Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “junio, 2016”

Hijos (9) : los padres viudos

Love Doodle, imagen de Dawn Hudson en publicdomain. net. Pulse en la imagen para web original

La hija ve cómo el padre separa, con disciplina meticulosa, los guisantes de los taquitos de jamón. Los pone en línea al borde del plato, casi como una sonrisa vista desde enfrente.  Son guisantes hoy, pero podrían ser trocitos de cebolla o alguna hoja de alcachofa, una maltrecha circunferencia de zanahoria. «Lo que crece en el campo está muy bonito allí, en el campo. No hay que traerlo al plato». Con parsimonia, lentamente, las verduras van conformando un mosaico que rompe el color único de  la vajilla antigua, de los platos antiguos, de los platos de siempre. Los padres, llega un momento, se rebelan contra su propio papel de cancerberos y hacen lo que les da la realísima gana: ya no disimulan el odio a la verdura, cambian de canal de la tele cuando les peta y comen galletas con chocolate en bocadillo. Hay padres viudos que estrenan esa condición de forma hiperactiva, ordenando y desordenando, llenando agendas de gestiones posibles e imposibles, esquivando el vacío y los minuteros de reloj, intentando no ser una carga- qué palabra tan dura- para sus hijos. La tristeza se manifiesta como una presencia dulce y que observa la escena agazapada, escondida tras una cortina aunque le ves los pies, como en los malos juegos de escondite de la infancia. Hay padres viudos que cuentan, en algún breve paseo bajo el tímido sol de mayo, que la vida está mal hecha porque las mujeres no deberían irse antes que los hombres . Los ves, aislados ya de guisantes y chocolates, volviendo la mirada en esa especie de dolor contenido que son los álbumes de fotos ordenados por años. Hay padres viudos que comienzan a esquivar habitaciones de la casa ahora grande, de los armarios aún sin vaciar, del orden previo a lo que es ya desorden. Vuelven  de la panadería con su barrita de pan bajo el brazo, mirando al suelo y bajando la vista, como si tuviesen que numerar las losas de piedra de la calle, como si no estuviesen sabidas de memoria. Y leen su periódico. Y hacen crucigramas. Y ven películas por millonésima vez, porque atesoran sus momentos favoritos para contártelos cuando te vean. Porque cuando la vida se descuadra a partir de una edad, todo es recordar.

Hay hijos que se comen todos los guisantes del plato porque así se lo han enseñado. Que han sido rebeldes y contestones, formales en el estudio y resabidos de oficio. Que han dado portazos y suplicado perdones, que han sentido la soberbia golpeándoles el pecho y el exilio interior de la adolescencia de provincias.  Hay hijos que intentan entrar en esa fortaleza, en ese búnker que es un  matrimonio de padres bien avenidos: los padres son una pareja, pero también son tus padres. Y  suena raro hasta decirlo en alto.  Han sido un proyecto común, un noviazgo, una unión posterior. Los hijos, mientras aprenden a no dejarse los guisantes ni nada en el plato, esquivan las preguntas que les resultan  incómodas, intentando acallar  esa forma de demostrar amor que es la excesiva preocupación: por si el trabajo es bueno, por si tu vida es buena, por si alguien te quiere bien. Los hijos- el hijo, la hija- han sobrevivido al paso de los años y las decepciones, qué remedio. Porque algo que tardamos mucho en aprender, y esa es una dinámica del amor, es que no podemos proteger a quien amamos:  hay que hostiarse, muchachos, y no hay empatía que valga. Cuando los padres dejan de ser ese plural y son solamente el padre o la madre, cuando hay un descalabro en ese tándem, tras el dolor común hay una nueva relación propiciada por la orfandad, la viudedad.  La hija, por ejemplo, es ahora adulta y nota cómo en las sobremesas de domingo su padre disfruta escuchándola, cómo observa en silencio- y con admiración-  a la mujer en que se ha convertido. Comprende su humor, admira su independencia, le confía un inédito anecdotario familiar. A pesar del hueco que queda en el sofá, del lugar vacío en la mesa del comedor- de no escuchar el ¡»Hola!» desde el salón en aquella casa en la que creció-  el padre sigue adelante y se convierte en algo similar a un confidente.  El padre, que tantos juegos compartió con aquella niña lectora y juguetona, la  que llenaba la casa de amigos merendones y de bicicletas en la puerta, se queda más tranquilo cuando la oye hablar por teléfono, planear algún fin de semana, contestar los whatsapps de alguien especial.  Es curioso: la hija, sin embargo, se pregunta a menudo qué puede hacer para aliviar algunos silencios que asaltan las tardes, cómo hacer que las sopas de letras y los crucigramas  sean solamente una alternativa, cómo poder acariñar más y mejor esas manos que tanto han trabajado, que llevaron otras manitas para escribir números torcidos en aquellos inmensos libros de contabilidad de la oficina del padre. Manos que enseñaron a atar cordones, que hacían reglas de tres y caricaturas («un tres, un cuatro, le das la vuelta y te sale tu retrato»). Manos que hoy ves arrugadas, con algunas pecas y la isla dorada del anillo de boda. Y la hija querría que todo el amor que siente en ese momento, todos los perdones que no pidió y todas las horas que no supo compartir, aparezcan y vuelen hacia el centro del alma de alguien que lo dio todo por  ella. Y mientras, deja volar esas horas, esas conversaciones que se interrumpen, esos silencios sosegados, ese crujir del lápiz contra el papel de la sopa de letras. Y la vida, inevitablemente, sigue así.

 

Vivian Maier y el extravío voluntario

Finding-Vivian-Maier

Tengo fascinación por los seres extraviados. Extraviarse es crear un propio ecosistema donde la realidad sea una posibilidad, nada más. Escribí sobre los Modlin y sigo siendo una devota de aquella familia singular que se deshabitó en unos contenedores de la calle del Pez en Madrid, dejando al azar- no sé si por voluntad propia, como una última y arriesgada performance- el encuentro y reconstrucción de un mundo privado de fotografías casi infinitas, de documentos que servían la posibilidad futura de un documental en bandeja.  Me gustan también los genios desobligados con su propia obra, los que se reencuentran con un éxito desconocido en otro lugar del mundo: la historia de Sixto Rodríguez (En busca de Sugar Man) es tan sorprendente como inverosímil, lo que explica  su sorpresa al ser encontrado trabajando como carpintero en un suburbio norteamericano y desconociendo que en Australia era un ídolo de masas, un artista de culto, rodeado de un misterio que él no había creado. Imagino a Rodríguez aterrado y sorprendido a la vez, casi como Brian en The life of Brian  cuando se asoma a la ventana y se encuentra con que le han proclamado Mesías y da su famoso discurso.  Hace días he visto el documental que sobre la fotógrafa Vivian Maier ha creado el jovencísimo John Maloof, el «descubridor» llamémosle así, de la obra de la fotógrafa  y creo que tiene bastante que ver, por motivos distintos, con la familia  que habitaba  la calle del Pez y con el carpintero-cantante, triunfador en las antípodas.

Una mujer excéntrica, que trabaja toda su vida como niñera, fotografía compulsivamente: retratos, escenas callejeras, composiciones arriesgadas con un glamour digno de Vogue, objetos cotidianos que se iluminan ante su mirada perspicaz. Esa disección acertada, ese colarse dentro de las escenas, ese poder acercarse tanto a desconocidos y parar el tiempo en un gesto, en un ademán ensimismado, en una carcajada sincera, en una intimidad efímera es, creo, la genialidad de los grandes fotógrafos. Retratar casi desde dentro, diluirse como protagonista y  ser más cronista que narrador, dando  paso a unos personajes que no brillarían de la misma manera de no haberlos entendido de forma esencial: la fotografía es eso y Vivian Maier lo sabía. Durante una vida llena de mudanzas, cambios de trabajo y lugares de residencia acumula cajas y más cajas, negativos y revelados, cachivaches de todo tipo, pero no deja jamás de fotografiar. Sus cajas fueron encontradas de forma casual por el director del documental y hoy responsable del legado de la artista, comenzando así la búsqueda y la investigación por  reconstruir e intentar entender la identidad de la misteriosa fotógrafa. El documental es un viaje por encajar piezas de un puzzle no siempre sencillo, no siempre complaciente-incluso algo aterrador- de la figura detrás de la cámara. Alguna mentira, datos velados sobre su origen, la persistente negación de su yo, casi la impostura.  No aludo a uno de los aspectos presentes en el documental, el de esa posible figura terrible, hosca y atormentada. Me paro en algo que dicen algunos de los entrevistados: «A ella le habría horrorizado esto» «No le gustaba nada ser conocida». Estamos ante el quid ético del asunto, ampliable a los inéditos de escritores, las correspondencias privadas, lo que queda enterrado en cajones…¿es una oportunidad de reconstrucción, un acto de impagable hagiografia o una traición al espíritu primero del arte y la voluntad artística? ¿Pensaba la fotógrafa amateur que algún día llegaría su oportunidad o seguía adelante porque sí, porque el carácter último de la creación es la compulsión y nada más?  Imagino a la Maier sonriendo divertida donde esté, si es que sabía sonreír. Me agrada la idea de pensar en todo este galimatías como un perfecto divertimento, como una trampa interesada para ser descubierta en el momento en que ella no tuviese que rendir cuentas sociales de su arte y de su vida: tira del hilo si te interesa, cuando creas que has terminado habrá aún más. Y esa paradoja sublimada es lo que a los espectadores con un punto autocomplaciente nos tranquiliza y, a la vez, nos gusta: ha triunfado sin la necesidad de pactar o de mostrar lo que existía detrás de su arte. Se ha evitado recorrer la vida demostrando constantemente quien era. Con este descubrimiento póstumo ha generado un negocio, pero su voluntad real, subrayo, la desconocemos. Esto es, para mí, la cumbre del extravío, la última  excentricidad : no seré notoria ni pública hasta que el azar me encuentre; mi arte es una botella que tiro al mar con un mensaje. Acumulo y ofrezco, pero mucho después. Disfrútenme, pero no molesten. Y esto, queridos míos, es increíblemente moderno y sagaz, tan misántropo que hasta yo me relamo.  Yo creo en una Vivian Maier perfectamente consciente de su arte y de su técnica, que estaría horrorizada del cariz expositivo y casi porno que ha tomado la intimidad en los tiempos  de la actualización al minuto.  Por lo tanto, brindo por una extraviada genial, a la altura de tantas otras. Y,  pesar de lo que digan, cierto grado de hermetismo, de silencio, es necesario para la creación, para poner la lavadora o para pensar en el punto de cruz. El ruido ubicuo y el cacareo hacen de nosotros seres dispersos y con una autoestima cutre.  Planear todo esto sin tener que vivirlo es de diez. . Qué digo de diez: de extravío genial.

El documental de John Maloof  Finding Vivian Maier  puede verse en Filmin, al igual que Searching for Sugar Man y The life of Brian.

La web creada a partir del hallazgo de las cajas de Maier es una gozada y no deben perdérsela: Vivian Maier.

 

Lo transgresor y lo doméstico

 

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Racheta brothers acrobats- Imagen tomada de la entrada en Wikipedia de los Ringling Bros. Pulse en la imagen para acceder

Lo que es tener un blog que se te rompe a veces de tanto no usarlo. En tiempos, cuando la gente leía lo que las señoritas provincianas escribíamos, se iniciaban conversaciones que aspiraban a aquellas «Cartas al director» que yo devoraba de niña en el único periódico en papel que entraba en casa. Éramos de provincias, como digo, y se leía un único periódico, como Dios manda. Tampoco es que la cosa haya cambiado mucho a pesar de los digitalismos gratuitos: cada tribu va a lo suyo, queremos tener nuestros límites de asombro intactos y tampoco hay que llevarse demasiado las manos a la cabeza. La fauna del periodismo echa muy en contra de las redes sociales y ahí les doy en parte la razón. Como decía en ocasiones Agustín Fernández-Mallo, «he visto a las mejores mentes de mi generación corrompidas por el Facebook» y es así. De tanto intentar sublimar las paradojas, de ser brillantes y ocurrentes con la promesa de una caricia en el lomo, llega también la falta de sorpresa, instalándose  en unos medios- sí, he dicho medio- que son divertidos, rápidos y con una relativa fiabilidad y trascendencia, reconociéndoles sus grandes capacidades informativas y de procrastinación, a la que soy muy dada.  Me temo, aún así, que  a las redes sociales las hemos cargado a priori de unas facultades que ni de lejos poseen. Hemos sido unos cuñados de tomo y lomo largándole una Visa Oro a un niño y lo hemos soltado en un centro comercial coruñés (perdonen el localismo, es que me vengo arriba muy fácil, esto lo publicaré también en mis redes sociales y se me hace gominolas salva sea la parte).  Creo que lo peor que se puede decir de cualquier medio es que  son los juguetes de Reyes en marzo o abril, que han perdido la fuerza de la novedad, se han instalado cómodamente entre nosotros y no nos sirven,niños que somos  ávidos de sorpresa. La cabra tira al monte y  la fidelidad juguetera se tambaleaba hasta en Toy Story. Qué le vamos a hacer.

Toda esta reflexión sobre que nos hagan caricias en el ego, sobre saturarse de ver cómo se las dan a otros o hartarse de ver cómo gente de talento se convierte en una petarda redomada (quosque tandem abutere…sigan ustedes, que yo aprobé latín por los pelos) tiene que ver con el concepto de sorpresa en el arte, lo afilado y acertado de la crítica al poder  y, yendo un poco más allá, sobre la transgresión. Leo un artículo de Juan Carlos Ortega sobre la zarzuela «Cómo está Madriz» y la que se ha liado y no puedo estar más de acuerdo, aunque con matices. Es cierto, totalmente cierto que, como dijo en una ocasión Fernando Arrabal, el teatro «ha de ser extravagante porque ha de vagar siempre fuera». Desde los espectáculos de títeres- cielos, otro tema sensible- pasando por el teatro japonés de kabuki o el cabaret de la república de Weimar- y lo que ustedes quieran rellenar aquí-el teatro ha tenido una relación de tira y afloja con lo instalado. De broma desvergonzada- en la que se aceptaban los códigos del juego entre espectadores y compañía- a reafirmar la estructura social instalada: desde Lope a Benavente ha sido así («si lo paga el vulgo es justo/ hablarle en necio para darle gusto» decía el primero) y no vamos a seguir planteando cuestiones como el teatro en la dictadura, el buen envejecer o no de obras de grupos como Els Joglars o La Cubana, porque sería otra cuestión. Aunque partamos de algo: la capacidad de transgresión es una facultad que adjudican ciertos tiempos al arte en general y al teatro de forma muy concreta. Es posible que exista una frontera difusa, un límite de cosquillas o pellizcos- hay diferencia- que se le pueden hacer al establishment.  El problema, que explica muy bien  Ortega, es cuando la transgresión se convierte en un código vacío porque se ha instalado entre nosotros. Hacer humor, sea lo que sea esto, de cuestiones como los curas pederastas o la corrupción, tiene un mérito relativo en 2016:  está en todas partes todos los días con mejor o peor fortuna, con más o menos gracia. Pero la red de los ciento cuarenta caracteres, el whatsapp y la inmediatez de estos tiempos nos convierten en ávidos devoradores de matices, de cambios, de novedades: lo que es de ayer hoy es  malo y viejo; repetir fórmula es como contar el chiste del perro Mistetas. La intención de la crítica pierde fuerza en el campo minado de hoy : domesticamos el mensaje, el público se acostumbra y creamos una nómina inmensa de iconoclastas funcionarios que, en el fondo, son perpetuadores de un sistema en el que están cómodamente instalados. Ellos y nosotros. Y es totalmente inocuo, al ir tolerándose poco a poco por todos, algo que ha sido relativamente fácil de seguir en algunos programas de televisión americanos o con el recordado- y del que yo era muy fan- «Caiga quien caiga». La domesticación estaba siempre sobrevolando lo que para mucho era atrevimiento y que, para otros, era el final de una vía crítica.

La sociedad tiene un umbral de tolerancia que aflora en determinadas ocasiones y en función, como es lógico, del grado de implicación : verse reflejado en los espejos del Callejón del Gato es un ejercicio que debe hacerse con elegancia y savoir faire, pero los espejos han de estar bien bruñidos. Y en cuanto los temas son demasiado candentes hay que saber retorcerlos, recrearlos o abandonarlos por falta de impacto, de oportunidad.  Un chiste sobre Belén Esteban tiene hoy menos interés, pero Bárcenas está en el límite de lo que puede hacer gracia. No he visto el espectáculo de Paco León -al que deseo toda la suerte del mundo aunque a mí The Hole no me gustase mucho- y no es mi objetivo en esta reflexión hacer crítica de lo que desconozco, sino de lo que es el humor hoy en día, su vigencia, la capacidad de sorpresa en el teatro y otras artes. De su caducidad y de su pertinencia.  Y también de cómo y por qué medios accedemos a algunas formas de humor más breves, más inmediatas, más contundentes pero mucho más efímeras. Pienso que quizá, y rozando el cuñadismo pero me da igual, el público ha rebajado sus niveles de exigencia al artista, saturado como está de chascarrillos de whatsapp. A lo mejor  riendo ciertas gracias que nacen ya algo viejas estamos siendo  cómplices de que algunos contenidos, ciertas cuestiones pretendidamente «transgresoras» se conviertan en un catálogo de temas tolerados, actuables  en esa especie de «Hora Warner» generalizada  que es lo que entendemos ahora por humor.  Algo así, pero desde otro lado, a lo que hacía la censura: distraer la atención hacia unos sacos de boxeo que ya están mullidos. Y, qué narices,iba a hablar del concepto de horizonte de expectativas y demás cuestiones epatantes, pero creo que he dado ya demasiado la paliza por hoy. Disfruten de la semana y no se dejen domesticar o acabarán como el zorro del Principito: siendo personajes que nadie entiende.

 

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