Anchoas y Tigretones

Ganar maletas, perder ciudades

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Vintage travel stamps CC BY 2,0 freedesignfile Pulsar en la imagen para ver link original

 

Cada vez que hago maleta me dejo algo que descubro en destino que es imprescindible. Y no, no hablo de mis escasas dotes como vidente- o visionaria- del clima, pese a pasarme más de una semana observando las webs meteorológicas de los lugares a los que parto. El destino  ha sido siempre algo cabrón conmigo a ese nivel y he pasado un frío terrible en el desierto de Marruecos y me he asfixiado en Amsterdam, todo es posible. Pero no me refiero a los imprevistos que, hoy por hoy, son perfectamente subsanables vía H&M, Inditex o mercadillo local. Hablo de esa mezcla de nostalgia del objeto que configura nuestro lugar en el mundo. No viajo como caracol, nunca lo he hecho, y tiendo a ser más práctica que previsora. Pero creo que cuando deshacemos maletas en hoteles o albergues, en fines de semana o en estancias más prolongadas, olemos esa morriña de hogar prendida en esa ropa: no me he llevado un collar que habría sido perfecto bajo el sol de Lisboa, ni ese pañuelo que me envolvería en una noche en Gijón y sin el que me sentiré algo huérfana, o lástima de aquellas botas que no me llevé a Dublín y que habrían sido perfectas para triscar por los campos irlandeses.  Un equipaje, a no ser que seamos un perfecto turista accidental, es un conjunto de desestimaciones, algunas lógicas y otras mucho más prosaicas. Me admiran las protagonistas de telefilmes que, en medio de una bronca monumental con su pareja, abren una maleta encima de la cama y vuelcan en una especie de bola multicolor pantalones, faldas, vestidos, pañuelos y zapatos; todo en un imposible maremágnum que cae en cascada en una maleta diminuta, pero que consiguen cerrar sin problema. «Esa non é a primera vez que o fai» diría la abuela de un amigo mío, en clara referencia a las que somos de maleta fácil para encarar aeropuertos u otros destinos.

Mis maletas, por lo tanto, no son muy de rigor. Pero del mismo modo que recuerdo y añoro alguna prenda, algún anclaje con mi mundo del día a día,  irse, huir, es siempre perder a priori algo del destino.  En todas las ciudades en que he estado he obviado algo como un brindis al futuro, como si lanzase una botella a un mar imaginario en el que esa ciudad, ese lugar, serían también otros y con otros olores, otras músicas, otros tactos y en otro momento posterior.  Qué diferente era el Los Ángeles que yo pensaba al hacer mi maleta coruñesa- en casa de mis padres y con los nervios de la becaria novata que va a atravesar sola medio mundo- de la ciudad en la que aterricé días después: qué distinta era su banda sonora incorporada, los matices de la luz, la vida inabarcable y absorbente de un lugar que es como un gigantesco tiranosaurio rex desparramado. Cómo imaginaba Berlín y su gama de azules y grises llenando mi mochila en el salón de mi apartamento y cómo fue el verlo en directo. La sorpresa, también, de la luz veneciana y de la de México, la inmensa- e inexplicable también- felicidad de recorrer el desierto en silencio con más viajeros, viendo volar el paisaje que imaginabas, ese sí, tal y como es pero no en esta singular circunstancia. Todo es contexto en los viajes: lo que llevas dentro de la maleta, lo que es una cuando se sube al tren o avión,  ese primer vistazo a la habitación de hotel en la que fuimos felices y que parecía más grande el lunes que el martes; ese cuarto que el miércoles ya entendías como un hogar propio en el que casi querías asentarte. Domesticamos la vista, el oído, la expectativa se cumple, se amplía o se repliega, pero todo parte de un contexto- la vida propia- que viene inscrito en la piel : en rebatirlo, confirmarlo o hacer que pase por nosotros, creo que está la esencia de marcharse. Las ciudades, los lugares, estarán siempre en esa bola del mundo con la que llevas soñando desde niña; en esos mapas que rellenabas pulcramente en una mesa camilla algo coja y que hacía que siempre tus países tuviesen unas fronteras con un color algo más ampliado, y no por bondad intrínseca, sino porque la maldita mesa se llevaba mal con la mina de los colores Alpino.  Era otro momento en el que se soñaba con viajar a otra escala.

Cuando salgo de casa con mi maleta, además de asumir que olvidaré algo que añoraré, asumo también la melancolía futura de la vuelta, de los lugares no vistos, de imaginar también posibilidades,de  sentir la punzada en el estómago de la encrucijada, de algo que sucedería en paralelo y que podríamos atrapar como si viajase en una pompa de jabón que está a la altura de nuestra nariz, de nuestros ojos, de nuestra propia cuidada imaginación nostálgica. De esos «yoes exfuturos», de esos «qué sucedería si…» que harían que conquistásemos, esta vez sí, una vida total al margen, sin maletas ya y sin ciudades en destino. Esa vida casi de Dr. Who, sin álbumes de fotos y sin el carrusel de nostalgias que quería vender Don Draper. Lo llevaríamos incorporado y eso, me temo, es imposible. Habrá que seguir viajando. Cierro maletas y espero volver a casa, esté donde esté.

Mis recomendaciones para cualquier viaje, pero especialmente para este que emprendo:

A Moscú sin Kalashnikov de Daniel Utrilla  Libros del K.O, 2013 (esta editorial no hace más que darme alegrías, hace poco terminé la magnífica Fariña de Nacho Carretero) Sí, todavía hay quien cree en el periodismo pausado y en el reportaje literario. Además de divertidísimo, está extraordinariamente bien escrito, documentado y es, sobre todo, una visión personal alejada de la asepsia de los enviados especiales. Daniel Utrilla es ruso y español, lo primero por filia y lo segundo porque nació aquí.

Perder ciudades: dos viajes en el siglo XXI de Hilario J. Rodríguez  Newcastle ediciones, 2016. No les digo más que es una reflexión sobre la nostalgia avanzada del viaje que es, ni más ni menos, que una revisión de la vida propia. Con un hilo que empieza en un recorrido moscovita con su madre y avanza desenredando una madeja que nos lleva al pasado familiar. Una delicia de 74 páginas.

 

 

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11 pensamientos en “Ganar maletas, perder ciudades

  1. Qué sugerente tu entradaaaaaaa. Gracias………. A mí me encanta viajar, lo necesito; aunque no quiera y utilice el eufemismo de ‘viajero’, sé que soy ‘turista’ en tierra de otros… no sé qué buscamos cuando viajamos porque no podemos vivir otros mundos en unos días… pero lo necesitamos. El biográficamente impresentable de Cela escribió ‘Viaje a la Alcarria’ y al Pirineo de Lérida, auténticamente genial para los viajeros de a pie y sin rumbo fijo… leo ahí que viajar ‘… es el premio de los obstinados en no dejar que el orín se pose en las clavijas y demás hierritos del alma’…. sí: viajar es un premio y una obstinación: una buena manera de conocer, aprender…. y vivir. ¡Buena travesía y buen lo que queda de verano, compañeros de viaje! C’est une chanson qui nous ressemble

    • ¡Acabas de dar en el clavo, Xavi, como siempre! Es cierto: usamos ese eufemismo de viajero cuando, la mayoría de las veces, somos turistas. Pero me quedo con tu idea de la obstinación, del premio y de esa forma de conocer que es cambiar de atmósfera, de ritmo y paisaje, de moneda y alfabeto (lo que nos reímos intentando leer en cirílico no tiene precio). Yo espero que lo que queda de verano, que es casi tiempo de descuento ya, sea propicio para todos nosotros. Un abrazo grande y a ver si hay otra ocasión de desvirtualizarse.

  2. Hola!
    Me ha encantado como describes la luz de las ciudades al llegar. Me encanta cuando llego por primera vez a una, esa sensación de nuevo y su luz se queda para siempre. Siempre sorprenden. Por suerte, nuestras expectativas nunca suelen acertar.
    Un saludo,
    Diana

    • ¡Muchas gracias, Diana! La verdad es que la luz de las ciudades es el recuerdo que siempre nos llevamos y es curioso cómo, a lo largo que van pasando los días en el nuevo destino, vamos modificando esa luz en nuestra percepción, los objetos, todo lo que nos rodea. Aún tengo que escribir la crónica moscovita-sanpetersburguesa y recolocar el recuerdo. Muchas gracias por pasar por aquí, bienvenida y un abrazo.

  3. Son tan inevitables coma as perdas, eses obxectos (ás veces triviais, é certo) que tamén quedan esquecidos nos cuartos dos hoteis ou nas mesas dos restaurantes cando viaxamos. Para cando un post sobre eles? Saúdos

    • Ai, señor Kaplan, que alegría tan grande atopalo por aquí! Pois teño escrito algunha cousiña sobre eses esquecementos, pero prometo un post con algo mais de ·chicha». Aínda estou en fase «aterraxe»: lavadoras, recolocación de momentos e lembranzas, etc. Moitos bicos e grazas pola suxestión, tomo nota!

  4. Paz Zeltia en dijo:

    «Domesticamos la vista, el oído, la expectativa se cumple, se amplía o se repliega, pero todo parte de un contexto- la vida propia- que viene inscrito en la piel : en rebatirlo, confirmarlo o hacer que pase por nosotros, creo que está la esencia de marcharse.»
    Quédome con este párrafo. E co carrusel de nostalxias que conseguiu vender Donald Drape, pq son das que vexo as series cando xa todo o mundo as esqueceu.

    • Qué sería de nós sen poder repetir as lembranzas, mesmo as que veñen insertas nunha serie de televisión (a destempo, ti es das miñas: négome a ver «Strange Things» e toda a intensidade indie ata que pase o furor dos opiniólogos) e, sobre todo, nas esceas que prenden na retina. Para min, aquel momento de Don Draper amosando o seu carrusel de lembranzas a aqueles executivos atónitos ante aquel signo de delicadeza era toda unha declaración de intencións (delicadeza con respecto as lembranzas que el non posuía na vida «real», obviamente). Alédome moito de que pases por aquí de cando en vez, os teus comentarios sempre me dan para repensar o escrito. Grazas, rula!

  5. Pingback: Ganar maletas, perder ciudades (2) | Anchoas y Tigretones

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