Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “junio, 2017”

En un cuaderno Moleskine (32): algo sobre ti y sobre mí contado doscientas nueve veces

«Message in a Bottle» by NOAA’S National Ocean Service CC BY-2.0 Generic Pulse en la imagen para original. No changes were made.

 

Hojas arrancadas del cuaderno y que aparecerán, alguna vez, en una botella rumbo a Valencia:

Yo he prometido a alguien  un cuento sobre algo que nos ha sucedido a los dos, es más, algo que nos sucedió juntos. Yo he prometido escribir sobre la dimensión de la confianza, sobre que el tiempo sea una montaña que deseas escalar y no terminar nunca. Instalados en un margen de distancia razonable, si es que esa cualidad podemos aplicársela al amontonamiento de días, han pasado más de veinte, la primavera da paso al verano, el tiempo se marcha de nuevo.  Yo he prometido un cuento y no me sale y, mucho me temo, no me saldrá: la realidad tiene que colarse siempre entre la ficción, tienen que vérsele las costuras, hay que agarrarse a una tabla de veracidad, pelear cuerpo a cuerpo con el sentido de lo real. ¿Qué se puede contar de ti y de mí sin que dejemos de ser tú y yo, seres reales, cómo puedo convertirte en personaje? ¿Dónde empieza, por un lado, todo ese recorrido que pudimos haber tenido juntos, el que pertenece a la fabulación y al que pudimos, qué lástima de tiempos verbales, dotar de veracidad? Podría comenzar contando cómo yo sabía de ti sin habernos cruzado nunca en una esquina, sin habernos prestado paraguas y sin haber comido pipas juntos en un portal en verano; sabía de ti a kilómetros de distancia. Yo leía tus papeles que, cuidadosamente, lanzabas en  botellas al mar. Era raro: tú habías encontrado las que yo enviaba, también sin esperanza, a franquear en destino. Mis botellas se alejaban Atlántico arriba y abajo, daban la vuelta, sorteaban olas y marejadas, tú las recogías, llenas de arena y lejanía. No sé cómo, en realidad sí lo sé pero no quiero contarlo, encontramos un hueco en el mapa para hablar a través de él, para contarnos cosas sobre hijas y horarios, sobre perros y viajes en tren, sobre ordenar la vida como un Lego gigante, sobre aquello que empezamos a leernos, a escribirnos, a reconocernos en las estanterías de casas desconocidas. Y fuimos tensando el hilo a veces, siempre a punto de romperse, nunca roto, es más, cada vez más fuerte.  Al trazar una línea recta en el mapa, nos dimos cuenta de que teníamos que instalarnos en un nuevo relato,  rebobinarnos, darnos la mano y respirar.

Tú seguías siendo tú, yo ya no podía ser yo o quizá sí lo era, quién sabe».

Lo que está claro, y eso ya no tiene que ver con casi nada, es que cuando uno tiene a alguien  dentro y para siempre, sea del modo que sea,  escribe como el orto, es más cursi que un guante rosa y el riesgo de chonismo lírico se convierte en una amenaza mayor.

 

Me duele la clavícula, con permiso

Woody Allen en «Annie Hall» atacado por un monstruo transmutado en langosta. Pulsad en imagen para ver el original

 

Yo tendría que empezar hablando de esa patología que hace que somaticemos las enfermedades del vecino, amiga o pariente- «sodomizamos», dijo una vez mi madre en una consulta médica- pero no me acuerdo de la palabra. Y no me acuerdo de cómo nombrar esa patología porque yo, desde hace ya varios años, ya no hablo seguido. No hablo seguido, se me va la olla, la pinza, lo que quieran. Necesito un tiempo, unos segundos o incluso media hora. Es así cómo recupero la palabra HIPOCONDRÍACA. Es  curioso: no me acuerdo de la palabra, pero, automáticamente sí de «Hipogrifo violento/ que corriste, parejas con el viento» y de  Rosaura arrojada al medio del escenario en la jornada I,  escena I de La vida es sueño. Podría no recordar hipocondría pero puedo recitar a Calderón, recordar cómo era el jersey de ochos muy cool que mi profesor de Literatura Española en la carrera, Herrán, llevaba el día que comenzamos a hablar de las vicisitudes del pobre Segismundo, del cabrón de Basilio y los desgraciados avatares de Polonia.  La memoria, la «fuente de dolor» de Cela, opera y actúa de forma extraña, y más cuando vas cumpliendo años y sinsabores, cuando intentas ejercer una soberbia selectiva sobre los recuerdos- esto es mejor, me lo quedo; esto es peor, me lo olvido- en función de la anarquía  soberana – toma oxímoron- con la que manejamos nuestro equipaje. Y si yo no recuerdo la hipocondría es, quizá, porque no la he ejercido suficientemente, no por inteligencia, sino porque soy una inconsciente con buena salud.  No preocuparte, vamos en serio, por los millones de transgénicos y E-238 (pongo a lo loco), de los pesticidas, del colesterol o los triglicéridos, diagnostica a  alguien que está como un roble, por fortuna. La buena salud son orejeras para las penas de los otros, pero es también una línea de salida a cierto tipo de egoísmo. Legítimo, pero egoísmo.

Marta Sanz nos cuenta el derecho a las penas pequeñitas, a los dolores propios que son casi ajenos, a lamentarnos mucho no de la hipocondría sino del rumbo inevitable que van tomando los cuerpos con el paso de los años. Y a comernos la cabeza con ello, si nos da la gana. Y al inevitable declive, al inexorable y blando declive, también.  Yo creo que si una maleta mía fuese encontrada en el fondo de una fosa marina por unos arqueólogos del futuro sabrían que se trataba del de una señora cincuentona por la férula, las gafas de ver, las gotas, los millones de cremas para millones de achaques, las plantillas, el pañuelo para el aire acondicionado del avión, el reposacabezas hinchable, los magnesios y potasios encapsulados, la conviencia de tampax, compresas o tenasleidis  y un largo etcétera de casos y cosas. Marta Sanz, personaje-autora- se ve sorprendida por un dolor en la clavícula que sirve como punto de partida para hablar del reconocimiento de uno mismo ante los tropiezos, de cómo poder reírse de algo que puede ser muy serio, de que, en realidad, tenemos una «relativa capacidad de relativización»- entrecomillado mío-  ante cualquier angustia de salud. También que cierto grado de estrés nos lo provoca el propio estrés. Lorena Gómez, señora real que lee Clavícula de Marta Sanz, sonríe ante esa cómica enumeración de médicos y pruebas, siente un pellizco en el alma con algunos finales abruptos y también cierto grado de irritación en algunos momentos.  Irritación por empatía, como si este juego entre el volcado autobiográfico, como si esta primera persona que sostiene tan bien la ficción fuese un puente para terceras, en este caso Lorena Gómez, que se reconoce algo caprichosa, algo egoísta y algo acojonada ante algunas de las cosas que le cuentan. Esa empatía es mayor porque me hace exclamar ante el espejo que tengo derecho a quejarme, derecho a preocuparme, derecho a que a los cinco minutos esas preocupaciones y el alardeo mismo de ese derecho me den, directamente, igual. Estoy ante una ficción con recorrido autobiográfico, ante una primera persona sólida y pícara, que exhibe sin pudor correos electrónicos, conversaciones conyugales, y reivindica, como personaje y como autora, la autobiografía ficticia, el juego de espejos, decir y no decir, contarlo todo y, quizá, contar nada. Que se cuele un autor en la ficción, que esta sea veraz y verosímil no se consigue solamente hablando de lentejas y sardinas, de economía doméstica y falta de deseo. Se consigue, sobre todo, con mucho humor. Porque al lector, a la lectora Lorena Gómez, le han sobrecogido algunos fragmentos, otros le han emocionado pero, sobre todo, la ficción le ha servido para reírse de sí misma y del concepto de «buena suerte»: carga con ella aunque te duela. Carga aunque a nadie tu dolor le parezca importante, aunque te haga sentir culpable y en estado de penitencia por la queja, aunque calibres que tu mundo es mejor que el de otras mujeres, que pienses a veces que lo que tienes es una pamplina occidental como la copa de un pino, que eres una egoísta de mierda  y eso también haga daño. Es tu responsabilidad: carga con ella. Carga, aunque te duela. O, quizá, puedas vivir con la responsabilidad de no decepcionar, de no decir lo que no conviene, de entonar la permanente letanía del «virgencita, virgencita». O puedes, sencillamente, asumir la condición humana de la imperfección y mirarte el ombligo si te da la gana, porque te lo mereces, porque te duele algo o te duele el hecho de que te duela.  Y nada más y nada menos, si lo conseguís sin culpa, por favor, dadnos la receta. Mientras, podéis leer esta novela genialosa y comentarla, porque la literatura es, más que nada, una forma de pasar la vida. Sin culpas, claro.

Marta Sanz Clavícula  Anagrama, 2017

 

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