Las cerezas de Pavese, las vidas de Ginzburg
Una vez, hace ya tiempo, alguien me dijo que yo encontraría quizá algo del mundo que yo quería contar si leía a Natalia Ginzburg y así lo hice. Con admiración, respeto, envidia y algo de la sensación de estar llegando tarde a la fiesta del Sombrerero Loco. Hay un ejercicio habitual en talleres de escritura, en los lugares donde unos juntaletras enseñan a otros, donde lo único que aprendes es que siempre hay alguien mejor que tú, que no hay recetas y que lo mejor que puedes tener por bandera es tu libertad de escribir cómo y lo que te dé la realísima gana. Ese ejercicio, que me disperso, es el «Je me souviens» de Perec. Enumerar, describir brevemente recuerdos inconexos. Contar, por ejemplo, cómo se curvaba hacia arriba la calle de san Andrés cuando, con ocho años, saliste de una óptica asiendo la mano de tu madre y estrenando unas gafas, las primeras gafas de miope de tu vida. La caligrafía de mi padre explicándome el máximo común divisor, la «caja de los hilos» que había sido una caja de chocolates que alguien había traído de Inglaterra en algún viaje, de la que recitábamos «fry-milk- chocolated- assorted- nuts», traduciendo palabra por palabra en un viejo diccionario inglés-español que había sido de las épocas de estudiante de mi padre en la Escuela de Comercio. Y así, partiendo del «Me acuerdo», podemos tener un conjunto de imágenes fugaces, otras más asentadas, breves instantes que se han repetido o no pero que han hecho mella en nuestra memoria, con todo lo tramposa que quiera serlo, con todo lo diminuta. Dobleces de mantel de domingo, ruidos del patio de luces de un bloque de apartamentos, crujidos de bolsa de gominolas, cuadernos comenzados, entradas de cine en un abrigo de invierno. Una, que es perequiana a muerte, siente algo de pudor a veces, una falsa humildad ante la idea de que el mundo de mis pequeños recuerdos sea interesante o no, ¿a quién va a importarle? Y ahí está el quid del asunto: siempre crees que alguien va a leerte, y eso es lo que no tiene sentido. Hay que escribir para una misma, si lo sabré yo. Ampliar el encuadre no implica renunciar a un caleidoscopio: me gusta buscar el juego de lo pequeño, de lo conocido, de aquello que podría ser empático, universal y diminuto. Lo que es humano, vaya. Y por eso disfruto con Ginzburg.
Dice Elena Medel en el prólogo a la edición española de Lessico famigliare que la Ginzburg consigue que sus recuerdos nos parezcan nuestros. Es verdad: esa dignificación de lo cotidiano que hay en su literatura nos empuja a abrir el desván y los álbumes de la memoria, a actualizarlos e intentar incluso compartirlos de nuevo. Y contarlo así, con una abrumadora sencillez, por la que desfilan unos padres extravagantes, divertidos y peculiares; la convivencia con unos hermanos independientes y algo desapegados. Pero sí, esa convivencia, ese núcleo familiar, desarrolla un anecdotario, un universo propio remarcado en ese léxico del título. Frases hechas, anécdotas repetidas, pequeñas bromas privadas convertidas en muletillas familiares con el día a día. Un día a día que va subrayando, cada vez más, el compromiso político de los hijos, el exilio y las detenciones, el ver como Italia entra en la guerra y las consecuencias de apellidarse Levi. Porque sí, Natalia Levi era judía. Y tomó el apellido de su esposo, con el que trabajó en la editorial Einaudi, militante comunista, asesinado en la cárcel de Roma. Y esos días fríos, fatídicos, plenos de incertidumbres y miedo, son recordados con una sobria y a la vez afilada precisión, aparecen como un recuerdo avanzado, se vuelve sobre ellos como un hito determinante, no en vano lo fueron. Antes padecen confinamiento, conocen a muchos otros judíos en su situación, de todo esto hay recuerdos y hay literatura. A pesar del dolor ,a pesar de la pérdida, a pesar de la dureza de la vida, de todo hay recuerdo y se sigue escribiendo, no se evita, se escribe. Encarando la situación de Italia tras la Segunda Guerra Mundial, Natalia nos cuenta cómo han envejecido sus padres, cómo se sienten en tierra de nadie en un país ahora desconocido y convulso. Pero cómo han seguido hacia adelante con alegría, a pesar del dolor y el desconcierto. Porque hay dolor, pero mucho amor por la vida en estas páginas. Páginas entre las que aparecerán Pavese y Trusardi, un empresario de máquinas de escribir llamado Olivetti, un futuro editor llamado Einaudi, con el que Natalia y Leone trabajarán. Y se menciona a Croce y al papel de la filología y la traducción, conocemos cómo se tejieron los hilos del antifascismo en Italia, cómo la familia se implica de forma activa, cómo se gana, cómo se pierde. Y, sobre todo, asumir que en ocasiones no comprendemos ni sabemos las razones de los amigos para no querer vivir, ni siquiera tenemos el modo de saber si habríamos podido evitarlo. O si ese, y no otro, era el destino que ellos escogieron.
Y,sí, hay líneas y momentos que son pura maestría, más allá de la historia y de la anécdotas. Si tengo que escoger una, me quedo con Pavese comiendo cerezas, unas cerezas a las que llamaba «sabor a cielo», eran las primeras del año. Mussolini acaba de declarar la guerra y el escritor llega caminando a casa de los Ginzburg comiendo cerezas y tirando los huesos a lo largo del camino, arrojándolos contra una pared. Y Natalia dice que la derrota de Francia está unida siempre a las cerezas que Pavese les hacía probar, que sacaba una a una de su bolsillo con parsimonia, con tranquilidad, aún sabiendo que va a despedirse de sus amigos y que no se verán en algún tiempo. Esas cerezas, tan proustianas como aquellas magdalenas, son un marcapáginas de la memoria, todos tenemos alguno. Pero Natalia consigue que lo doméstico, aquello que podríamos identificar en otras anécdotas, en otros lenguajes que hemos compartido en casa, sea extraordinario y único a la vez.
A mí me habría dado igual que Lessico famigliare venga de una impostura, o que sea una crónica veraz, una autobiografía fragmentada. Fundamentalmente es literatura, y eso es lo que importa. Literatura que nos conmueve, nos sacude, nos hace correr ese riesgo precioso de la identificación. La que afirma que muchos fueron antes que nosotros, nos sitúa en una dimensión de compañeros de viaje y, a la vez, nos hace sentirnos extrañamente diminutos. Está construida de individualidades y también de lugares comunes. Han estado antes donde ahora estoy yo, han pulsado estas teclas, han sido lo que soy y yo he sido otras. Es situarse en la dimensión de lo humano…si no, ¿para qué todo este esfuerzo?
Agarro mis cerezas, abro mis cuadernos, soy quien quiero ser y escribo. Hasta aquí y hasta donde una llegue.
Lessico famigliare Einaudi, 2014. Me compré el libro en un viaje a Roma en 2017…leerlo en italiano ha sido todo un reto y todo un logro. (Tengo el examen el miércoles, ay).
Léxico familiar Lumen, 2016 Comprado en Berbiriana y que me ha ayudado a superar mis problemas léxicos con la edición original.