aplicaba un filtro, el filtro de lo lejano, de lo posible. Y sabía a hamburguesa y chocolate  porque fue mi dietética cena aquel día, qué le vamos a hacer, no éramos nada veganos ni conscientes de que podría dolernos el estómago.  Ese sabor y ese recuerdo están totalmente vinculados, no se separan el uno del otro.

Hay que ver la cantidad de cosas de las que me acuerdo y que no tienen interés ninguno. Años después, escuché una entrevista a Felipe González en la que decía que La noche americana era su película favorita. No saquen conclusiones raras, por favor. »

 

Lectura recomendada: Limiar de conciencia de Cris Pavón en Urco Editores. No llega con decir que es impresionante, bueno, es que lo es y mucho. He escrito una reseña que saldrá en breve y espero poder enlazarla aquí.

Música: Desde que no tengo a Fran cerca, poco nuevo escucho, estoy muy Bowie y últimamente canturreo «All the Young Dudes» a todas horas

 

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