Vivian Maier y el extravío voluntario
Tengo fascinación por los seres extraviados. Extraviarse es crear un propio ecosistema donde la realidad sea una posibilidad, nada más. Escribí sobre los Modlin y sigo siendo una devota de aquella familia singular que se deshabitó en unos contenedores de la calle del Pez en Madrid, dejando al azar- no sé si por voluntad propia, como una última y arriesgada performance- el encuentro y reconstrucción de un mundo privado de fotografías casi infinitas, de documentos que servían la posibilidad futura de un documental en bandeja. Me gustan también los genios desobligados con su propia obra, los que se reencuentran con un éxito desconocido en otro lugar del mundo: la historia de Sixto Rodríguez (En busca de Sugar Man) es tan sorprendente como inverosímil, lo que explica su sorpresa al ser encontrado trabajando como carpintero en un suburbio norteamericano y desconociendo que en Australia era un ídolo de masas, un artista de culto, rodeado de un misterio que él no había creado. Imagino a Rodríguez aterrado y sorprendido a la vez, casi como Brian en The life of Brian cuando se asoma a la ventana y se encuentra con que le han proclamado Mesías y da su famoso discurso. Hace días he visto el documental que sobre la fotógrafa Vivian Maier ha creado el jovencísimo John Maloof, el «descubridor» llamémosle así, de la obra de la fotógrafa y creo que tiene bastante que ver, por motivos distintos, con la familia que habitaba la calle del Pez y con el carpintero-cantante, triunfador en las antípodas.
Una mujer excéntrica, que trabaja toda su vida como niñera, fotografía compulsivamente: retratos, escenas callejeras, composiciones arriesgadas con un glamour digno de Vogue, objetos cotidianos que se iluminan ante su mirada perspicaz. Esa disección acertada, ese colarse dentro de las escenas, ese poder acercarse tanto a desconocidos y parar el tiempo en un gesto, en un ademán ensimismado, en una carcajada sincera, en una intimidad efímera es, creo, la genialidad de los grandes fotógrafos. Retratar casi desde dentro, diluirse como protagonista y ser más cronista que narrador, dando paso a unos personajes que no brillarían de la misma manera de no haberlos entendido de forma esencial: la fotografía es eso y Vivian Maier lo sabía. Durante una vida llena de mudanzas, cambios de trabajo y lugares de residencia acumula cajas y más cajas, negativos y revelados, cachivaches de todo tipo, pero no deja jamás de fotografiar. Sus cajas fueron encontradas de forma casual por el director del documental y hoy responsable del legado de la artista, comenzando así la búsqueda y la investigación por reconstruir e intentar entender la identidad de la misteriosa fotógrafa. El documental es un viaje por encajar piezas de un puzzle no siempre sencillo, no siempre complaciente-incluso algo aterrador- de la figura detrás de la cámara. Alguna mentira, datos velados sobre su origen, la persistente negación de su yo, casi la impostura. No aludo a uno de los aspectos presentes en el documental, el de esa posible figura terrible, hosca y atormentada. Me paro en algo que dicen algunos de los entrevistados: «A ella le habría horrorizado esto» «No le gustaba nada ser conocida». Estamos ante el quid ético del asunto, ampliable a los inéditos de escritores, las correspondencias privadas, lo que queda enterrado en cajones…¿es una oportunidad de reconstrucción, un acto de impagable hagiografia o una traición al espíritu primero del arte y la voluntad artística? ¿Pensaba la fotógrafa amateur que algún día llegaría su oportunidad o seguía adelante porque sí, porque el carácter último de la creación es la compulsión y nada más? Imagino a la Maier sonriendo divertida donde esté, si es que sabía sonreír. Me agrada la idea de pensar en todo este galimatías como un perfecto divertimento, como una trampa interesada para ser descubierta en el momento en que ella no tuviese que rendir cuentas sociales de su arte y de su vida: tira del hilo si te interesa, cuando creas que has terminado habrá aún más. Y esa paradoja sublimada es lo que a los espectadores con un punto autocomplaciente nos tranquiliza y, a la vez, nos gusta: ha triunfado sin la necesidad de pactar o de mostrar lo que existía detrás de su arte. Se ha evitado recorrer la vida demostrando constantemente quien era. Con este descubrimiento póstumo ha generado un negocio, pero su voluntad real, subrayo, la desconocemos. Esto es, para mí, la cumbre del extravío, la última excentricidad : no seré notoria ni pública hasta que el azar me encuentre; mi arte es una botella que tiro al mar con un mensaje. Acumulo y ofrezco, pero mucho después. Disfrútenme, pero no molesten. Y esto, queridos míos, es increíblemente moderno y sagaz, tan misántropo que hasta yo me relamo. Yo creo en una Vivian Maier perfectamente consciente de su arte y de su técnica, que estaría horrorizada del cariz expositivo y casi porno que ha tomado la intimidad en los tiempos de la actualización al minuto. Por lo tanto, brindo por una extraviada genial, a la altura de tantas otras. Y, pesar de lo que digan, cierto grado de hermetismo, de silencio, es necesario para la creación, para poner la lavadora o para pensar en el punto de cruz. El ruido ubicuo y el cacareo hacen de nosotros seres dispersos y con una autoestima cutre. Planear todo esto sin tener que vivirlo es de diez. . Qué digo de diez: de extravío genial.
El documental de John Maloof Finding Vivian Maier puede verse en Filmin, al igual que Searching for Sugar Man y The life of Brian.
La web creada a partir del hallazgo de las cajas de Maier es una gozada y no deben perdérsela: Vivian Maier.