Un grado de separación
Quizás haya un crío ahora abrazándose las rodillas, sentado encima de su cama, aprendiendo el ritmo lento de la autocompasión. Habrá, imagino, un número indeterminado de chicas que están muy por encima de todas las demás, de todos los demás – qué pertinente es a veces la distinción genérica, gracias por la gramática-pensando por qué no las invitan a participar en tal y cual cosa. Habrá a quien le duela el silencio o quien asuma la estrategia del camaleón para seguir adelante. Hay quien manda callar a otros y quien opte por el silencio ante la exhibición del sarcasmo que no es más que una forma mayor de esconder la ignorancia. La mediocridad genera una tiranía aceptada por otra corte aún más mediocre.
Yo hablaba hace unas semanas de desobligarse en 2016. Y enero me trajo muchas más obligaciones que desligaduras, y una patada en el culo a mi mitomanía radical, a esa orfandad abrupta que genera el ir quedándose sin referentes que te han acompañado siempre. No voy a dar (más) la plasta con Bowie de la que ya hemos dado entre todos- cosa que como ya he dicho me da exactamente igual y hasta me alegro: me vengo de todos los putos crowdfundings y autopromociones de libros que me he tragado con buena cara y por pura cortesía británica- pero sí quiero escribir un poquito sobre él. No soy crítica musical, ni siquiera soy una compradora compulsiva de discos ni mucho menos. Considero la música mi patria porque me da la real gana y los músicos que me gustan son decorado personal y familiar. De Bowie conozco lo que conoce la mayoría de la gente, y tampoco nos vamos a poner estupendos. Su capacidad de crear y de recrear, de retorcer las cosas, de abanderar el pastiche como punto de partida de todo, es lo verdaderamente fascinante. La naturalidad en la extravagancia, el gayear a lo loco, el representar el concepto queer antes de la propia existencia de lo queer, su ambigüedad desaforada -que era un apetito por la estética y también por las más diversas pieles- convierten su presencia en parte muy fundamental de la iconología del XX (y parte del XXI). Y un avance constante, un ir y venir, un tomar influencias, un aprender y desaprender, tirar para adelante y vuelta atrás. Ese era Bowie : un Ripley aventajado, un actor versátil y bellísimo,un animal de pómulos aristocráticos, príncipe y mendigo, gentleman choni, un cabaretero posh.
Pero antes de eso, como dice el tuit que copio arriba, era algo muy diferente. Uno de tantos que parecían a punto de quedarse en el camino y abrazar la pauta de esa normalidad que nos convierte a casi todos en personajes grises. Pero no, él no. Porque la idea es lo que él consiguió: que aquellos que te puteaban acaben queriendo ser como tú. Y, sí, es verdad, hay que ser Bowie para ser eso. Pero a lo mejor es que solamente nos separa un grado de él: el de la voluntad y el cero miedo al fracaso. Hay que dar las gracias por Bowie, pero también por Caitlin Moran que, además de este tuit tan guay, escribió este otro obituario tan chulo This is how David Bowie took over the world & invented us all in only five years. Oh, y lo que escribí yo sobre el libro de la señora Moran, que también quedó muy bien ¡Viva Caitlin Moran!
El enlace al artículo que recomiendas » This is how David Bowie took over the world & invented us all in only five years» no me funcionó, pero lo encontré por la red. Mi inglés no me permite asimilar el contenido sin algo de ayuda y eso me tentó a hacerme el propósito de «volver» a ponerme con el inglés. Pero fue sólo una flaqueza momentánea 🙂
Un día desperté y se había muerto David Bowie y yo era un poco más huérfana. (No tengo pare ni mare)