Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “mayo, 2016”

En un cuaderno Moleskine (31) : Barrio

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Hand- made dense labyrinth (imagen de xOneka) en dominio público a través de Wikimedia Commons. Pulse para original

 

Fragmentos sueltos del cuaderno que esta vez sí son el principio de algo más:

«Los años de la pereza eran también los años de desafíos. Los años de Bartleby.  Los años de portazos sin ton ni son, de revisar constantemente la línea del horizonte. Los años, los meses, los días. Querer cambiar el mundo en un golpe y puñetazo. Estaba mal, estaba bien, todo te lo perdonaba la furia de los años veloces, la necesidad, la urgencia.  Todo pasaba rápido y el contexto era también texto y pretexto, daba igual.  Era vida, había que tenerla aun sin nombrarla. Eran años de escribir ferocidades efímeras en el vaho de las ventanas «muerte a …», lo que fuese, era muerte o vida, no había más. Había que desmadejarse acodados en pupitres, alimentando la vagancia, pensando en que estábamos perdiendo el tiempo pero a la vez sin saber qué perdíamos ni por qué, ni tampoco tener ganas de cambiar nada. Todo era postura y compartir cigarros -«déjame fumarme la pava», ser maldito de juguete, maldito con derecho a plato de sopa y naranja de postre, mantel de domingo y hora de retirada. Malditos que escondíamos revistas al alcance de los hermanos, que éramos artistas por definición y porque sí.  Tu barrio no lo era, no era para ti porque eras de otra parte. Y mirabas con algo de desprecio y distancia el paisaje que era pequeño, la distancia entre tu calle y la tienda donde hacías los primeros recados: tienda, barra y bolsa de leche de Leyma, toma la vuelta y saluda a tu madre. Y en la cola de la tienda mirabas con cierta tristeza la permanente de la señora que despachaba, el hueco del diente perdido en medio de una fila irregular, las zapatillas rosas de andar por casa que eran también para andar por la panadería. Y todo daba una mezcla de risa y lástima, un instinto de arrogancia infinita, una condescendencia que te llevaba a pensar que algo habrían hecho mal para merecer zapatillas, falta de diente y peinado refrito. Y la lluvia. La lluvia mojaba las manos, la carpeta, los libros. La lluvia era el mantra de esa inconsciencia, del egoísmo que reconoces ahora, de las dudas y de la rabia. Lluvia, la lluvia siempre.

El barrio sigue ahí, sin panadería, sin señoras con permanente. No se puede hablar de la falta de paciencia con los años, sino de la cronológica  falta de paciencia . Recorrer algunas calles- con otros negocios, con otras tiendas, con muchas ausencias y con grandes novedades-es volver al paisaje vital de aquellos que te precedieron, que te llevaron de la mano y te enseñaron la ortografía general de la vida, a atarte unos cordones de manera firme, a aprender que la noche de Reyes no es un 5 de enero, es siempre que anhelas algo, incluso cuando no sepas nombrarlo. Y piensas si el recorrido cotidiano de quien ya no está y que te arrastraba casi, asida más a su brazo que a su mano- esos edificios grises, ese mercado lleno de paraguas y pescados enormes, esas conversaciones de todos los días sobre lo mismo de siempre- merecen ser tratados en tu primera memoria con aquella dureza. Y sabes que no porque vuelves, porque ahora que lo recorres tú sola y en silencio echas de menos aquella lluvia, que no es igual a la de ahora, aquellas bolsas de plástico que cargabas y que ya no pesan. Y te preguntas, inevitablemente, si quien te llevó habría pensado lo mismo de toda aquella grisura, de aquel espacio trazado sin alteraciones ni aristas, de aquella gymkana de todos los días. Y respondes en alto «No» en lo que, de forma egoísta y consciente, es un símbolo más de autocomplacencia, casi de reconciliación, o casi, y esto dice muy poco de ti, de dar carpetazo».

Un día

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Calendar 2016 bird vintage (From publicdomainpictures.net). Pulse en la imagen para original.

Imagino que lo que nos sucede a los que anotamos tanto, con voluntad de permanencia y tampoco sabemos muy bien para qué, tenemos una especie de detector mental automático. Pequeños detalles casi inapreciables y a los que queremos dar cierto grado de trascendencia, qué miedo de palabra pordiosbendito.  Observar en la cadena de lo cotidiano te lleva a ser como el personaje de Mafalda, creo que era Miguelito, que, ante cierto tipo de comentarios pillados al azar decía que eran lo malo de andar «todo el día con las orejas puestas». Tendemos a pensar que «lo cotidiano» engloba una rutina universal y organizada, de horarios y niños en la escuela, de pausas para un café o de esperas de autobuses.  Porque, a pesar de las múltiples ventanas de ciento cuarenta caracteres, del insistente rumor de las noticias gritonas, nuestras orejeras nos protegen de conmovernos y malvivir hasta el infinito. Hay que dotar a los dramas de una periodicidad digestiva: cambiemos nuestras fotos de perfil como formas de solidaridad, establezcamos hashtags, insistamos durante períodos soportables en la imagen del pequeño cadáver de un niño en una playa. Y luego, claro, empecemos a cuestionar la oportunidad de todo aquello que nos llega y como nos llega, fomentemos el espíritu crítico- que es necesario pero que es también la forma más sencilla de la autocomplacencia. Y esperemos la siguiente ola. Porque, en realidad, no hacemos nada.

Desde la época de la impaciencia juvenil, la palabra cotidiano me ha dado dentera. Más que dentera era ese lugar al que no querías llegar y llegaban los demás a una edad, ese pozo lejano que mezclaban responsabilidades anotadas en un bloc y renuncias de ir con las manos en los bolsillos, que era lo que siempre querías. Lo cotidiano era claudicación y falta de rabia, era sillón y acomodarse, eran pasteles de domingo y misa de una, era un coñazo y lo peor. Lo cotidiano era envolverse en el uniforme de funcionario, llevar manguitos y gafas sin patillas a caballo de una nariz que crecía en largura. Era vivir de lunes a viernes con la esperanza de un sábado para sestear ante la tele. Lo peor, vaya, ya lo he dicho. Y desconoces, claro, que lo cotidiano era impulsar una nueva forma de nostalgia futura, era tan  inapreciable como ese hilo musical de los ascensores al que no prestas atención. Era cómo tu padre guardaba la mitad del sobre de azúcar en la cafetería porque te contabaque estaban mal hechas las medidas. Era también el sonido de las llaves en la puerta y el ruido del tendedero del segundo, ese al que nunca echaron «Tres en Uno». Era el olor a la colonia que tu madre usaba, el modo de doblar la servilleta de tu hermano y el vaso con agua en la mesilla. Lo cotidiano no era rendirse, era lo que estaba pasando ante ti y no registrabas.

No soy capaz de imaginar el dolor de quien ha sido despojado de su casa, de su país, de su vida. Pero me aterra pensar en todas esas horas por delante, todos esos minutos y segundos dedicados a evocar aquellas rutinas organizadas o aquellos modos de vida mejores o peores. Cuando se habla de los campos de refugiados, del inmenso drama al que damos la espalda, me vienen, como imágenes a cámara rápida los hasthags, las indignaciones efímeras, los titulares sustituidos cada segundo por otro peor o más impactante. Y los cuerpos en las playas. Como aquellos cuerpos que en otras épocas, cuando nosotros éramos Eldorado, llegaban desde Africa y se quedaban en un mar de ilusión frustrada. ¿O es que ya nos hemos olvidado también de que fue, y vuelve a ser, parte de nuestra historia?

No tener memoria es una desgracia. Eludir la responsabilidad es mucho peor.

 

 

 

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