Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “abril, 2016”

La bola del mundo

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CC 0 Public Domain.

Una bola del mundo es una promesa de salacots y cordilleras, de la habilidad para bautizar lo inesperado. La bola azul aparece no como ese planeta entre millones, sino como el único objetivo, la única superficie real y pertinente, la que crearemos. Nosotros jugábamos a dar vueltas y vueltas, agarrando  el pan con chocolate con la otra mano, y parábamos en seco en un país, una ciudad, un territorio. El azar. Y nos preguntábamos cómo serían las calles de Japón o México, las escuelas o los parques en Alemania y Madagascar. Porque darle vueltas a una bola del mundo tiene siempre una dimensión infantil, de universo a escala : las meriendas y los cuentos, los deberes y los juegos, serían diferentes, pero serían. Qué ajenos, entonces, a los avatares en periódicos y noticiarios que hacían que África en los setenta fuese casi un bocage diseñado con tiralíneas, que tuviese nombres que nos hacían mucha gracia como Ougadougou, que desconociésemos las fronteras y las desigualdades, los desengaños también, pero es otra historia. Eramos niños. Jugar con la bola del mundo tenía una gracia inversamente proporcional a los mapas mudos, que eran horribles: de memoria y creados de antemano, con nombres preconcebidos y sin ninguna gracia. Todo previsible y nada más. La bola del mundo no, había países de colores y la extraordinaria promesa de los mares azules que imaginábamos llenos de ballenas y delfines saltarines, de corales submarinos, capitanes y tormentas, bergantines y goletas. El desierto era risueño e infinito, las islas- cualquiera- unos deliciosos lugares de beatífica convivencia, donde vivir en cabañas hechas con hojas de palmera o pescar con unos palos afilados era algo que emular en el recreo. No veíamos, tampoco, las casas derribadas de Beirut o la infancia destejida de Biafra. Todo era lejano, la bola del mundo un ecosistema perfecto de juegos, pan y chocolate. No había drama.

Hemos vuelto a jugar tantos años después casi a lo mismo. Ajenos también a los dramas de los otros, algo que empieza a ser una costumbre, embebidos, de forma legítima o no, en nuestras propias tragedias. Ya hemos dicho que girar la bola del mundo es intentar encontrar una felicidad a escala, una necesidad de aventura, de novedad, de ruptura.  En tantas tardes de mesa camilla y vuelta obligada al hogar, hemos acompañado a quien no sale, hemos seguido soñando. Una bola del mundo asomada a una pantalla de televisión, una bola del mundo en la mano temblorosa de quien sabe que se le escapa la vida, un  futuro ofertado para quien el futuro ya, sencillamente, no es. Cuidas, acompañas,  y te detienes para intentar enseñar un país, una ladera, una montaña que vayan de la mano de historias que hagan pasar el tiempo más rápido, que la tarde fluya sencillamente, sin más. No hay lugar para planificar: es aquí y ahora. Todo aquello que vas recopilando, recogiendo en el día a día y que son muchas veces anécdotas adornadas, chistes ajenos que adaptas como propios, recuerdos enviados por alguien y que no son ciertos, porque es verdad que no hay nada más persistente que el olvido de los que no tenemos cerca. E intentas construir, a partir de lo efímero de las palabras, una realidad que ayude a tragarse los minutos, a sobrellevar el tedio, a olvidar lo inolvidable.

Y, aunque lo intentes evitar y no lo reconozcas, aunque sepas que estás donde debes; miras con una mezcla de envidia y nostalgia a ese globo terráqueo infantil olvidado en lo alto de la estantería y todo lo que lo acompañaba: el equipaje de inconsciencia y alegría de la juventud, la avidez y la persistencia por ver y conocer y, también, el egoísmo de esa construcción a medida. Porque, inevitablemente, somos la infancia que hemos tenido. Y cada uno, como sucede también con algunas familias infelices, se lo ha currado a su manera.

Marginalia

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Marginalia: Book of Hours (incomplete), Walters Manuscript, W.85 fol. (Walters Art Museum Illuminated Manuscripts) Imagen en dominio público. Pulse para llegar a la galería original.

 

Para Julieta Lionetti, por si alguna vez cae por estas líneas

 

Quizá este post tendría que titularse de otra manera. «Marginalia» parece un título impreciso, algo pretencioso, uno de esos títulos que se ojean sin hache, de los que se pasan con poco interés o con zapeo voluntario, lo que se acumula en algún rincón de la memoria o de lo que se guarda bajo una etiqueta de «leer más tarde»; eso con algo de suerte. Todo aquello que queda al margen- los restos del vino en una copa, la tela sobrante de un vestido, los fascículos publicitarios e impuestos en un periódico- conforma un limbo del que, en principio, cuesta desprenderse por un cierto sentido de la economía responsable, de la propiedad arrebatada o despreciada con el despotismo de un niño borracho de regalos el día de Reyes.  «Tendría que terminarme esa copa de vino, quizá en estas páginas encuentre algo que me sirva, estos retales podrán aprovecharse para algo» son pensamientos fugaces que, la mayoría, eliminamos automáticamente. Drop, delete, cajón del reciclado, lavavajillas o fregadero. Y salen de nuestras vidas para siempre.

Prescindiendo de esa tiranía de los objetos inanimados, hay una marginalia que permanece como propia. Lo que anotamos o subrayamos con lápiz, casi nunca afilado, entre renglones formales de un libro. Los párrafos que impresionan, las futuras citas epatantes para compartir en redes sociales, los signos de admiración en grande cuando encontramos una errata, las llamadas de atención sobre un texto cerrado. Genette hablaba de los palimpsestos- no teman, no daré la paliza- pero el concepto viene a colación por una breve conversación tuitera, hace ya tiempo, con Julieta Lionetti (*)  Comenzó con una frase, a la que di un «like» lo que es una forma de subrayado virtual, en la que decía que podría subrayar una palabra en un texto porque le resultase chocante, no porque tuviese una importancia fundamental en la lectura.  No concibo mejor lector in fabula, mejor Pierre Menard o Bartleby que el que asuma su total libertad para llenar un texto de notas al margen, de círculos que rodean palabras y frases, de apresurados recuerdos de vínculos con otras lecturas- ese hilo invisible que la memoria lectora va tejiendo a lo largo de los años y que es, a su vez, otro palimpsesto privado- de creación y recreación propia. Y digo Bartleby también porque el pacto ha de incluir la libertad de no hacerlo, de desestimar párrafos o lecturas completas por no tener lápiz a mano, porque quizá son ya repetitivos y cansan,porque no nos parecen dignos o son malos de narices,  en realidad porque preferiríamos no hacerlo. Cuando leemos estamos creando una impresión única y privada, la primera, la valiosa, sobre la que se construirá otra arquitectura de lo leído, donde la fortificación se elevará en medio de una experiencia primera que quedará a lo largo del tiempo: esas líneas temblonas en el texto de Lydia Davis que leía en el tren camino al trabajo, los rojos y azules de un lápiz bicolor en aquella terraza soleada madrileña descubriendo la pasión plantígrada en la prosa de Marian Engel, estrenar un lápiz lisboeta para el dilentantismo de Henry James en un aeropuerto que se convierte en hogar inevitable de horas y lecturas por obra y gracia de los retrasos. Y retomar esos ejemplares tras el paso del tiempo y no reconocer casi la caligrafía de la adolescente que se chaló completamente por la declaración de libertad de Stephen Dedalus-y la adulta que se sonroja al leer el «¡Bravo!» que le puse al lado, creyendo que era la única que había leído ese párrafo en la historia  -o la grave estudiante de Filología que hacía sus pinitos de interpretadora en las ediciones anotadas de Castalia,  la que se ataba las manos para no escribir sobre los libros de la Biblioteca Universitaria, la mujer que eras cuando descubrías poemas de Auden o sufrías leyendo directamente en inglés- rodeada de diccionarios- los tochazos de teoría literaria que todo buen M.A in Spanish tenía que tragarse. Y esa vez anotando en un cuaderno de hojas rayadas y amarillas, otra clase de marginalia propia y que ha caído en un limbo de los distintos traslados y cajas de mudanzas. Pero ahí estuvieron.

Los libros de nuestra vida  creo que nos pertenecen de varias maneras. Ya escribí alguna vez sobre el efecto de los libros que no poseemos: aquellos que inevitablemente han tenido que volver a la biblioteca pública o universitaria, a las manos o anaqueles de aquellos que nos los prestaron, a otros hogares y a otras manos, ávidas o desconfiadas de que esa vuelta se produzca en idénticas circunstancias a la partida. Y quizá ya no lo sea: ya digo que a veces hay que atarse las manos para no subrayar libros que no son nuestros, para no intervenir- en una forma de nueva creación- en la impoluta disposición de los renglones, en el baile exquisito de cursivas, redondas y párrafos editados, en ese blanco y negro que nos arroja a la cara la vida lectora. Y sí creo que hay una reconstrucción de todo lo asimilado, de lo leído y anotado en otros márgenes que transforma, aunque sea de forma imaginada, el libro físico: qué habrá subrayado él de aquel libro que le envié por correo, habrá recorrido sus páginas sabiendo que yo lo hice antes y anoté algunas cosas, recorrerá- supongamos- las líneas temblonas con las que yo coroné mi intervención. O retomo de nuevo ese libro que antes tomó en préstamo mi madre y yo le llevé a casa, esa correspondencia anotada entre María Casares y su padre de la que mi madre hablaba tanto y de la que, todavía en aquel momento, tomó notas en una Moleskine naranja. Y me encantan, debo confesar, esos libros prestados en los que alguien anotó  «¡Toma ya!» o «Puta maravilla»,o, incluso- y todo esto es verídico- «no tiene ni idea de lo que habla» o «vaya plagio de Fulanito». [Nota de la autora: que me guste no quiere decir que lo recomiende, no tomen esto al pie de la letra o me quedo sin trabajo. Gracias. ]

Hay tantas formas de marginalia como de lectores, de construcción de nuevos y vigorosos textos como de la timidez del que solamente subraya en un delicado homenaje a sí mismo y a su relación con lo impreso.  En esa pornografía exégeta y algo groupie de recorrer bibliotecas, papeles y legajos de escritores ya fallecidos- la ética del asunto la discutiremos otro día- hay más chicha que en programas de cotilleo de la tele,por mucho que los premios Nobel se hayan convertido en celebrities de otro tipo. Nuestros libros re-escritos, subrayados, anotados, son parte de un patrimonio personal, colaborativo y, a la vez propio. Son la respuesta a ese silbido que es solamente para ti, ese pst, pst, que te hace un fragmento desde el centro de un texto, que te hace volver la cabeza o asentir con sonrisa cómplice y solitaria (y si son lectores apasionados de Donna Tartt y de su Goldfinch habrán reconocido la recreación de esta última cita o mención).

Anoten, subrayen, lean, relean, abandonen, avergüéncense de las citas que mencionan en algún momento. Todo esto no es, ni más ni menos, que el peculiar diagnóstico de cómo eran, de cómo éramos, cuando leíamos tal o cual cosa por primera vez. Podíamos ser airados, feroces, estandartes quizá de una pasión desmesurada, remilgados y hasta cursis de bofetada.  Porque la historia de las lecturas privadas, de esas primeras impresiones y llamadas de atención, de esa emoción por lo que escribimos y hacemos nuestro es uno de los baluartes de la más preciada libertad: la del lector que decide. Pero, por extenso, esa sea quizá otra historia.

(*) Enlazo a ese artículo de Julieta Lionetti porque me pareció especialmente interesante y me dio mucho que pensar. Yo conocí su blog Libros en la nube  , uno de mis favoritos en cuanto a cuestiones relacionadas con ebooks, edición digital y estas aventuras. Qué lejos queda ya 2013 en este contexto.

 

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