Anchoas y Tigretones

Archivo para el día “junio 28, 2016”

Hijos (9) : los padres viudos

Love Doodle, imagen de Dawn Hudson en publicdomain. net. Pulse en la imagen para web original

La hija ve cómo el padre separa, con disciplina meticulosa, los guisantes de los taquitos de jamón. Los pone en línea al borde del plato, casi como una sonrisa vista desde enfrente.  Son guisantes hoy, pero podrían ser trocitos de cebolla o alguna hoja de alcachofa, una maltrecha circunferencia de zanahoria. «Lo que crece en el campo está muy bonito allí, en el campo. No hay que traerlo al plato». Con parsimonia, lentamente, las verduras van conformando un mosaico que rompe el color único de  la vajilla antigua, de los platos antiguos, de los platos de siempre. Los padres, llega un momento, se rebelan contra su propio papel de cancerberos y hacen lo que les da la realísima gana: ya no disimulan el odio a la verdura, cambian de canal de la tele cuando les peta y comen galletas con chocolate en bocadillo. Hay padres viudos que estrenan esa condición de forma hiperactiva, ordenando y desordenando, llenando agendas de gestiones posibles e imposibles, esquivando el vacío y los minuteros de reloj, intentando no ser una carga- qué palabra tan dura- para sus hijos. La tristeza se manifiesta como una presencia dulce y que observa la escena agazapada, escondida tras una cortina aunque le ves los pies, como en los malos juegos de escondite de la infancia. Hay padres viudos que cuentan, en algún breve paseo bajo el tímido sol de mayo, que la vida está mal hecha porque las mujeres no deberían irse antes que los hombres . Los ves, aislados ya de guisantes y chocolates, volviendo la mirada en esa especie de dolor contenido que son los álbumes de fotos ordenados por años. Hay padres viudos que comienzan a esquivar habitaciones de la casa ahora grande, de los armarios aún sin vaciar, del orden previo a lo que es ya desorden. Vuelven  de la panadería con su barrita de pan bajo el brazo, mirando al suelo y bajando la vista, como si tuviesen que numerar las losas de piedra de la calle, como si no estuviesen sabidas de memoria. Y leen su periódico. Y hacen crucigramas. Y ven películas por millonésima vez, porque atesoran sus momentos favoritos para contártelos cuando te vean. Porque cuando la vida se descuadra a partir de una edad, todo es recordar.

Hay hijos que se comen todos los guisantes del plato porque así se lo han enseñado. Que han sido rebeldes y contestones, formales en el estudio y resabidos de oficio. Que han dado portazos y suplicado perdones, que han sentido la soberbia golpeándoles el pecho y el exilio interior de la adolescencia de provincias.  Hay hijos que intentan entrar en esa fortaleza, en ese búnker que es un  matrimonio de padres bien avenidos: los padres son una pareja, pero también son tus padres. Y  suena raro hasta decirlo en alto.  Han sido un proyecto común, un noviazgo, una unión posterior. Los hijos, mientras aprenden a no dejarse los guisantes ni nada en el plato, esquivan las preguntas que les resultan  incómodas, intentando acallar  esa forma de demostrar amor que es la excesiva preocupación: por si el trabajo es bueno, por si tu vida es buena, por si alguien te quiere bien. Los hijos- el hijo, la hija- han sobrevivido al paso de los años y las decepciones, qué remedio. Porque algo que tardamos mucho en aprender, y esa es una dinámica del amor, es que no podemos proteger a quien amamos:  hay que hostiarse, muchachos, y no hay empatía que valga. Cuando los padres dejan de ser ese plural y son solamente el padre o la madre, cuando hay un descalabro en ese tándem, tras el dolor común hay una nueva relación propiciada por la orfandad, la viudedad.  La hija, por ejemplo, es ahora adulta y nota cómo en las sobremesas de domingo su padre disfruta escuchándola, cómo observa en silencio- y con admiración-  a la mujer en que se ha convertido. Comprende su humor, admira su independencia, le confía un inédito anecdotario familiar. A pesar del hueco que queda en el sofá, del lugar vacío en la mesa del comedor- de no escuchar el ¡»Hola!» desde el salón en aquella casa en la que creció-  el padre sigue adelante y se convierte en algo similar a un confidente.  El padre, que tantos juegos compartió con aquella niña lectora y juguetona, la  que llenaba la casa de amigos merendones y de bicicletas en la puerta, se queda más tranquilo cuando la oye hablar por teléfono, planear algún fin de semana, contestar los whatsapps de alguien especial.  Es curioso: la hija, sin embargo, se pregunta a menudo qué puede hacer para aliviar algunos silencios que asaltan las tardes, cómo hacer que las sopas de letras y los crucigramas  sean solamente una alternativa, cómo poder acariñar más y mejor esas manos que tanto han trabajado, que llevaron otras manitas para escribir números torcidos en aquellos inmensos libros de contabilidad de la oficina del padre. Manos que enseñaron a atar cordones, que hacían reglas de tres y caricaturas («un tres, un cuatro, le das la vuelta y te sale tu retrato»). Manos que hoy ves arrugadas, con algunas pecas y la isla dorada del anillo de boda. Y la hija querría que todo el amor que siente en ese momento, todos los perdones que no pidió y todas las horas que no supo compartir, aparezcan y vuelen hacia el centro del alma de alguien que lo dio todo por  ella. Y mientras, deja volar esas horas, esas conversaciones que se interrumpen, esos silencios sosegados, ese crujir del lápiz contra el papel de la sopa de letras. Y la vida, inevitablemente, sigue así.

 

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